Autor: 18 abril 2008

Andrés Trapiello La manía

Pre-Textos, Valencia, 2008

En un momento de este decimoquinto tomo de Salón de pasos perdidos se lamenta Andrés Trapiello de no ser capaz de tomar estos diarios como cuadernos de los que poder, llegado el momento, arrancar y ordenar las páginas sueltas en carpetas que se titulasen, por ejemplo: aforismos, viajes, perfiles, y en vez de dar a la imprenta esta suma de libros que es cada volumen de su diario dar una media docena de tomos ordenados.

En otras líneas se defiende de aquellos a quienes les puedan parecer ya muchas las páginas de este Salón defendiendo a Pla de una boutade simplona de Gil de Biedma. Cortesías aparte, ni lo uno ni lo otro es necesario. Trapiello, se ha repetido hasta la saciedad, es uno de los mejores escritores del día en todos los géneros que practica, y es dueño de la mejor prosa en castellano de hoy. Antes de tener asunto ya ha ganado por la mano, gracias a la respiración de su prosa, a tantos narradores de contar asmático como se elogian en telediarios hablados y escritos. Pero además, hay asunto. Trapiello es un opinador inteligente —nada que ver con los bostezos dominicales de tantos y cuantos; un novelista sobresaliente— —El buque fantasma abunda en cualidades escasas por estos pagos, Al morir don Quijote es un ejercicio sublime; un poeta capaz de enmendarle la plana a Antonio Machado o Emily Dickinson y ganar la partida —¿cómo olvidar poemas como «Rama desnuda»?—; un ensayista riguroso. Y un diarista fiel y fluvial que no podría desgajar ninguno de los tomos del Salón de pasos perdidos en otros libros, porque ha encontrado aquí otro género a su medida, la novela de la vida que pasa, que es más vida que novela, una vida que se cuenta con el impudor suficiente y la distancia necesaria como para resultar compartible y verdadera. Son tantas las vetas que cada tomo abre y explora que es imposible reducirlas, decir: cortaría por aquí o por allá. Cada lector encontrará, como es de suyo, unos temas más afines que otros y tal vez se salte las páginas en las que Trapiello relata las cotidianidades familiares o aquellas en las que chismorrea sobre que no sabe quién son –revelador el fragmento en el que le desvela una de esas a una amiga que se queda igual que estaba: el nombre verdadero le resulta tan conocido como la letrita —de marras—. Se pueden leer a saltos, sí: pero no sobra nada. Estamos, es justo repetirlo, ante el mayor prosista que a día de hoy tiene la lengua.

Parece que haya, en esta entrega, mayor abundancia de lo que podríamos llamar «vida literaria». No es nuevo que Trapiello nos cuente el proceso de gestación, negociación y edición de un libro (en este caso, La noche de los cuatro caminos). Pero hay aquí más notas sobre el puesto de uno mismo en el escaparate literario, sobre las triquiñuelas de los demás para ir ganando puesto de primera fila en ese escaparate (el republicano Javier Marías creando su reino en el que repartir marquesados a amigos y premios a figurones novelables). Trapiello viene a decirnos con amargura que él no querría estar ahí, pero no lo queda más remedio que estar y llevarlo con la mayor dignidad posible. Puede que negociar bien un libro o unos artículos lleven a ceder en tal o cual cosa privada o a perder unas horas en presentaciones y entrevistas varias, pero jamás se colará en la escritura, que es otra cosa.

Hay aquí menos viajes que otras veces, aunque siguen siendo deliciosas las páginas venecianas que nos trae; solo una ocurrencia que uno haya podido contabilizar («Hasta inclusive, nombre para un conjunto pop») así que tal vez sí que el autor haya ido escogiendo los aforismos (que había en los primeros tomos del diario y ya no aparecen) para hacer un libro aparte, ojalá exista ese libro; y las habituales Viñas, riñas del gremio, familiares suspensos y suspenses. Aquí están el 11-S y Goytisolo, el amigo que no lee un manuscrito o lo lee y calla y la zozobra que eso produce, los cortes de los suplementos culturales, retratos benignos de los amigos y despiadados de los que no lo son, como el que hace del editor Constantino Bértolo, que parece despertarle mucha más antipatía por una lejana mala crítica en las páginas de El País que por su estalinismo militante. Uno puede estar de acuerdo o no con las conclusiones que Trapiello va sacando de unas cosas u otras, puede tener en gran estima a quien él desdeña, puede malhumorarse con algunas de las cosas que dice. Eso forma parte de las reglas del género.

Habrá quien diga, en estos tiempos tan dados a experimentos con gaseosas y nocillas, que Trapiello no arriesga. Uno cree, sí, en la necesidad de probar, de arriesgar, de experimentar. Pero que no nos quieran vender gato por liebre: al final, sin duda, lo que importa es el resultado. Y aquí el resultado es humor, buen o mal humor, inteligencia, alta prosa. Y aunque esté mal el decirlo en un país tan futbolístico como el nuestro, tan reacio al matiz, en el que eres de un bando o del otro y como no escojas rápidamente y sin dudar vas derechito al banco de los chaqueteros: uno puede disfrutar por igual de lo más clásico y lo más «moderno». Y que nadie se engañe: Trapiello no se repite. Crece, silencioso y tenaz, como un árbol.

Ramón González



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