Alejandro Bekes
Recuerdo que un día, conversando con un amigo a quien considero un buen poeta, le dije que una de mis lecturas inolvidables de la adolescencia había sido la de Rubén Darío. Él me repuso que en su adolescencia había leído a los poetas norteamericanos y que jamás se le hubiera ocurrido leer a Rubén Darío. No le pregunté por qué rechazaba él a Rubén Darío, aunque después pensé que tal vez la culpa de eso la tuvo algún profesor o profesora de literatura. Le pregunté en cambio si había leído a aquellos poetas en inglés, y me respondió que no, que los había leído en castellano. El detalle es que entonces él no había leído a Ezra Pound o a Robert Frost o a Conrad Aiken, sino al traductor de esos y de otros poetas. Es claro, se me dirá, que con este criterio nadie ha leído a Platón ni a Dostoievsky, salvo los contados que entre nosotros pueden leer de corrido el griego o el ruso. Es una gran verdad. Y agreguemos a esa verdad esta otra: que si puede haber considerable distancia entre lo que expresó un novelista o un filósofo y lo que su traductor nos hace creer que dijeron, esto se multiplica hasta el escándalo cuando se trata de poesía.