Autor: 20 noviembre 2007

Aurora Luque: Carpe amorem

Selección y prólogode Ricardo Virtanen. Renacimiento, Sevilla, 2007

Dijo François Cheng en su ensayo Cinco meditaciones sobre la belleza que «cada experiencia de belleza recuerda un paraíso perdido y llama un paraíso prometido» y de esa llamada nace la poesía amorosa de Aurora Luque (Almería, 1962), acertadamente recogida y prologada por Ricardo Virtanen en el libro Carpe amorem, publicado por la editorial Renacimiento.

La antología está compuesta por poemas que parten de su primer libro (Hiperiónida, 1982) hasta inéditos, teniendo como nexo, aparentemente, el amor. Y digo «aparentemente», porque no sería justa si defino este libro como una nueva antología más de poesía amorosa, sobre todo porque el concepto de amor en la poesía de Luque está alejado de las connotaciones de las que dotamos al amor hoy en día. El Eros griego es, y así lo hilvana tan acertadamente la autora, una afirmación de vida situada frente a la muerte. También el griego moderno lo diferencia a la perfección (ο εʹρωτας—érotas— solo puede usarse en ese contexto del que Aurora Luque habla en su poesía, en lo erótico, lo enfrentado a la muerte para construirse en la luz de la vida, lo que puede acariciarse. Sin embargo, η αγαʹπη —agapi— está exiliado de esos lugares, es más la idea del amor que la constancia del amor). La dialéctica de los contrarios construye ese término tan complejo que es el Eros enfrentado a Tánatos. Y desde este lugar, desde esa lucha constante de afirmación vital nacen como tejidos, cuidadosamente, estos poemas sostenidos, delicados, sensuales y apoyados en el equilibrio de lo que es el eje central de su poesía: el mito y la realidad. Busca entre el mito del viaje de Ulises su propio lugar de regreso, lo que hace de su poesía una actualización y una utilidad contemporánea del propio mito antiguo. Recuerdo sus propias palabras afirmando que «el poema ha de dejarse contaminar por su época», lo que viene a plasmar en su obra la modernidad del mito o, por qué no, la explicación de nuestra propia historia a través del pasado bajo la relectura de la utilidad poética del tiempo del mito. No somos diferentes a Ulises, todos tenemos un poco de Ariadna o de Dido en nuestra cotidianeidad y es lo que se pretende con esta poesía: comprenderlo. En su poema «Arquitectura del deseo» escribe: «El deseo: laberinto enmarañándose desde un roce de lenguas hasta un mar que inunda islas». Y es que a veces entramos en ese laberinto después de llegar en un barco con velas negras, velas que luego olvidamos cambiar. A veces el Minotauro nos devora, o deseamos ser devorados por el Minotauro, que las alas se derritan y caer hasta que la piel se convierta en memoria, mapa de nuestro deseo, o, finalmente, deseamos habitar ese amor abandonando del laberinto: «El amor siempre está hecho del hilo de Ariadna», dice en su poema «El hilo infinito», cuando antes había plasmado con tanta verdad: «cómo pone el amor luces a un laberinto». De nuevo la vida unida a la fatalidad del deseo y la irremediable atracción que sentimos por él, por su luz, que no es cuestión de épocas, de mitos, sino cuestión de las cosas que están vivas. Y es por ello que esta poesía es generosa con el lector, ya que Carpe amorem hace lo que poca poesía consigue: no solo que la comprendamos, sino, lo más difícil, que nos comprenda ella a nosotros.

En su poema más emblemático, «Gel», la voz poética se entrega de lleno a la sensualidad del mito, confundiéndose la espuma con el esperma del dios: «De pronto el gel recuerda —su claridad lechosa, / su consistencia exacta— el esperma del mito…» La evocación es constante en la poesía de Luque, pero una evocación en absoluto asociada a los estados de inmovilidad o contemplación inerte que muchas veces la memoria hecha palabras conlleva. La nostalgia, esa palabra que etimológicamente explica un dolor por el regreso, no irradia en la poesía de Aurora una negación de poder recuperar el objeto del deseo perdido, sino que siempre tiene lugar para el regreso, y esa nostalgia, en este caso, es el viaje. La poesía de Aurora es Grecia —no solo referida a su droga o su explicación—, un lugar que conoce la vida que respiran las ruinas y el sentido que ahora tienen, los dioses que erigen, el florecimiento del deseo, la luz en el mar, el calor y la ternura de una isla, pero también la muerte que acecha. Quien conoce Grecia lo sabe.

Ante todo lo dicho, es inevitable encontrar la Ítaca de Cavafis, la ciudad que nos persigue eternamente, todo lo que de sensitivo y de reinterpretación de la historia tiene la vida para el poeta alejandrino. La poesía amatoria de Aurora se toca, se huele, se oye, se siente al fin y al cabo. Pero también se reconstruye en la figura del poeta-marinero Cavadías en su Maraboú o Traverso, cuando la poeta hace un hermoso y conmovedor homenaje, mientras lo describe como sacado de un cuadro de Tsaroujis: «Duerme, / duérmete mar abajo, pecho adentro, / toma tu camiseta roja y descolorida, / toma tus glamurosas olas engalanadas, / diles que sabes algo del sexo de los barcos».

El mar: esa extraña forma del deseo que va y viene, constantemente, desgastándonos, pero también saciando nuestra sed, tiene en la poesía de Aurora Luque el significado de la vida, la explicación lúcida y exacta de lo que es el deseo: «Desear es llevar / el destino del mar dentro del cuerpo», como afirma en su poema «Carpe noctem».

Pero habría que hablar, también, del uso del lenguaje en su poesía. Todo lo expuesto anteriormente se sustenta por el uso de la palabra, del verbo fértil, rítmico; palabras como llaves (que tan bien creó Elytis en sus Elegías de Oxópetra, por ejemplo) destinadas, en el caso de la poeta almeriense, a dibujar la memoria del deseo, también su presencia. Aurora Luque reinventa el lenguaje.

En definitiva, Carpe amorem es la cartografía de Eros, la memoria de Horacio, Catulo, Safo, Alceo, Cavafis, Seferis (también de Sophia de Mello) y un influjo y proyección inevitables del presente que rodea a la autora desde su propia voz y mirada —desde sus únicas e intransferibles voz y mirada— pero sobre todo, la memoria del cuerpo y la piel, la reescritura del deseo desde una poesía con un lenguaje inteligente, de cristal, a la que siempre se desea volver y de la que no podrá evitarse sentir la nostalgia de Eros al leer su último poema —un haiku inédito que concluye la antología—: «El río Tánatos. / Las canciones del valle / ya no se oyen». Melancolía, después, al no poder oírlas. Hermoso libro, lleno de verdad y lucidez, al fin y al cabo.

Marta López Vilar


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