José Carlos Llop: La avenida de la luz
Lumen, Barcelona, 2007
La avenida de la luz, tras el no muy lejano La dádiva, es el nuevo libro de poemas de José Carlos Llop. Y ya en su primera composición, «Diciembre», nos ofrece alguna de las claves, o mejor procedimientos, de su poética: esa rápida enumeración cuya eficacia reside en la connotación de la palabra desnuda y cuidadosamente elegida (técnica que empleó magistralmente Borges, y muy diferente, por ejemplo, a la enumeración caótica de Neruda); esa forma insistente «de pensar en imágenes»; el biografismo; la sentimentalidad que envuelve el poema como una atmósfera ligera; el ajuste de cuentas, benévolo más que cruel, a veces irónico, con que se mira, inventariando, hacia el pasado… «Gomila Square» llama la atención por una curiosa proyección, o juego de desdoblamiento, que tampoco, en el contexto del autor, es imprevisible: «No es cosa rara verse sin ser / el que ves. No es visión de poeta, / sino algo que está en la esencia del ser». Tiene que ver también el poema con la peculiar mitología privada (¿generacional?) de Llop: fascinación por un dandismo con el signo de lo anticuado; la imaginería que proviene del cine de género, en blanco y negro preferentemente; ambientes urbanos entre la sordidez y el hedonismo; el halo romántico de ciertos nombres exóticos (Saigón); el decadentismo («Dicen que cuando acaba una civilización / la gente se entrega a la orgía / como forma de olvido y disolución del yo»); la nostalgia que es, en el fondo, una invención del pasado; la confrontación elegíaca de dos tiempos distintos que son asimismo dos rostros y dos ciudades distintas; la fe, a pesar de todo, en la palabra, en una función, no sé si absurda o mágica, de la poesía. «Entre Oriente y Occidente» rinde tributo a esa moda (o quizás algo más, dada su persistencia) del cultivo del haiku en la poesía española. De las cuatro composiciones una de ellas está escrita en catalán y solo la última, «Lunas», conjuga armónicamente dos aspectos del haiku tradicional: lo cíclico y lo sentimental que, en este caso, guarda una estrecha correlación simbólica con lo primero. Lunas, en fin, a cuyo doble influjo se someten tanto la naturaleza como los sentimientos: hielo a punto de romper en llanto. Un poema como «Aniversario» se inicia, a modo de monólogo interior (no dramático) con la primera persona del singular para pasar inmediatamente a la segunda persona. Me parece más un descuido que atañe a la coherencia textual que un recurso orientado hacia un efecto distanciador, a la expresión de ese extrañamiento con que se manejan las nociones de tiempo, especialmente pasado y futuro. Llamativas son asimismo algunas amplificaciones o redundancias relacionadas con metáforas a las que el uso, el tópico, ha lexicalizado: «Y el presente es agua entre las manos: / se escapa demasiado rápido». «El paseo de Fragonard» sí utiliza esa técnica, tan recurrente en la poesía moderna (Eliot, Cernuda) del correlato objetivo. Nada que ver en cualquier caso con aquella pedantería irritante (culturalismo, decían) a la que nos acostumbraron algunos Novísimos. El poema (casi no importa el nombre del personaje que le presta voz) tiene la frescura de aquello que se relaciona con la vida, con algunas imágenes vivas del pasado, y también, por añadidura, con la humedad telúrica y la omnipresencia ¿simbólica? del agua. Por otra parte, si es convencional el marco que sirve al tema (el locus amoenus, el idilio que sí conecta con la pintura de Fragonard), no lo es tanto esa perspectiva que podríamos llamar erotismo de la memoria, o erotismo de viejo: «Supe de su trémula densidad, / de la fruta ofrecida, de lo oculto / desvelado. Y temblé / cuando ella comenzó a orinar».
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