Autor: 24 abril 2008

Fernando Sánchez Alonso

A Susana, que me dio la tierra

El sábado 26 de agosto de 1950 se despidió de su hermana, y mientras recorría el pasillo de casa fue eligiendo, entre la pipa que le colgaba de los labios y que decidió concederse, para suprimir sospechas, para hacer coincidir la novedad que lo esperaba con la apacible rutina diaria, unas palabras que hablaban vagamente de cierta excursión al campo. «Volveré el domingo», dijo entre una bocanada atolondrada de humo. Luego cogió las maletas y abrió la puerta. Pero en vez de dirigirse a la estación, echó a andar, resueltas y brillantes las punteras de los zapatos, al hotel Roma, aceptando en el camino, y ya para siempre, el bochorno del verano, la ruina de sus cuarenta y dos años, el arrepentimiento de haber pagado como precio por malvivir la soledad, la extrañeza, la resignación de no creer en ninguna esperanza, solo un inútil éxito literario, todas esas maneras de ser Cesare Pavese.

Sin embargo, en el último momento lo refrena una duda o un escrúpulo, y en la habitación del hotel realiza varias llamadas telefónicas. Pavese traga, como puede, saliva. Hay un silencio profundo en la calle. La luz se adelgaza en los listones de las contraventanas y se detiene delante de las punteras de los zapatos. Pavese gira otra vez el pulgar entre el disco del teléfono, habla, calla, finge entender, sacude la cabeza, cuelga. Esta tampoco puede o quiere ir, y él suspira dentro de la camisa empapada del sudor del miedo. Escribe algo en una hoja de papel. La claridad de la tarde ha cubierto ya los zapatos y asciende por los flecos de la colcha de la cama. Cae al suelo un poco de tabaco quemado. La última mujer ha sido menos indulgente o más sincera que las otras. «No voy porque eres un muermo y me aburres», le ha dicho.

A la mañana siguiente, un camarero del hotel, al insistir con los nudillos cada vez más asustados y no recibir respuesta, solo el silencio grande de ayer que ahora va saliendo poco a poco por debajo de la puerta, decide forzar la cerradura. Tumbado en la cama, hay un hombre completamente vestido, pero sin zapatos. En la mesilla, varios tubos vacíos. El camarero nunca sabrá que Pavese ha repetido con esmero la misma forma de suicidio que la mujer de su novela Tra donne sole. Solo que esta vez los somníferos eran de verdad y la muerte ha llegado en serio.

Pero yo no soy como te pertenezco.

Hoy también es 26, aunque de diciembre y miércoles. Ha llovido buena parte de la noche. El aire de la mañana contiene una sugestión de frío que el sol, débil y engarañado tras las nubes abultadas y grises, no consigue atenuar. He bajado a la cocina, con el badil he retirado del hogar el rescoldo de la noche y me he dispuesto a preparar la lumbre, para que esto esté caldeado cuando Susana despierte. Tarea difícil, porque la leña se ha calado hasta los huesos de madera vieja y no hace más que estornudar humo oscuro y mohíno. Paciencia. Después de varios intentos y unas cuantas maldiciones de las que por aquí gastan, al fin consigue prender con brío la almorzada de yesca y astillas que he echado bajo los tarugos. Parece que prospera. Y, en efecto, al cabo de unos instantes, noto con satisfacción cómo se asoma, se esconde después, se retuerce al rato y finalmente se alarga en una llama menudita, desconfiada e inexperta, de un amarillo palidísimo, por debajo de un leño. Los exabruptos y juramentos han sido mano de santo.

Fuera, detrás del cristal escarchado de la ventana en que se ajusta una estampa de ribazos y labrantíos, se oye el jolgorio de los pardales, posados en las ramas más altas del albaricoquero del corral. Y por encima de ese estrépito, de ese murmullo de aguas invisibles, más allá, en la altura, los mirlos afinan su canto rozándolo contra el viento que pasa por entre la mañana. Salgo fuera y me acompañan al frío estos decires de Ru–ml–: «Guarda silencio. / Recuerda cuántas veces / has dejado este mundo, estos pensamientos, / y has volado a la puerta».

Y así lo hago. Hechiza, calma, suspende y maravilla este silbo del mirlo, una sola nota aguda que luego se quiebra y se arrepiente y se fragmenta en otras dos muy cortas, muy breves, abruptas y apenas formadas, como dos golpecitos negros que se detienen en el aire, hasta que un nuevo piar los sustituye o prolonga. Luego silencio. Un silencio que aprovecha el gallo para lanzar su jipío arcaico y acabar de componer la escena que tanto añoro cuando estoy en medio del bullicio de Madrid y sin memoria. Pero ahora me dejo vivir mientras avanzo por el corral con pasos mesurados, reverentes, casi procesionales, como un monje zen.

El rollizo jersey que llevo, y que a la legua trasciende a humo, no basta para defenderme del viento que baja del altozano de Toro, recorre todo el valle de la Guareña por encima de torrenteras y lavajos, se mete entre la hilera de chopos que custodian su propio reflejo mustio y temblón en las aguas del río, echa su aliento en las sementeras que aguardan y en las vides que estiran al cielo el garabato de sus sarmientos desnudos, y se queda aquí, en este pueblo o, mejor dicho, más allá, dentro de mí, en la misma nada, transfigurado para siempre en ceniza y carne. Y ahí morirá o resucitará, quién sabe si ambas cosas no son lo mismo, quién puede decir si todo, el grano y la paja, el silencio y el canto del mirlo, no son máscaras del mismo misterio que aquí traen cada mañana el pan y el aire.

Los mirlos repiten el canto, y esas notas tan hermosas han vuelto a subir y a bajar despreocupadas, sin más recompensa que su propia virtud, sin más propósito que huir a esconderse callandito y para siempre en lo profundo, perdidas entre los humeros. Esta vez el gallo no los ha retrucado desde el muladar, y, sin embargo, algo sobresalta a los mirlos y todos menos uno emprenden el vuelo exagerando el aleteo, la esquivez, y acuden a posarse quince o veinte metros más allá, sobre los cables de la luz. Todos menos uno: este pájaro solitario, este pájaro que se ha quedado y canta para su propio dios de sombra y júbilo, sin temor a la vida o al castigo, desnudo, pura nada, sin pretender dejarle un linaje al mañana o un odio al ayer, ese pájaro al que, en otro sentido, tanto se pareció Pavese.

Luego él también vuela, cuando descubre que lo estoy observando. Y eso que ha dejado el mirlo para siempre y ya no está es el viaje a la ceniza. Cómo me gustaría ahora, en medio de esta ausencia en que nada falta, saber terminar esta página sin palabras.

Pero yo no soy como te pertenezco.

El cielo, casi cubierto; no obstante, por entre los huecos de las nubes aún acierta a descender de cuando en cuando un claror metálico y desagradable, como si rebotara y cayera de un trozo de hojalata. Se apoya y avanza por entre los remiendos de cemento y el sarpullido de musgo hasta detenerse en el rincón donde se apilan los leños, la ramulla y los tarugos. Es una luz que promete o insinúa un regreso. ¿Adónde? No lo sé. Lo cierto es que, en este caso, no es a la fe o a la nostalgia, a pesar de que hace muchos años había una luz así también y una mañana en el mundo como esta. Se diría que los dioses tienen un número limitado de combinaciones y que tarde o temprano, si uno está atento, con algo de fortuna termina por descubrir las coincidencias en las diferencias. La memoria (¿o tal vez la luz?) tiene algo de caprichoso. Y digo esto porque uno, sin saber por qué, de pronto se ha sorprendido, con una vaga aprensión o extrañeza, viviendo dentro del rostro, dentro de los afanes y temores de hace diez años (¿o han pasado ya cien?), y se encuentra en aquel instante en este momento, sin acertar a distinguirse, como si el tiempo sólo fuera un eterno ahora sin importancia.

Por entonces siempre será septiembre y a uno aún le quedarán dos años para cumplir los treinta. Yo era profesor visitante o algo así —ya no me acuerdo— en lo que llamaban el Queen Mary and Westfield College. También hacía una mañana desapacible, con nubes gordas de tormenta, el viento gris intimidando la bufanda amistosa y ruda que me protegía el cuello como un río de lana, cuando de pronto me levantó en vilo una idea de Marco Aurelio mientras yo estaba frente el cementerio Novo, situado en un rincón del college, donde un cartel informaba de que ese camposanto, apenas un montoncito de pequeñas cruces ladeadas que sobresalían con esfuerzo por encima del césped británicamente cortado, pertenecía a los judíos españoles y portugueses de Londres. Esos pocos metros, que apenas abarcaban los de una pobre huertecilla, eran lo único que quedaba del cementerio primitivo, abierto en el siglo xviii. La frase del emperador romano decía más o menos: «Solo te queda, tenlo presente, el refugio que se halla en este diminuto campo de ti mismo».

Y siempre que pasaba por el cementerio —y era forzoso, salvo que a uno no le importara dar un rodeo para llegar tarde a clase—, miraba los trazos que hundían en las lápidas nombres y fechas que habían ido resecándose lentamente en el polvo, y notaba el corazón palpitando en la garganta y me acordaba de Marco Aurelio y de ciertos fragmentos de las Coplas de Jorge Manrique que por entonces andaba explicando a los alumnos en una edición bilingüe que compré en la librería Dillons durante uno de mis nada divertidos paseos por la ciudad, casi siempre bajo un sol averiado que no calentaba o bajo una lluvia blanda e hipócrita que en cambio sí mojaba, y que se parecía bastante al temperamento que se ha convenido en atribuir, no del todo injustificadamente, a los ingleses. Un nombre de aquellas lápidas, y no atinaría a decir por qué, se me quedó grabado en la memoria: el de Ana Mendoza.

O tal vez sí sabría explicar por qué. ¿Quizá porque ya sabía entonces lo que Susana y yo aún tardaríamos algunos meses en saber?

A menudo pienso que los hechos suceden mucho antes de que ocurran aquí abajo, en la ceniza y en la carne. Suceden y se completan en otra parte muchísimo antes de que se nos presenten a los ojos. Y siguen sucediendo una y otra vez, cambiando de forma, hasta que los entendemos. Tal vez por eso hoy vuelve a resonar la voz de Manrique en el canto del gallo y en la memoria se repite el Eco por un grito, el tremendo cuadro de Alfaro Siqueiros, y oigo también en la dulzura del mirlo solitario las últimas palabras que escribió Pavese mezcladas con el silencio de Ana Mendoza, aquella española judía, extranjera en un college de Londres, que tuvo una muerte sin patria y a la que la forzaron a huir de sus rancias callejuelas de Toledo con cuchillos y picas que resplandecían como truenos de sangre. Y tal vez por eso también hoy, Ana, hija mía, niña mía, porque me siento tan sin nombre como tú, me empeño en disimular la pesadumbre y en cohibir la angustia bajo una ficción o una esperanza: la de saber que, cuando regrese otra vez a Londres y nada quede, estarás tú para abrirme la puerta de tu casa y hundirnos hasta el fondo de la tierra los dos. Sé que me reconocerás. La hija que tu madre y yo, ay, no pudimos tener, la hija que se nos malogró, se iba a llamar como tú.

Susana ya ha bajado a la cocina, la oigo trajinar en la alacena, mientras el humo asciende a la nada. Ya no están los mirlos y casi no hay nitidez en la luz detrás de las nubes. No tardará en caer la niebla. «Se ha dicho la mitad de las palabras. / Guarda silencio. / No digas la otra mitad», le diré a ella cuando entre, la enlace por la cintura y la bese. Y sé que comprenderá y habrá terminado todo.

Y, sin embargo, yo no soy como te pertenezco.

Escribo reclinada la espalda en el tronco de un almendro, sintiéndome pequeño en esta llanura infinita que a buen seguro se prolonga más allá del horizonte, más allá del mundo. Aquí, en el campo, únicamente existen emociones, ni siquiera hechos. Es la tierra en su estado animal, pese a que la agricultura la ha domesticado desde hace siglos. O quizá sea por esta razón por la que le intuye uno algo sagrado, terrible, oculto. Y lo mismo me pasa con el clima de este noroeste invernizo. Ayer era bien entrada la hora de comer y aún perduraban harapos de niebla en los barbechos, en los alijares, en las josas, en las viñas, en las vaguadas donde la cebada va madurando sus briznas de un verde pequeñito y párvulo. En las cunetas de este mismo camino había una furia quieta de hielo, y las hojas de los cardos sostenían en su rigidez picuda el frío minúsculo de la escarcha. No había nadie, salvo una pareja de halcones que sobrevolaba en busca de algún ratón que echarse a las garras.

Este camino conduce al cementerio. Tampoco allí habrá nadie bajo la cruz de mármol que preside el panteón familiar y, sin embargo, me resulta imposible sentirme solo en medio de los dos cipreses viejísimos que ya estaban en la infancia de mis abuelos.

Y qué sensación al empujar la verja y ver en las flores de plástico a mi abuela Dolores en la silla de ruedas, las manos recogidas en el regazo, como si debajo protegiese con su calor a un pajarillo recién caído del nido o como si esperase con calma la llegada final de la tierra, el cuerpo ligeramente inclinado hacia un lado y ella obediente a la orden de mi madre: «Rece el rosario sin dar voces». Y vuelve a mover las palabras entre los labios silenciosos, la mirada dulcemente tranquila, como hacía tiempo que yo no se la veía, como si su demencia senil fuese un humo que ya no la toca. Y la miro otra vez a mis anchas sin que ella lo advierta, procurando guardar esa imagen, su imagen, para irla a buscar cuando ni ella ni yo ni tantos nombres estemos, y me acerco y noto su olor honrado a campo y la beso en la mejilla. Ella levanta la vista —de pronto la mirada es lúcida y tiene un porqué— y dice: «Gracias, Dios te lo pague». Y descubro que hoy la felicidad sí tiene sentido, porque se ha apagado todo y todo brilla.

Y al fin te pertenezco como soy.■ ■


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