Autor: 17 abril 2008

Cecilia Eudauve

I

Al despertarme todo cobró un sentido catastrófico. ¿Por qué un sueño podía tomar esas dimensiones, salir de mi cabeza e inundarlo todo? Había sido tan real, por eso me costó trabajo darme cuenta de que esa mujer, repleta de sí misma e inmensa, reclamando el libro, pidiéndolo a gritos, no era Matilde. Aunque tal vez sí, pues lo exigía con una necesidad absurda, reiterativa. Yo no comprendía del todo aquello, hasta que su mirada se me clavó tan adentro y vi, a través de sus ojos, ese profundo pozo ennegrecido de carencia. Entendí, como hermanado con ello, su desesperación, me percaté de que la ausencia de ese libro nos llevaría a los dos a un precipicio y después a la nada.

Sin discutirlo conmigo, ni siquiera un segundo, tomé aquel reclamo onírico como una sentencia real que amenazaba con destruirme como a ella. Me levanté de la cama y me dispuse a buscarlo en el terrible desorden de mi pequeña biblioteca. Aquí y allá busqué frenéticamente el volumen, no estaba. ¡Por Dios! ¿Dónde lo metí? ¿Qué le hice? Lo peor, ¿a quién se lo presté? Algún día tenía que pasarme, nunca anoto a quién le presto un libro, es más, ni sé cuántos tengo por ahí perdidos engrosando los libreros de otras personas.

Pero no pude ponerme a reflexionar sobre los errores de un bibliotecario en ciernes, pues sonó el teléfono. Reconocí el número. Era el de mi ex mujer, Matilde. No quise contestarle y me di cuenta que el sueño cobraba dimensiones reales. Seguro me iba a pedir el libro, seguro después de dos años y medio de separación, cayó en la cuenta de que me lo quedé yo, y no ella, que presumía de merecerlo más. Ignoré el repicar del aparato telefónico e ignoré también cuando sonó mi celular. No quería responder, no ahora sin saber el paradero del volumen.

Entonces me decidí a rastrear en mi curiosa memoria, la posible ubicación del texto en cuestión. Nada. Nada aparecía en mi cabeza, era como si se hubiese fugado cualquier recuerdo concreto del libro. Sin embargo, estaba seguro que yo lo tenía, por ahí, en algún lado, Matilde no se lo llevó al separarnos. Si bien las últimas discusiones nos dejaron a los dos como abstraídos del mundo, yo puedo casi jurar que me lo quede yo… ¿Peleamos por él? ¡No lo recuerdo! Me senté sobre la cama para aclararme aquel asunto. Volvió a sonar el teléfono. No contesté, me dediqué a mirar a mi alrededor como atorado. Me sentía en una heladera, congelado, ajeno a una vida propia, donde lo mío ahora se ensombrecía por la presencia de un libro extraviado que Matilde reclamaba como suyo y, que en realidad fue o era de los dos.

Y no era cosa de ir a buscar otro a la librería, nada tan fácil como eso, porque era un ejemplar con la firma de Borges, eso lo hacía único e irrepetible. Recuerdo bien cuando lo tuvimos en nuestras manos, estábamos nerviosos y con la duda prendida en la cabeza: ¿en verdad sería auténtica aquella firma diminuta y encimada que nos mostró el dueño en ese desgastado volumen? Matilde aseguró que sí, pues verificó los datos que el vendedor nos contó aquella primera cita, cuando nos mostró el ejemplar en medio del ruido de las fichas de dominó y el humo intenso siempre atmósfera del café Madoka. Él afirmó que consiguió la firma azarosamente cuando estuvo de viaje en Madrid y le dieron el pitazo de que Borges se hospedaba en el Palace Motel, en la habitación 404. Aprovechó que un amigo lo entrevistaría a las 10:15 de la mañana. Entonces, se coló para pedirle la firma, antes de que el escritor fuera arrebatado por los libros para siempre, en esa oscuridad adquirida, de seguro, por tanta tinta que sus ojos devoraron.

Nos hizo gracia la manera de contar el breve encuentro salpicándolo de analogías, de metáforas histriónicas y, lo envidié. Esa sensación la tengo muy presente aún ahora, después de tanto tiempo. Sí, deseaba haber estado yo ahí, frente a ese Borges de mirada perdida, apoyado en su bastón, hablando, recitando versos y fragmentos de memoria, mirando desde dentro de sí, volúmenes y volúmenes que se le ofrecían virtualmente en ese mundo oscuro, al cual solo él podría tener acceso; porque la luz en la que nosotros circulábamos le era absurda, se había apagado para nunca encenderse. Quizás el encuentro con aquel tipo y con la historia en torno a la firma nos convenció más sobre la posible autenticidad de la misma; y la envidia a ese hombre insignificante poseedor del libro (que seguro jamás había leído ni siquiera el ejemplar autografiado), nos llevó a hacer lo que hicimos…

¿Cómo era posible que ese sujeto de aspecto vulgar lo poseyera y fuera a venderlo por una cantidad que en ese momento nos pareció obscena? Para colmo era de la insulsa colección titulada biblioteca básica de Salvat, el tomo 91, impreso en España en 1971, bajo el nombre de Narraciones, vaya a saber cómo lo consiguió, pero pedía demasiado dinero por él. Ciertamente, la antología tenía los mejores cuentos y, aunque no hubiese sido así tenía uno que tanto a Matilde como a mí nos cautivaba: «El Aleph». No nos importó que fuera un libro barato, ni que se hubiesen tirado miles de ellos con sus cubiertas a tres tonos: beige, con recuadros en amarillo y el central en naranja. No nos molestó la calidad del papel ni lo cetrino de las hojas, ni siquiera que la firma fuera tan diminuta, tan sin chiste, pues era de Borges. Además, Matilde conocía de memoria el texto y, con certeza pasmosa, afirmaba que el escritor Jorge Luis Borges se sumaba a la selecta lista de Aleph regados por el mundo como la copa de Kai Josrú o el espejo de Tárik Benzeyad, como la lanza especular del satyricon de Capella o el espejo de Merlín. Sí, todos ellos con sus enormes huecos de luz por donde cabe el mundo y por donde sale el mundo. Poseedores del pasado y del futuro, de la conciencia y del destino de los hombres…

Con tanta historia alrededor del libro, claro que podría encontrarlo si en realidad lo tuviera en la casa, lo reconocería al momento en medio de todo mi tiradero mental y físico, si ahí estuviera, pero no. Definitivamente lo había prestado o Matilde lo había hurtado la última vez que vino aquí a reclamarme el dinero que le debía. Pero de ser así, ¿por qué la había soñado reclamándome el libro con tanta fuerza? ¿Por qué tenía ya varías llamadas suyas en mis teléfonos? No, no lo podía tener ella. Por otra parte, no lo presté, no creía eso, el libro era un tesoro, nació para serlo y estar resguardado, para contemplarse de vez en vez, tan eventualmente que acaba por olvidarse dónde lo hemos escondido… ¡Por dios! Y ¿si he extraviado su paradero porque desde siempre su destino fue ser un objeto tan valioso que intrínsecamente se pierde para que otro lo encuentre? Luego me vino un pensamiento peor: ¿si el sueño era una advertencia sumándose al miedo de no lograr restituirme si no daba con su paradero? El solo hecho de imaginarme tragado por ese Aleph, boca oscura, boca luminosa, centro del mundo disfrazado de objeto u hombre, me pareció terrible, sobre todo porque, ese volumen de Narraciones lo habíamos robado.

II

El tema del robo es algo delicado. No quiero que se piense mal pues en realidad no fue un hurto para sacar provecho monetario o algo así, sino porque nos invadió a Matilde y a mí una necesidad mal sana de poseer el libro, nos enloquecimos temporalmente… Vale decirlo, no es un argumento muy convincente, pues robar es robar, pero esta ciudad está llena de rateros… Bueno, da igual, lo robamos y punto.

La cosa fue sencilla y rápida. El hombre ni cuenta se dio. Yo no me acuerdo con exactitud en qué momento Matilde, con virtuosismo brutal —no se puede describir de otra forma—, en medio de los convidados a la subasta (sí, el hombrecito vulgar invitó a los interesados a pujar por el libro), se aproximó como una sombra nacida de todos los deseos y ¡zas!, metió el libro entre la falda y su blusón negro. ¡Nadie lo notó! Todavía pienso en ello y sudo descomunalmente, ahogándome en silencio, viéndome ahí, en medio de esos seres que con el dinero en sus bolsillos esperaban llevarse el volumen a casa; mientras Matilde iba con él rumbo al auto, mientras yo me quedaba ahí pasando a traguitos el vino espantoso que el anfitrión nos ofreció esa noche…

Y luego pasó lo que tenía que pasar: el hombre se puso histérico cuando fue a buscar el ejemplar (que insólitamente había dejado sobre una mesa al alcance de cualquiera) y no lo encontró. Cayó en estado de shok, se refugió en otra habitación, su despacho, creo. Regresó a los pocos minutos, se quitó los lentes y los limpió con su guayabera impecable antes de decirnos:

—Señores, nadie puede salir de la casa. Alguien ha robado el libro. He llamado a la policía, por favor esperen…

Tragué saliva sin contener el espanto. Nos iban a descubrir. Él me vio llegar con Matilde, sabía que estábamos deseosos de tener el libro, nos citamos dos veces para hablar de la posible venta, le regateamos casi lastimosamente… En eso estaba cuando sentí la mano de mi ex esposa sobre el hombro: «Ya lo escondí, no te preocupes, tú tranquilo». Se encontraba ahí, entre nosotros, fingiendo la misma consternación que los convidados. ¡Qué sangre fría! La misma que tuvo cuando me dijo adiós en la churrería la Bombilla. La desgraciada me citó ahí, como para confirmar que le valía madre, pues a mí ni me gustan los churros.

Nos interrogaron a cada uno por separado. Por suerte no tuve que mentir sobre dónde estaba o qué hacía en el momento de la desaparición, me dejaron ir después de algunas preguntas. A Matilde, insólitamente, la despacharon rápidamente también. Ella argumentó que estaba en el baño y, no sé cómo convenció a un viejito, otro consternado comprador, de que fuera su testigo. El anciano casi juró por las perlas de la virgen que ella estuvo ahí todo ese tiempo. Salimos los dos (hipocritísimos) tomados de las manos con una sonrisa de satisfacción intransmisible.

Hubo varios careos durantes un par de semanas en la procuraduría, al parecer éramos los principales sospechosos, desde el punto de vista del dueño del libro, quien en numerosas ocasiones nos quiso poner nerviosos con sus miradas, con sus insultos e incluso nos amenazó. Nosotros permanecimos impávidos ante sus ataques. Y de pronto, un buen día, dejaron de convocarnos a los careos, dejaron de llamarnos a la casa. Nos intrigó un poco, al principio, tanto silencio por parte de las autoridades; nos intrigó, a su vez, saber qué fin tuvo todo el asunto, pero finalmente olvidamos, continuamos nuestras vidas…

Pero, siendo franco, ese robo marcó el principio de una relación diferente entre Matilde y yo. Ella se creía más merecedora del libro pues había sido la activa en el proceso de la adquisición. Me acusaba de cobarde todo el tiempo, pues yo debía haber tomado el volumen, no ella. Total, cada vez que hablamos del suceso me recriminaba mi cobardía: «Coyotas», me decía, yo le respondía enfadado: «pero no rata». Así se fue deteriorando la relación ante los ojos de los amigos y familiares que no comprendían por qué yo era un coyón y ella una rata.

III

De entre mis conocidos solo podría ayudarme Alfredo. Aunque desde hacía tiempo no manteníamos mucho contacto, era el amigo que sabía la verdadera historia del libro y, además, vivió de cerca la caída de mi matrimonio. Por otra parte, yo era el único que lo seguía tomando en serio después de su muy sonado fracaso en el mundo de los libros. Es que, ya ni la hace, todos esperábamos un éxito literario y nos sale con una publicación absurda y sin sentido: Sobre la verdad y la mentira de los 01-800 atención a clientes… Todavía recuerdo cómo antes de la presentación aseguró que sería el hitazo del año: «Todos, más de una vez, hemos querido saber si esos números telefónicos en el reverso de los productos de verdad funcionan. Pues yo llamé a cientos de ellos y los resultados aparecen en mi libro. Te vas a sorprender cuando lo leas…»

Compré el libro por solidaridad. No lo leí, aunque debería hacerlo, quizás hay en verdad respuestas que ni imagino. Pero en el mundo de lo práctico el libro fue un fracaso, no sé si algún lector, de esos devora todo, lo leyó. Él afirma que recibió varias cartas de admiradores que le insistían en seguir por esa línea de escritura evidenciando el mundo del consumo. En fin, por eso acudí a él, pues con su muy peculiar punto de vista sobre las cosas, me daría un norte sobre este sueño extraño y la desaparición del libro en cuestión. Así que nos citamos en el café Madrid. Le quedaba perfecto vernos ahí, pues por ese entonces visitaba las jugueterías del centro comprando material para su nuevo proyecto: la resistencia del juguete corriente versus el juguete fino.

—Este sí será un jitazo. He comenzado las investigaciones de manera sistemática y profunda. Ni te imaginas las conclusiones que han salido de todo esto. Mira, por ejemplo: estoy poniendo en oposición a nuestros luchadores de plástico con los G. I. Joe de los gringos. Los nuestros, por supuesto, son aguantadores a más no poder. Les he arrancado piernas y brazos, por citarte una de las pruebas a las cuales he sometido los juguetes, y los luchadores se arreglan con seguros de abuelita, se les puede coser con agujas grandes o dándoles un cerrillazo que funda la parte dañada para volverlas a juntar. Por la parte gringa, nada, el plástico es tan delgado que el seguro no sirve, las agujas menos y si les echas fuego se desbaratan, una porquería de producto. Bueno, sacan mejor nota en apariencia pero… Ahora ando probando los juguetes de transporte: la hojalata versus el tonka. Luego sigue la barbie versus las monas de cartón y las negritas.

—¿Todavía existen esas monas?

—Sí. Y no sabes qué aguantadoras.

Nos reímos. Luego me dio por comentarle lo estereotipado de los resultados de sus investigaciones, casi olvido un poco mi problema discutiendo su proyecto, cuando volvió a sonar el celular, era Matilde. Alfredo se me quedó mirando desconcertado, pues yo no le contesté y lo dejé sonar hasta que paró. Entonces, pedí un exprés doble. Le conté rápidamente lo del sueño, lo del libro, lo del mal presentimiento, y lo peor, que no tenía ni la más remota idea del paradero del volumen. Y lo todavía más terrible: que no sabía el porqué de esa angustia de recuperar el libro a como diera lugar o si no, algo horripilante iba a ocurrir, una catástrofe de dimensiones incontrolables. Pude notar el asombro de Alfredo, algo me iba a decir, pero tuvo que socorrerme. Me entró, de repente, un ataque de nervios ahí mismo, delante de todos esos viejitos, de las señoras gordas y de los turistas despistados que van ahí buscando un trozo de cotidianidad auténtica y mexicana. Casi hago el ridículo, pues me dieron unas ganas hiperviolentas de llorar, me temblaron los labios, hice puchero, qué le voy hacer, no lo niego, gracias al cielo que Alfredo me sacudió un hombro y me hizo entrar en mí.

—Tranquilo hombre, por ahí debes de tener el libro.

—No, ya lo busqué muy bien, nada. A lo mejor lo tiene Matilde.

—Ella no lo tiene.

—¿Por qué tan seguro?

—Ayer la vi y estaba tan preocupada como tú. Buscándolo como loca pues tuvo el mismo sueño, la diferencia era que en él tú le reclamabas el libro…

Me le quedé mirando anonadado.

—Imbécil, ¿por qué no me lo habías dicho?

—Porque hasta ahora me lo cuentas… Además tú me preguntaste primero sobre mi nuevo proyecto…

Luego comenzó a hablar y a hablar, pero yo ya no lo oía. Me entró una desesperación que me dejó sordo y mudo. Ni me despedí de Alfredo. Salí del café con la necesidad imperiosa de llamar a Matilde y citarnos en cualquier parte.

IV

«Ah no, en la churrería no». Nada más faltaba que nos diéramos cita donde habíamos finiquitado nuestro matrimonio, y con este calor, ¿a quién se le antojan los churros? Además, a mí, ni me gustan. Yo le propuse el Punto Prana, pero Matilde argumentó que era muy temprano para tomarnos unos tragos y oír música, así que quedamos en encontrarnos en el ex convento del Carmen, de ahí ya veríamos para dónde. Mientras iba para allá, pensaba que cuando hablamos no mencionó nada del sueño, ni yo; tampoco me recriminó que no atendiera sus llamadas, ni le sorprendió que aceptara vernos inmediatamente sin preguntarle para qué. Todo se dio como si ambos supiéramos la importancia de reunirnos y atacar la situación de la mejor manera para liberarnos de algo atorado en el cuerpo.

La vi aproximarse. No he de mentir, sentí el efecto elevador y un ligero sudor se me coló por la espalda. Estaba idéntica. El mismo paso tranquilo, lanzando la cabeza un poco hacia delante como queriendo que sus pensamientos llegaran antes a cualquier lugar. Me tendió la mano intentando un saludo amistoso pero distante. Yo la jalé y le di un beso en la mejilla. Se sonrojó un poco e inmediatamente sacó un cigarro de su bolsa.

—Bueno, ¿adónde vamos?

—Y si ¿caminamos nomás?

Alzó los hombros y comenzamos a caminar. La noté angustiada y ella no era de las que se le fríen los nervios así nomás, por otra parte no quería ser la primera en hablar. Esperé. Después de unos minutos por fin habló:

—Es el sueño, sabes, desde que lo tuve hace dos noche no estoy bien.

Me lo soltó así como si yo ya estuviera enterado de aquello. Luego continuó.

—Es como si el orden se hubiera alterado, como si algo catastrófico fuera a suceder si no localizo el volumen. —Me miró suplicante—. ¿Lo tienes tú? Solo quiero saber dónde está, no te lo voy a quitar…

—Matilde, qué más quisiera yo, pero no lo tengo. Yo creía que tú…

—Entonces, ¿dónde está?

—No lo sé.

—¿Nos lo robaron?

—Ladrón que roba a ladrón…

Nos reímos nerviosos. Le tomé la mano para consolarla y el contacto tibio de ambos gratificó un poco tanta ansiedad, tanta extrañeza.

—Ves, no estaba tan zafada cuando te dije que Borges era un Aleph.

—Sigues con eso.

—No debimos robar el libro. Destituimos el orden del Aleph, él escoge con quién quiere estar, no a la inversa… Ahora seremos tragados por su oscura boca…

Lo decía tan en serio que me estremecí. Pero volviendo a recuperar el control solo atiné a decirle:

—Ya qué.

Sin darnos cuenta entramos al café Madoka, nos sentamos en una mesa que da a la calle. En esos lugares nada parece cambiar, ni los meseros, ni la gente que está jugando dominó, sonando las fichas con fuerza cuando hacen un cierre espectacular, cuando chocan las manos con su pareja después de hacer un zapatito a los contrincantes. Pedimos dos cafés americanos. La mesera mal encarada fue por ellos, y mientras los esperábamos lo vi. El mismo hombre, con su guayabera impecable. Hablaba con una pareja como nosotros o… ¿acaso éramos nosotros? Estaban anonadados con el ejemplar que les mostraba. Ella era la más interesada, lo tomaba entre las manos, sonreía. El chico nervioso se limpiaba las manos en el pantalón no quería, y sí, tomar entre sus manos aquel ejemplar. Me pareció tan familiar la escena, como un dèjá vu que se repite infinitamente… Matilde miraba lo mismo, absorta, quedó como clavada en la mesa sin posibilidad de moverse, con la cabeza un poco hacia delante como queriendo que sus pensamientos estuvieran ahí, poniendo en orden aquellas imágenes insólitas. ¿Esos jóvenes éramos nosotros? Quizá la imaginación nos estaba jugando una mala pasada. Yo intenté ponerme de pie e ir hasta ellos, pero Matilde me detuvo.

—No, espera.

Tomé asiento, no porque quisiera hacerle caso, sino porque en sus ojos se coló un vació tan oscuro que me tragó de golpe. Esperamos a que la pareja se despidiera del hombre. Los vimos salir aterrados de la semejanza, de lo idénticos que eran a nosotros. Luego, como sacando fuerzas de quién sabe dónde, agarrados de las manos (hermanados, después de habernos hecho tanto daño tiempo atrás) fuimos hasta la mesa donde el hombre estaba guardando el libro. Nos miró sin contrariarse, nos sonrío tan afable.

—¿Ya tan rápido se decidieron? Siéntense podemos llegar a un mejor precio…

Tomamos asiento. Nos puso el libro entre las manos y sí, fuimos devorados por la boca inmensa, oscura y luminosa del Aleph, que nos condenaba a compartir su reinado en el espacio infinito de las repeticiones y en su conciencia porosa. ■ ■


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