Autor: 20 abril 2008

David Felipe Arranz

Particularmente nauseabundas eran las caras vacías e inexpresivas de la gente […]; me recordaban tanto a los muertos que solo me atrevía a viajar cuando estaba seguro de que yo era el único pasajero. Ni yo mismo parecía un ser normal, sino un animal atormentado que quisiera vagar para calmar algún trastorno del cerebro.

En una entrevista realizada al escritor argentino Adolfo Bioy Casares cuando contaba ochenta y tres años, con motivo de la Feria del Libro en Buenos Aires, a la pregunta de si el trabajo que más le gustaba era Dormir al sol, este respondió: «En cierto sentido, prefiero Dormir al sol. Yo soy un hombre de mente probablemente pesimista, pero de temperamento optimista. Creo que El sueño de los héroes, creo que La invención de Morel son bastante amargos. En cambio, Dormir al sol me parece más honesto para conmigo, porque no hay nada trágico allí». Bioy, siempre fiel al juego del razonamiento construido mediante contraposiciones y paradojas, no abandona esta tensión ni siquiera en su habla cotidiana.

En efecto; si las múltiples vías de contacto existentes entre La isla del doctor Moreau de H. G. Wells y La invención de Morel de Adolfo Bioy pudieran resumirse en una sola palabra, esta sería «amargura», pero una amargura alucinada, poliédrica, atroz y descarnada en la obra del novelista inglés y refinada y fantasmal en la del gran amigo de Borges, quien se ocupó de prologarla en 1940: «La invención de Morel (cuto título alude filialmente a otro inventor isleño, a Moreau) traslada a nuestras tierras y a nuestro idioma un género nuevo. He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta». El 9 de septiembre de 1946 Bioy publica «Elogio de Wells» en Los Anales de Buenos Aires, seis años después de la publicación de La invención de Morel.

Cabe señalar que la influencia que tiene la perversa aventura de supervivencia que vive el infeliz Prendrick de la mano de las criaturas feroces y dolientes de Moreau en la novela del autor argentino va más allá de la mera alusión filial a la que se refiere Borges o a la mera inspiración del título —fonética y morfológicamente, de «Moreau» a «Morel» solo hay un paso—. Existen entre ambas obras paralelismos —intertextualidades, dice Julia Kristeva— tan apasionantes, que únicamente se explican por una inequívoca admiración y tributo del escritor argentino hacia el padre de la ficción científica. La potencia de la creación que abre Bioy hacia la libertad de una trama de suspense se resuelve a través de diferentes variantes: Edward Prendrick consigue evadirse del clima deletéreo de la espantosa isla de Moreau, mientras que el fugitivo de La invención de Morel se deja seducir por la máquina de repetición, creadora de clones a partir de la absorción y ulterior eliminación del modelo original. El genio anticipador de Wells, cuya novela constituye un alegato contra la manipulación científica incontrolada, no pudo encontrar un epígono más satisfactorio que el creador argentino. Es decir, Prendrick, el náufrago de Wells, abandona la isla en un bote: los razonamientos científicos pero inmorales de Moreau no han hecho mella en él:

Cuando vi que se acercaban a aquellos restos miserables lanzándose gruñidos amenazadores y mostrando sus dientes blancos, un espantoso horror sucedió a mi repulsión. Les di la espalda, recogí la vela y me hice a la mar sin atreverme a mirar atrás.

Por el contrario, el protagonista de La invención de Morel —cuyo nombre Bioy omite— toma la decisión de instalarse definitivamente en la misteriosa isla habitada por dobles, pasando a engrosar él también su número al permitir que la máquina instalada en el sótano del museo e inventada por Morel duplique su persona:

Aún veo mi imagen en compañía de Faustine. Olvido que es una intrusa; un espectador no prevenido podría creerlas igualmente enamoradas y pendientes una de otra. Tal vez este parecer requiera la debilidad de mis ojos. De todos modos, consuela morir asistiendo a un resultado tan satisfactorio.

Bioy nunca nos facilita el nombre del evadido, quizá porque su entidad posea menos razón de ser que la de los habitantes, imágenes de la isla, de quienes conocemos casi todos sus nombres, incluso de personajes que apenas poseen casi todos sus nombres, incluso de personajes que apenas poseen una mínima relevancia. Así, se nos habla de Faustine, Morel, Haynes, McGregor, Dora, Alec, Stoever, Irene, etcétera.

Lo fantástico venido de las islas

Para elaborar ideas fantásticas y hacérselas creíbles al lector, el autor de ficción ha de partir de una premisa fundamental: lo fantástico es la hipótesis sobre lo insólito. Esta idea rige el entramado de ambas novelas, cuyo estilo aparece dominado por un lenguaje mesurado, y produce un admirable e inquietante fruto. El lenguaje sin barroquismos se adscribe al más depurado clasicismo en el que la imaginación convertida en epicentro de un magma de ideas —pero sobre todo de sensaciones— tiene un aire vertiginoso que podríamos llamar lírico. Bioy practica, en gran medida, la reelaboratio o contrafactum renacentista del libro de Wells. El autor de Plan de evasión es, en realidad, un humanista anacrónico, seguidor de Tomás Moro, el último epígono del Renacimiento, a cuya isla de Utopía da la vuelta.

Imágenes del dolor, reflejos de la duda

La impresionante sucesión de imágenes alucinatorias en ambas obras constituye un punto de convergencia importante y un testimonio de unos principios estéticos compartidos:

Seguí adelante. El color (cuenta Prendrick) desapareció del mundo, las copas de los árboles se perfilaban sobre un cielo azul luminoso, como dibujadas a tinta, y más abajo su silueta se fundía en una oscuridad informe […]. Un débil crujido a mi derecha me atormentaba. Al principio pensé que era el fruto de mi imaginación, pues en cuanto me detenía todo quedaba en silencio, salvo las copas de los árboles mecidas por la brisa de la tarde […] cuando reanudaba la marcha oía un eco a mis pisadas […] volviéndome de improviso cada cierto tiempo para sorprender a ese algo (si es que existía), en el preciso momento de lanzarse sobre mí.

(Wells, op. cit., p. 64)

La vida de fugitivo me aligeró el sueño: estoy seguro de que no ha llegado ningún barco, ningún aeroplano, ningún dirigible. Sin embargo, de un momento a otro, en esta pesada noche de verano, los pajonales de la colina se han cubierto de gente que baila […]. Desde los pantanos de las mezcladas veo la parte alta de la colina, los veraneantes que habitan el museo. Por su aparición inexplicable podría suponer que son efectos del calor de anoche, en mi cerebro; pero aquí no hay alucinaciones ni imágenes: —hay hombres verdaderos, por lo menos tan verdaderos como yo.

(Bioy Casares, op. cit., p. 95)

La apertura interpretativa, sugerida desde el primer momento por la vaguedad y la inconcreción, conduce al lector a la convicción de que no existe la certeza, sino la posibilidad, inmersa siempre en lo mágico, lo maravilloso, lo sobrenatural, lo fantasmagórico… Los esfuerzos de ambos autores se encaminan a la creación de un microcosmos alucinógeno, reflejo a su vez de un macrocosmos aún más desconcertante: la cotidianidad del mundo real, siempre aterrador. No en vano en las dos novelas se afronta una crítica social muy del gusto wellsiano, personificada en un controlador de almas, Moreau y Morel, y un colectivo subordinado a un modo de vida absurdo e irracional, conformado por los monstruos creados por el doctor Moreau y los dobles materializados por Morel.

Queda claro, pues, el rasgo de la siembra de la duda en el lector como parte de la misión del escritor de literatura fantástica y de ficción científica. Esta actitud del autor debe ir acompañada de una complicidad del lector ante lo imposible, conocedor de que los parámetros establecidos acerca de las esferas y leyes universales quedan en suspenso. La retórica de la fantasía, como la escrita por W.R. Irwin,7 recomienda en estas obras literarias la coexistencia de lo imposible con lo posible en el mundo fantástico, para que la transición entre realismo y fantasía se produzca de una forma más suave y verosímil. Allí donde aún no ha llegado la ciencia, ante la perplejidad, el escritor inventa una hipótesis a la que siguen siempre las sombras del miedo y de la incertidumbre, apenas acalladas por la soberbia científica:

Aunque supongo que el terror de aquella isla no me abandonará nunca, a veces se oculta en lo más recóndito de mi mente: una nube lejana, un recuerdo, una tenue desconfianza; pero hay momentos en que la nubecilla se extiende y oscurece todo el cielo. Entonces miro a la gente que me rodea y el miedo se apodera de mí.

(Wells, op. cit., p. 181).

Nuestros hábitos suponen una manera de suceder las cosas, una vaga coherencia del mundo. Ahora la realidad se me propone cambiada, irreal. Cuando un hombre despierta o muere, tarda en deshacerse de los terrores del sueño, de las preocupaciones y de las manías de la vida. Ahora me costará perder la costumbre de temer a esta gente.

(Bioy Casares, op. cit., p. 151).

Los fragmentos citados anteriormente nos dan la clave de cómo ha leído un escritor argentino a otro británico. Con la misma intención de configurar una dimensión paralela a la real, igualmente torcida, ambos hacen de la literatura una necesidad de explicar las perplejidades y agresiones de una sociedad que un día terminó por desviarse. Sin embargo, si bien se aprecia en el relato de Wells un tono de ansiedad, en el de Bioy esta deja paso a la fascinación de un tono narrativo ciertamente despreocupado, que conduce la acción por derroteros más reflexivos, menos apremiantes. No obstante, ambos se encaminan a suscitar en el lector una sensación de incertidumbre, en la linde nunca bien definida que separa el mundo real de la irrealidad, representada por los acontecimientos delirantes que ocurren en una isla.

Para Trinidad Barrera «la fantasía de Bioy se enraiza en el mundo físico, matemático o filosófico y no el de fantasmas u horrores. Fantasía pero también realidad, temas científicos más problemas de la condición humana, difícil maridaje el que logra Bioy […]”. El realismo es un ingrediente fundamental que conduce a la verosimilitud de la ficción y, en el caso de lo fantástico, a la paulatina racionalización de lo imposible o lo improbable. El recurso de la explicación científica resulta, en este caso, casi obligado; en estos términos se explica Moreau en la novela de Wells ante el atónito náufrago Prendrick:

–Sí. Las criaturas que usted ha visto son animales viviseccionados y vueltos a esculpir para darles nuevas formas. A ello, al estudio de la plasticidad de las formas vivas, he dedicado mi vida. He estudiado durante años y mis conocimientos han aumentado poco a poco […]. Todo estaba ya en la anatomía práctica hace ya años, pero nadie se atrevió a intentarlo. No es sólo la forma exterior de un animal lo que puedo transformar. La fisiología, el ritmo químico de la criatura, también pueden ser susceptibles de una transformación duradera, muestra de lo cual son las vacunas y otros métodos de inoculación con materia viva o muerta que sin duda le serán familiares.

(Wells, op. cit., p. 98).

Tras los pasos de Wells, Aldous Huxley en Un mundo feliz (1932) volvió sobre la posibilidad de una alteración en la cadena evolutiva por obra del hombre, dividido a través de la manipulación genética en cinco castas: los alfas se situarían en la cúspide —como Moreau y Morel—, seguidos de los betas, los gammas, los deltas, hasta llegar a la mano de obra, los necios epsilones, desprovistos prácticamente de inteligencia. Morel, el inventor barbudo de la novela de Bioy, en un plano de superioridad cercano al de los alfas de Huxley, comunica así su descubrimiento al resto de los habitantes de la isla, ignorantes todavía de su clonación:

La ciencia, hasta hace poco, se había limitado a contrarrestar, para el oído y la vista, ausencias espaciales y temporales. El mérito de la primera parte de mis trabajos consiste en haber interrumpido una desidia que ya tenía el peso de las tradiciones y en haber continuado, con lógica, por caminos casi paralelos, el razonamiento de los sabios que mejoran el mundo […]. Me puse a buscar ondas y vibraciones inalcanzadas, a idear instrumentos para captarlas y transmitirlas. Obtuve, con relativa facilidad, las sensaciones olfativas; las térmicas y las táctiles propiamente dichas requirieron toda mi perseverancia […]. Dirigí esta parte de mi labor hacia la retención de las imágenes que se forman en los espejos.

(Bioy Casares, op. cit., p. 155).

Ambos autores, Wells y Bioy, orientan la rigurosa mecánica del método deductivo hacia el afán de inmortalidad, común en ambos creadores: Moreau pretende perpetuarse en la memoria de sus «logros» y Morel busca el reconocimiento en su fábrica de dobles; así se refiere Moreau a sus deseos de ser reconocido por la comunidad científica:

Me tomé unos días de descanso y, aprovechando un estado de ánimo favorable, me dispuse a escribir un informe sobre el asunto para despertar a la fisiología inglesa.

(Wells, op. cit., p. 105).

Morel aprovechó su propia muerte y la de sus amigos para confirmar los rumores sobre la enfermedad que tendría el deletéreo vivero en esta isla; rumores ya difundidos por Morel, para proteger su máquina, su inmortalidad.

(Bioy Casares, op. cit., pp. 178-179)

Un punto de divergencia significativo en el talante, indudablemente siniestro, de estos personajes al margen de la ley es el que toca a la propia realización del experimento: Morel, antes de hacerlo con el resto de la tripulación, ha experimentado consigo mismo y, de resultas de ello, su verdadero yo ha muerto en cuerpo y alma, transformado en una imagen repetida. Por el contrario, el darwinista doctor Moreau, uno de los personajes con menos escrúpulos que hayan deambulado alguna vez por la literatura fantástica, manipula la vida de animales inocentes; tortura, mata y abandona a su suerte a las víctimas de sus experimentos cuando estos no han dado buenos resultados ni han entrado a formar parte de sus destacados triunfos científicos:

Comencé con una oveja y la maté al cabo de un día por un desliz del escalpelo; cogí otra oveja y la dejé encerrada hasta que cicatrizó. Al terminar el trabajo me pareció bastante humana, pero cuando volví a verla me sentí decepcionado […]. Cuanto más la miraba, más torpe me parecía, hasta que, al final, decidí librar al monstruo. Estos animales sin valor, estos bichos obsesionados por el miedo y movidos por el dolor, sin siquiera una chispa de espíritu luchador para hacer frente al tormento, no sirven para crear un ser humano.

(Wells, op. cit., p. 103).

Con la independencia más radical, el doctor Moreau se enfrenta a la sociedad humana occidental mediante con su particular Ley, una parodia que recuerda a los preceptos cristianos. Moreau se erige así como el dios de esas criaturas desventuradas, tras corromper «sus reducidos cerebros, inculcándoles una especie de devoción hacia sí mismo» a través de un patético decálogo:

—No caminarás a cuatro patas; esa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

—No sorberás la Bebida; esa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

—No comerás Carne ni Pescado; esa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

—No cazarás a otros Hombres; esa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

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—Suya es la Casa del Dolor.

—Suya es la Mano que crea.

—Suya es la Mano que hiere.

—Suya es la mano que cura.

—Suyo es el resplandor del rayo.

—Suyo el profundo del mar […].

—Suyas son las estrellas del cielo.

(Wells, op. cit., pp. 83-84)

Morel también plantea una trasgresión de la naturaleza al desafiar las leyes físicas con su máquina de copiar gente Este aspecto sectario y dogmático es prácticamente inexistente en La invención de Morel, en la que el creador se sitúa al mismo nivel de lo creado, comparte sentimientos con sus creaciones, sentimientos que se repiten cíclicamente, ya que, como sabemos, su existencia clónica consiste en una eterna redundancia periódica de actos; Morel incluso es capaz de vincular su destino al del resto de los habitantes de la isla. Cuando el protagonista descubre a Morel, este se encuentra conversando con Faustine, una atractiva clon de la que se enamora el fugitivo náufrago y que encuentra atrayente a Morel y a la que el protagonista acusa interiormente de practicar un juego «insoportable, casi grotesco». Más dolorosa que la destructiva máquina de clones le parece al protagonista la relación de Morel con Faustine y con la ansiedad que le produce su visión llega a olvidar el terror de la clonación.

Una cuestión de estilo: la filiación de la diferencia

Tanto el libro de Wells como el de Bioy constituyen, además de un notable ejemplo de literatura fantástica, la base de una rigurosa reflexión moral acerca de la condición humana. Los autores promueven una velada crítica a la organización social y la correspondencia existente entre ambas reflexiones no se apoya sólo en la descripción de analogías temáticas o de inspiración, sino en un tono que atañe al trasfondo distópico que subyace en la invención y trama narrativa, en el borrador poético que la memoria descubre como forma característica común a estas obras.

Lo primero que salta a la vista es que la técnica literaria de Wells ofrece el desnudamiento de lo accidental, una abstracción edificada sobre el contraste entre el mundo interior y el que ofrecen los sentidos, entre la conciencia y las quimeras exteriores a ella. Este sentido circular es más evidente en La invención de Morel, en la que al ser sus protagonistas clones repetitivos, vuelven a representar una y otra vez los mismos movimientos, e emitir los mismos mensajes. Para ello, Wells se sirve del método mostrativo: el protagonista principal coincide la voz del narrador —homodiegética—, se presentan determinados hechos a la consideración del lector, el lector se guía por las indicaciones del autor, se muestran otras posibles alternativas al hombre que nunca se ha atrevido a explorar, el protagonista se complace en el autoengaño, su conciencia se acomoda a las circunstancias, etcétera.

El sentido en ambas novelas es circular: su discurso narrativo empieza y termina en la deletérea atmósfera de la isla. La conciencia de los protagonistas-narradores, Prendrick y el prófugo, se transforma desde su llegada a la isla según los parámetros ambientales que la rigen. Son cautivos de un presente que viven, turbio y desconcertante, lidiando con una trama social convulsa, con un mundo que corre en dirección contraria a sus deseos, pero que acabará tentando a uno de ellos —el protagonista de La invención Morel— con el ofrecimiento de partir hacia un tiempo que no le obligue a ir hacia atrás o hacia adelante: la avanzada «en espiral» hacia la eternidad que proporciona la máquina de Morel. La perspectiva se le presenta como una superación tentadora del estado de crispación y desequilibrio emocional en que vive en la isla, ora escondido en las aguas turbias de los pantanos, ora esquivando fugazmente entre las columnas a los habitantes periódicos del museo.

Los caminos de lo fantástico en H. G. Wells y Bioy Casares

Todorov en su Introducción a la literatura fantástica (1970) caracteriza lo fantástico narrativo mediante los siguientes parámetros: el grado de perplejidad frente a un hecho increíble y la indecisión del lector entre elegir una explicación racional, realista de las cosas y los hechos del mundo o una aceptación de lo sobrenatural.10 La duda, entonces, ha de perdurar en el lector más allá del hecho literario; es un mero pretexto, en el fondo, al que el lector se asoma para contemplar un delirio, una fábula que tiene mucho que ver con la vida. El sabotaje de la realidad y de sus hábitos es un puro juego imaginativo y oscilante, tras el cual subyace una trama de sobreentendidos. Volviendo a las características con que Todorov define lo fantástico se puede apreciar que tanto La isla del Dr. Moreau como La invención de Morel cumplen el primer rasgo de lo fantástico, el de la perplejidad de lo increíble, y convergen también en el segundo, el de la difícil decisión entre el racionalismo o lo sobrenatural. Wells describe el proceso de inserción y extirpación de tejidos y órganos en los animales de una manera realista, científica, diríamos incluso que demasiado cruda, ya que Moreau considera el dolor como algo superficial y subsidiario. El experimento de Moreau consiste, como sabemos, en la cruel transformación quirúrgica, sin anestesia, de animales en hombres. El fugitivo de Bioy describe también con extremado realismo los efectos que la máquina causa en el cuerpo de los demás y en el suyo propio:

—[La isla] es el foco de una enfermedad, aún misteriosa, que mata de afuera para adentro. Caen las uñas, el pelo, se mueren la piel y las córneas de los ojos, y el cuerpo vive ocho, quince días. Los tripulantes de un vapor que había fondeado en la isla estaban despellejados, calvos, sin uñas —todos muertos—, cuando los encontró el crucero japonés Namura. El vapor fue hundido a cañonazos.

(Bioy Casares, op. cit., pp. 94).

—Casi no he sentido el proceso de mi muerte; empezó en los tejidos de la mano izquierda; sin embargo, ha prosperado mucho; el aumento del ardor es tan paulatino, tan continuo, que no lo noto.

Pierdo la vista. El tacto se ha vuelto impracticable; se me cae la piel; las sensaciones son ambiguas, dolorosas; procuro evitarlas.

Frente al biombo de espejos, supe que estoy lampiño, calvo, sin uñas, ligeramente rosado. Las fuerzas disminuyen.

(Bioy Casares, op. cit., p.184)

Por su parte, Bellemin-Noël consideraba ya en la década de los años veinte como rasgo fundamental de lo fantástico la «irrupción de lo inadmisible, de lo irracional»11 y Ana María Barrenechea incluye en la literatura fantástica aquellas obras que «ponen el centro de interés en la violación del orden terreno, natural o lógico» y lo enfrentan así a lo sobrenatural e irreal.12 En su Retórica de la fantasía, Irwin distingue entre literatura fantástica, que es el ámbito propio de la incertidumbre, y literatura de fantasía, que exige una complicidad del lector ante lo imposible: en este sentido, La isla del Dr. Moreau pertenecería al género «fantástico», pues no requiere de un lector cómplice, quien lee una historia desde un punto de vista aséptico; en cambio, la novelita de Bioy busca un lector cómplice y las andanzas de su fugitivo por la isla pertenecerían, por lo tanto y según Irwin, a la literatura de fantasía. Lamentamos no compartir esta dicotomía con Irwin, pues la complicidad o no del autor con el lector marcaría un rasgo —como mucho— de carácter estilístico, no genérico.

Nos parece más adecuada la clasificación de la literatura fantástica realizada por Borges, según la temática de la obra: de metamorfosis (La metamorfosis, de Kafka), de la identidad y del doble (Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson y El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde), de la casualidad fantástica (Las mil y una noches), del tiempo (La máquina del tiempo, de H. G. Wells), de ciencia ficción (La Nueva Atlántida, de Bacon, y El hombre invisible, de H. G. Wells), de interferencias sueño-vigilia y de ultratumba (La divina comedia, de Dante). Las novelas de Wells y de Bioy pertenecerían, atendiendo a esta clasificación, al género de la ciencia ficción; el propio Borges recuerda una opinión de Wells sobre cómo una novela fantástica debía mostrar solo un hecho fantástico para mantener el resto de los hechos inmersos en la gris monotonía de la cotidianidad. Así, afirma Borges, lo fantástico resultaría aún más creíble.13

Lo anímico en lo fantástico

Pero en lo fantástico no debemos olvidar que también hay enfrentamiento. En la literatura fantástica se pueden encontrar las consecuencias apocalípticas que surgen de la confrontación de lo real y lo sobrenatural, por cuanto «lo imaginario —apunta Vax— invade lo real y nos amenaza» a través del caos y el desorden.14 El escritor de literatura fantástica vierte en la ficción algunas de sus obsesiones y temores: a la manifestación estética le acompaña la anímica. Sus visiones complementan el punto de vista cognoscitivo que rige habitualmente su vida y la de los lectores. Por ejemplo, el símbolo de las aguas marinas que rodean las islas de Wells y de Bioy, separando dos orbes que a la vez se imbrican y complementan pero que no encajan, produce desasosiego. Produce terror y, a la vez, angustia del ser, descubre el sinsentido del mundo: la belleza de la literatura fantástica aspira a provocar un placer estético de las obsesiones poéticas en el lector. Hay un estremecimiento vinculado a ciertos parámetros estéticos que expresan sus protagonistas:

Lo miré [dice Prendrick refiriéndose a Moreau] y solo vi a un hombre de pelo blanco, rostro pálido y mirada tranquila. Si no fuera por su serenidad, por ese toque casi de belleza que se derivaba de su tranquilidad, y por su majestuosa figura, podría haber pasado inadvertido entre un centenar de decentes y ancianos caballeros. Entonces, me estremecí.

(Wells, op. cit., p. 108).

Morel, mundano hombre de ciencia, cuando deja los sentimientos y entra en su valija de cables viejos, logra mayor precisión; su literatura continúa desagradable, rica en palabras técnicas y buscando en vano cierto impulso oratorio, pero es más clara.

(Bioy Casares, op. cit., p. 154).

El cientifismo trata de dar una interpretación lógica de los hechos y, sin embargo, estos sobrepasan todo intento de explicación, a menos que el lector haga uso de lo fantástico. Para Wells y Bioy, la búsqueda de la realidad implica también la de su espejo literario, el de la fantasía, y en La invención de Morel, el argentino procede a remodelar la realidad, previa aceptación de «lo asombroso», en palabras de Ofelia Kovacci.15 La literatura de Bioy, según Kovacci, sería «una gnoseología con técnicas casi científicas, que recurre a especulaciones metafísicas y a cualquier dato de la realidad cotidiana y de lo imaginario». La búsqueda de verdades inmutables, del descubrimiento, es sancionada por Wells con un resultado negativo, y por Bioy matizado y redimido hasta cierto punto de tanta negatividad. La posibilidad mínima del hallazgo científico es la que anima al genio del científico loco, un personaje imprescindible de cierta literatura fantástica. Bioy crea entonces un mundo paralelo, otro mundo, a partir de una proyección mental articulada en una temática preñada de sugestiones e interpretaciones que confluyen en la figura del fugitivo. La muerte se irá haciendo más palpable a medida que avanza el relato, entretejida siempre en la historia de amor no correspondido, el que siente por Faustine. La inmortalidad todavía sigue sin ser patrimonio del hombre, sino de su creación, de las imágenes proyectadas por la máquina: es, pues, una falsa inmortalidad.

Sin embargo, este amor se presenta en su forma más depurada y platónica: Faustine no tiene conciencia de la existencia de un admirador tan rendido, ya que pertenecen a dos mundos distintos, a dos niveles superpuestos. Entonces, el protagonista hace una donación: entrega su cuerpo y su espíritu a la máquina de Morel, lo que significará para él una nueva vida en plenitud, junto a Faustine; una salida digna del mundo real, en definitiva, para un alma atormentada, y una incorporación ad infinitum al mundo de las imágenes eternamente multiplicadas, para siempre repetidas.

El nuevo espacio, la nueva dimensión creada a partir de la máquina de clones plantea un modelo que da consistencia al mundo insular, un mundo cerrado, en cualquier caso, y cercado por el mar, por barreras que son, paradójicamente, proporcionadas por el mundo natural. En ese ámbito de lo posible que proporciona la ficción se mueven con gran comodidad Moreau y Morel.

La simbología de lo siniestro en la isla

En un ámbito tan fantástico como este, el autor busca puntos de referencia para su personaje vinculados a la realidad, según Kovacci «razonamientos, análisis de situaciones, estadísticas y ordenación de datos»,16 a manera de asideros firmes para tomar un primer contacto con un entorno huidizo. La base real acerca la acción del relato y lo sitúa en un ámbito familiar; sin ir más lejos, Borges, comentando uno de los relatos de Wells, «The Croquet Placer», escribe: «Wells describe una región de pantanos envenenados en la que ocurren hechos atroces; esa región es Londres o Buenos Aires, y los culpables somos tú y yo».17

El escritor inglés, de hecho, ejerció una gran influencia no solo en Bioy, sino en todo el ámbito de habla española, especialmente en la década de los años treinta. Para Levine, el discurso de la ciencia ficción de Wells no solo da como fruto el desarrollo de la «ficción fantástica» en Bioy, sino también la utopía —más bien distopía—, y nada menos que el género pastoril y el romance. Aunque nos parece exagerada esta descendencia genérica, sí es cierto lo que apunta Borges respecto a que «más allá de los ropajes científicos» la novela alcanza «un simbolismo casi místico». Levine va más allá y sugiere el renacimiento en la novela de Wells del mito del árbol de la ciencia, un mito que, en cualquier caso, conlleva un final trágico: la muerte, la de Moreau y la de Morel. Cuanto más audaces y desafiantes se sienten los científicos ante las leyes de la naturaleza, más estrepitoso y patético resulta su fracaso. En Wells, la utopía proyectada de la isla resulta francamente grotesca y vira inmediatamente al infierno distópico, símbolo del engaño. En la novela de Bioy, resulta obvio que el paraíso isleño al que el hombre aspira simboliza también su aislamiento. El prófugo, que escapa de una celda externa, es finalmente prisionero de sus propias visiones isleñas, febriles, desagradables, desasosegantes, incómodas, no exentas de ironía… conducentes en última instancia a la pesadilla de la clonación:

La capilla es una caja oblonga, chata (esto la hace parecer muy larga). La pileta de natación está bien construida, pero, como no excede el nivel del suelo, inevitablemente se llena de víboras, sapos, escuerzos e insectos acuáticos […] Tiene un hall con bibliotecas inagotables y deficientes: no hay más que novelas, poesía, teatro […] Las habitaciones son modernas, suntuosas, desagradables […].

(Bioy, op. cit., pp. 99-101)

Se ha dicho también que el proyecto de imágenes clonadas de Morel podría tratarse de un experimento literario del propio Bioy Casares. Bien podría ser. Lo que está claro es que Wells forja una metáfora alegórica, no un ejercicio de técnica narrativa —lo decimos sin desdeñar el contenido alegórico del argentino, al revés—, una burla ácida sobre los métodos científicos que se aplicaban a finales del siglo xix. En cualquier caso, el contenido simbólico en ambas obras es innegable.

El diario isleño

La letra del diario del fugitivo de Bioy, que recuerda al del protagonista de Wells, evoluciona a la par que los acontecimientos y cambios experimentados en la isla a la que ha ido a parar a bordo de un exiguo bote. Bioy deja entera libertad al lector a través de una obra abierta llena de sensaciones, una pluralidad de significados que se encaminan a conformar la sensación de duda y de ambigüedad que acompaña a todo el relato: el hombre es hombre en tanto en cuanto es capaz de cuestionar su entorno y su propia existencia. Esa filosofía asentada sobre la duda produce, en ambos casos, un admirable e inquietante fruto.

La novela del escritor argentino sorprende por el firme armazón de su técnica narrativa, asentado en un cuidadoso desorden muy del gusto fantástico. Bioy no prescinde de ninguna de las referencias en las que ha de sustentarse un sólido entramado novelesco ni de la original y eficaz intersección de voces —la del protagonista, la de Faustine, la de Morel— que se cruzan para exponer y justificar los esenciales motivos del diario del condenado evadido, sin olvidar las oportunas elipsis. El diario se convierte así en el mediador de la construcción de un pasado colectivo que se hace presente en sus páginas, en el acto de su lectura, y eje del movimiento que proporciona el añadido emocional de las subtramas de fluctuaciones sentimentales que jalonan la historia. Sobre este mantillo de vaivenes emocionales de los tres personajes vierte Bioy los moldes literarios que en 1896 formulara bajo la especie de preguntas y objeciones a la ciencia y a la sociedad inglesa de su tiempo Herbert George Wells.

Porque más allá de la estampa de costumbres fantásticas, el valor de estas dos novelas hermanas reside en la introspección de la conciencia, en la valentía de aventurarse en el terreno de las incertidumbres, sin importarle al autor si lo que se nos está contando forma parte de lo real, pues se trata de obras que están concebidas a modo de apólogos que parten de situaciones límite. Su fin ulterior acaso sea denunciar el funcionamiento de la vida cotidiana. Este ámbito, tan querido por la novela de ciencia ficción, es aprovechado para descubrir los mecanismos de la sociedad sorprendida en su cara oculta, en su faceta más terrorífica, sórdida y manipuladora de conciencias. La falta de una explicación medianamente coherente dada al protagonista acerca de los singulares sucesos que se producen en la isla enlazan, por ejemplo, con el simbolismo de Kafka en novelas como El proceso y El castillo, sin olvidar que el propio Kafka fue un precursor del relato fantástico y de ciencia ficción con La metamorfosis.

Luis Alonso Girgado escribe a propósito del ingrediente psicologista de lo fantástico respecto a la realidad extraordinaria: «Podía ser interpretada como ilusión visionaria de nuestra mente y, en cuanto tal realidad se revestía de apariencias de cotidianidad, se sospechaba lo que de misterioso o inquietante —turbador— había tras su apariencia […]. Lo fantástico deviene interiorización anímica, conjetura mental y psicológica».18 Parece adecuado, efectivamente, interpretar gran parte del discurso de lo fantástico como una alegoría crítica del mundo real, en el que hay leyes naturales que son inviolables y que, sin embargo, hacen tambalear al hombre merced a sus alucinaciones o espectros interiores. Entonces lo «invisible» pasa al plano de lo visible.

Ambos protagonistas, Prendrick y el prófugo, no son solo meros observadores, sino que anotan la materia narrativa que el lector tiene ante sus manos. Prendrick escribe la crónica de su aventura.

[…] prefiero no hacer una crónica de ese lapso de tiempo y relatar solo un incidente crucial de los diez meses que pasé en compañía de estos brutos semihumanos. Me dejaría cortar la mano derecha para olvidar muchas cosas que han quedado grabadas en mi memoria y sobre las que podría escribir. Pero no añaden nada a la historia.

(Wells, op. cit., pp. 167-168).

Escribo esto para dejar testimonio del adverso milagro. Si en pocos días no muero ahogado o luchando por mi libertad, espero escribir la Defensa ante sobrevivientes y un Elogio de Malthus.

(Bioy Casares, op. cit., p. 93).

Como se ve, el recurso de dejar testimonio de los acontecimientos vividos no deja de ser un coadyuvante de esa atmósfera científica.

La conexión de Bioy con los paisajes wellsianos continúa en Plan de evasión (1945) y en el relato «De los reyes futuros», perteneciente a La trama celeste (1948). En este, las imprevisibles consecuencias de los experimentos de un naturalista dan lugar a unos resultados similares obtenidos por el maquiavélico Moreau. Veamos un fragmento de este cuento, fundamental para entender la influencia de Wells en Bioy, en el que Marcos, el biólogo sin escrúpulos, pone al corriente del resultado de sus experimentos al protagonista:

¿Recuerdas nuestro entusiasmo, cuando descubrí a Darwin? ¿La infinidad de libros sobre la evolución que leí en pocos días? Muy pronto concebí esta esperanza: la evolución impuesta a una especie, a través de milenios, por la ciega acción de la naturaleza, podría lograrse en pocos años, por una acción deliberada. El hombre es un resultado provisorio en una senda evolutiva. Hay otras sendas: las de otros mamíferos, la de los pájaros, la de los peces, la de los anfibios, la de los insectos… En las hormigas vencí el instinto gregario; ahora construyen hormigueros individuales. Pero nuestra obra maestra son las focas. Hemos torturado animales jóvenes —para determinar qué podía conseguirse de una atención siempre despierta—, hemos actuado sobre células y embriones, hemos comparado los cromosomas de los fósiles congelados de Siberia. Pero no era suficiente obrar sobre individuos; debíamos establecer costumbres genéticas.19

Las barreras entre la ficción y la realidad son permeables; en La isla del Dr. Moreau y La invención de Morel esa barrera apenas existente desdibuja hasta dónde llega el referente abstracto y hasta dónde el naturalista. En H. G. Wells y en Adolfo Bioy Casares esta incertidumbre es aprovechada para formar sus mundos literarios, a cuál más rico y espléndido. El cientifismo de Wells que deja la puerta abierta a la ambigüedad y al terror es aprovechado por Bioy y llevado a sus últimas consecuencias irónicas y alucinatorias. El flujo de lo fantástico se niega a encauzarse hacia un sentido unívoco.

La articulación de un sistema simbólico de imágenes, sensaciones y percepciones se encamina en gran parte a una aplicación crítica e inmediata a la sociedad de su tiempo y, a medida que nos acercamos a las fronteras científicas de la clonación, muestran su inmarcesible validez. ¿La eugenesia equivocada de Wells y la clonación eterna y repetitiva de Bioy no son acaso dos caras de la misma moneda genética? El realismo de lo fantástico se convierte en un elemento imprescindible a la hora de afrontar un relato de estas dimensiones; el hombre es una pervivencia sucesiva de las impresiones que ha recibido a lo largo de su vida y esas impresiones nacen del contacto con el mundo real. De lo único que puede estar seguro es del melancólico y escéptico realismo de su propia existencia. Lo que ocurra ya dentro de su mente… dejémoslo en manos de la literatura fantástica. ■ ■


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