Autor: 23 noviembre 2007

José Carlos Llop: La avenida de la luz

Lumen, Barcelona, 2007

La avenida de la luz, tras el no muy lejano La dádiva, es el nuevo libro de poemas de José Carlos Llop. Y ya en su primera composición, «Diciembre», nos ofrece alguna de las claves, o mejor procedimientos, de su poética: esa rápida enumeración cuya eficacia reside en la connotación de la palabra desnuda y cuidadosamente elegida (técnica que empleó magistralmente Borges, y muy diferente, por ejemplo, a la enumeración caótica de Neruda); esa forma insistente «de pensar en imágenes»; el biografismo; la sentimentalidad que envuelve el poema como una atmósfera ligera; el ajuste de cuentas, benévolo más que cruel, a veces irónico, con que se mira, inventariando, hacia el pasado… «Gomila Square» llama la atención por una curiosa proyección, o juego de desdoblamiento, que tampoco, en el contexto del autor, es imprevisible: «No es cosa rara verse sin ser / el que ves. No es visión de poeta, / sino algo que está en la esencia del ser». Tiene que ver también el poema con la peculiar mitología privada (¿generacional?) de Llop: fascinación por un dandismo con el signo de lo anticuado; la imaginería que proviene del cine de género, en blanco y negro preferentemente; ambientes urbanos entre la sordidez y el hedonismo; el halo romántico de ciertos nombres exóticos (Saigón); el decadentismo («Dicen que cuando acaba una civilización / la gente se entrega a la orgía / como forma de olvido y disolución del yo»); la nostalgia que es, en el fondo, una invención del pasado; la confrontación elegíaca de dos tiempos distintos que son asimismo dos rostros y dos ciudades distintas; la fe, a pesar de todo, en la palabra, en una función, no sé si absurda o mágica, de la poesía. «Entre Oriente y Occidente» rinde tributo a esa moda (o quizás algo más, dada su persistencia) del cultivo del haiku en la poesía española. De las cuatro composiciones una de ellas está escrita en catalán y solo la última, «Lunas», conjuga armónicamente dos aspectos del haiku tradicional: lo cíclico y lo sentimental que, en este caso, guarda una estrecha correlación simbólica con lo primero. Lunas, en fin, a cuyo doble influjo se someten tanto la naturaleza como los sentimientos: hielo a punto de romper en llanto. Un poema como «Aniversario» se inicia, a modo de monólogo interior (no dramático) con la primera persona del singular para pasar inmediatamente a la segunda persona. Me parece más un descuido que atañe a la coherencia textual que un recurso orientado hacia un efecto distanciador, a la expresión de ese extrañamiento con que se manejan las nociones de tiempo, especialmente pasado y futuro. Llamativas son asimismo algunas amplificaciones o redundancias relacionadas con metáforas a las que el uso, el tópico, ha lexicalizado: «Y el presente es agua entre las manos: / se escapa demasiado rápido». «El paseo de Fragonard» sí utiliza esa técnica, tan recurrente en la poesía moderna (Eliot, Cernuda) del correlato objetivo. Nada que ver en cualquier caso con aquella pedantería irritante (culturalismo, decían) a la que nos acostumbraron algunos Novísimos. El poema (casi no importa el nombre del personaje que le presta voz) tiene la frescura de aquello que se relaciona con la vida, con algunas imágenes vivas del pasado, y también, por añadidura, con la humedad telúrica y la omnipresencia ¿simbólica? del agua. Por otra parte, si es convencional el marco que sirve al tema (el locus amoenus, el idilio que sí conecta con la pintura de Fragonard), no lo es tanto esa perspectiva que podríamos llamar erotismo de la memoria, o erotismo de viejo: «Supe de su trémula densidad, / de la fruta ofrecida, de lo oculto / desvelado. Y temblé / cuando ella comenzó a orinar».

No acierto a comprender muy bien por qué un poema como «La avenida de la luz» da título al libro. No veo en él ninguna clave válida como nexo general y ni siquiera está entre los más afortunados del conjunto. Pero quizás el final del texto podría servir como homenaje a la poesía en lo que esta tiene de espacio exento, iluminado («tiempo sin tiempo») o de lugar donde es posible recordar, soñar «como si se invocara una derrota». La atmósfera de «Llamadas telefónicas» es, como el propio suceso en el que se inspira (Madrid, 11 de marzo), irreal, onírica. El poema, denso y emotivo, logra superar ese lastre que supone casi siempre, estéticamente, el encargo ocasional, la poesía de circunstancias. Tiene el acierto, además, de no querer prescindir (¿por qué iba a hacerlo?) de unos rasgos de identidad poética como son el culturalismo atenuado y la mitología cinematográfica. El encuentro de dos vidas unidas azarosamente en el tiempo y separadas por el tiempo (ciclos vitales muy distintos) es uno de los tópicos de la literatura y la iconografía románticas. «Café turco» responde a ese encanto de lo que no por antiguo o consabido deja de tener una frescura renovada. Y sentimos, una vez más, la química emocional de algunas citas; que, por una rara ley compensatoria, sea posible el juego de seducción entre la inocencia y la experiencia, entre seres de muy distinta edad. De seducción, al fin, trata «La playa de las mujeres», para mi gusto uno de los mejores poemas del libro: «Aquí el agua / es un símbolo del eterno femenino». Mujeres que cumplen, con la naturalidad del paisaje que las enmarca, ritos de paso: la entrega al viajero, al nómada, a quien está a punto de marcharse… «Y luego regresan tranquilamente a sus casas. / Donde los amigos, los padres, los maridos. / Los estables». Mujeres que, más que modernas depredadoras a imitación de ciertos códigos masculinos («Ellos solo poseen la oscura lengua del cazador»), lo que son es una representación de la sabiduría ancestral asociada a la tierra y a las cosas elementales, es decir, a lo necesario: vasija, telar, azada. Y también, cuando ellas lo deciden, está la celebración del «alfabeto de los cuerpos», pero sin más deliberación o complejidad que la de «quien desvía el curso del riego en las acequias del huerto». Al lector finalmente, y sin que ello menoscabe la calidad del texto, sólo le asalta una duda: ¿dónde está esa playa de las mujeres, existe realmente…? Como alegato a favor de la poesía de la experiencia, denostada ya como todas aquellas manifestaciones artísticas que han tenido, o tienen, alguna incidencia, puede leerse una composición de título expresivo: «Teoría de la experiencia». La banalidad, real o aparente, se combina aquí con la herencia más sutil, no la más ostentosa, de los Novísimos. Así, filosofía, literatura y música están en el mismo plano de representación (Dios también anda entre los cacharros, diría la santa castellana) que la cocción de la confitura «hasta que adquiere ese color ópalo», la cazuela de barro para cocinar el arroz, el arte de pescar transmitido a unos niños, etcétera. Las ruinas de la gran cultura, o las ruinas de ese mismo sueño, que era en gran medida herencia de una juventud mitómana, el horror al vacío, todo ello se salva en la cocina de casa donde también se ofician ritos, sacrificios nada bíblicos en aras de la felicidad. No me es posible, en fin, terminar esta reseña sin hacer mención de, al menos, dos prodigios más: uno menor, «Al margen», y otro mayor, «Elegía». Sobre este último poema solo decir que hacía varios años que no leía algo tan estremecedor sobre ese tema (manido, recurrente en la lírica española hasta adquirir los tics de lo codificado) de la muerte. La avenida de la luz, con ligeros defectos que tampoco importan demasiado, es, sí, un libro luminoso en el que se albergan también sombras. Necesario.

Eugenio García Fernández


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