Fernando Sánchez Alonso
A Susana, que me dio la tierra
El sábado 26 de agosto de 1950 se despidió de su hermana, y mientras recorría el pasillo de casa fue eligiendo, entre la pipa que le colgaba de los labios y que decidió concederse, para suprimir sospechas, para hacer coincidir la novedad que lo esperaba con la apacible rutina diaria, unas palabras que hablaban vagamente de cierta excursión al campo. «Volveré el domingo», dijo entre una bocanada atolondrada de humo. Luego cogió las maletas y abrió la puerta. Pero en vez de dirigirse a la estación, echó a andar, resueltas y brillantes las punteras de los zapatos, al hotel Roma, aceptando en el camino, y ya para siempre, el bochorno del verano, la ruina de sus cuarenta y dos años, el arrepentimiento de haber pagado como precio por malvivir la soledad, la extrañeza, la resignación de no creer en ninguna esperanza, solo un inútil éxito literario, todas esas maneras de ser Cesare Pavese.