Autor: 21 noviembre 2008

Iñaki Uriarte

Estuvimos en Benidorm el fin de semana de Todos los Santos y nos hemos traído un gato recogido en la puerta del Parador de Teruel. Suponemos que alguien lo abandonó allí. Le hemos puesto de nombre Borges, pero le llamamos Borgito. Mari, la interina, que no sabe quién es Borges, le llama Jorgito. A Borges también le llamaban en casa Georgie.

Al gato le hemos puesto la cama en el cuarto de atrás, donde tengo los libros de poesía. Releo los poemas de Baudelaire y Borges sobre gatos. No sé si este va a saber comportarse a tanta altura. Ni nosotros. No sé si él va a aprender a ser «más remoto que el Ganges y el poniente», como escribe Borges, ni nosotros somos esos de quienes dice Baudelaire: «Les amoureux fervents et les savant austéres aiment, dans leurs mûres saisons, les chats…»

Qué placer al releer ahora este poema de Baudelaire. La poesía es para usarla, no para «contemplarla» y menos para estudiarla. (Creo que tengo todavía por ahí el libro aquel de Lévi-Strauss y Jakobson analizando al modo estructuralista este poema. No lo voy a comprobar, y eso que en su tiempo me pareció deslumbrante, lo poco que de él conseguí entender.)

Dejé solo en casa al gato por primera vez, para ir a Avilés. En la estación de autobuses sentí una angustia muy fuerte producida por la separación. No sé si debería contarlo, pero lo que me vino entonces a la cabeza, tras una de esas intrincadas y recónditas asociaciones de sentimientos de las que estamos hechos, fue el recuerdo de aquel día, a los 14 años, al final del verano, en que mi primera novia se marchó a Madrid para empezar el curso.

En el autobús no lee nadie nada. Me giro varias veces para estar seguro de que es así. ¿Qué hacen? Es de noche. Permanecen ahí, inmóviles, mirando hacia adelante. ¿Meditan? ¿Han alcanzado alguna especie de nirvana al que soy incapaz de acceder? Probablemente solo están fatigados, drogados de cansancio.

El gato no quiere ver a nadie, salvo a nosotros. Pienso que se parece un poco a mí, o que incluso es algún rasgo de familia. Me recuerda a aita.

Como ahora me gusta leer cosas sobre gatos, se me ocurrió releer «El gato negro», de Poe. Al coger sus «Historias extraordinarias» me di cuenta de que es el libro más viejo que tengo en mi biblioteca. Me ha acompañado desde los 13 años. No sé cómo ha sobrevivido. Alguna vez he contado las casas en las que he pasado por lo menos seis meses de mi vida, y creo que han sido dieciocho.

Ahora se meten mucho con ella, pero yo descubrí la literatura a través de la tele. Tendría unos 14 años. Daban algún programa que yo miraba con gran atención. Ama dijo: «Está basado en un cuento de un escritor americano que se llama Edgar Allan Poe. Si quieres, te compro un libro de él». Y aquí sigue.

Encontré a María llorando sentada encima de la cama. «El gato se ha escapado», dijo. Había venido un electricista y Borges había salido corriendo al oír el timbre. Registramos toda la casa y no apareció. Imaginamos que había huido por la ventana. Fuimos a comer a Los Gemelos, tristísimos. «Menos mal que no le quitamos las uñas —comentamos—. Así podrá defenderse en la calle». «Si no sabe estar en Benidorm, es casi mejor que se haya ido», llegué a decir yo. Pusimos carteles en el portal avisando de la desaparición de un gato gris rayado común. Preguntamos a varios vecinos y en la piscina. Nos dejaron la llave de uno de los apartamentos de al lado y lo registramos por si se había escondido allí. Nada. Lo dimos por perdido. Yo había reaccionado con cierta serenidad, pero empezaba a entrarme una angustia profunda. María seguía desconsolada. «A lo mejor vuelve por la noche», nos animamos mutuamente. «En ese caso, lo llevamos mañana mismo a Bilbao», decidimos. Tres o cuatro horas más tarde, mientras miraba desganado la tele, percibí de reojo un movimiento a mi derecha. Miré, y allí estaba Borges, hinchándose como un gato de dibujos animados y saliendo por una hendidura de detrás de un armario donde parecía imposible que se hubiera escondido. Pero era posible. Se había metido por una rendija en la que apenas cabe un periódico doblado. En la casa no se mueve una mosca sin que la detecte, pero ni un registro del FBI le hubiera descubierto a él. Ahora ya tiene su escondite seguro. Nos quedamos los tres muy contentos en Benidorm.

Los juegos con el gato me han hecho ampliar mi vida erótica. Con él he conocido el «sado maso» (tengo siempre cicatrices en las manos), el ménage à trois (se suele meter en nuestra cama), la coprofilia (disfruto viéndole hacer sus necesidades), por no hablar obviamente de la zoofilia.

Pero sobre todo me parece que he conocido algo así como el amor paternal. ¿Qué otra cosa es esa ternura que me produce ver esparcidos por el suelo sus juguetes: capuchones de bolígrafo, corchos, ratoncitos artificiales, gomas de borrar, algunas bellotas de encina que le trajimos el otro día?

Hoy incluso se me ha debido de caer encima de él un ascua del pitillo mientras lo tenía en mis brazos. De pronto ha habido un fuerte olor a chamusquina, aunque él ni se ha movido. Aita también nos quemaba con sus pitillos.

«Si el destino me dejara llevar mi vida a mi manera… elegiría pasarla con el culo sobre la silla», cita Lacouture como epígrafe en la primera página de su libro Montaigne à cheval, que vine ayer leyendo en el autobús al volver de Avilés. A lo mejor yo me la hubiera pasado en un tren o en un autobús. En cualquier caso, la sensación de libertad, ruptura de lo habitual, anonimato y mezcla de actividad y pasividad que me produce viajar, me hace feliz. Y me lleva a leer con una concentración estupenda.

En el libro de Lacouture vi que Montaigne, en su viaje a Italia, cuando peregrinó a Loreto, dejó en la capilla un ex voto que firmó así: «Michel Montanus. Gallus Vasco». ¿Qué significaría eso de «Vasco» para Montaigne? Lacouture traduce: «Francés de Gascuña». No tengo el Viaje a Italia, pero, por la noche, anduve fisgoneando en Internet (¡qué octava maravilla del mundo es Google!) y hallé el pasaje donde se cuenta la visita a Loreto: «El lugar de la devoción es una pequeña casita vieja y miserable construida con ladrillos, más larga que ancha…» Con gran esfuerzo, y recibiendo mucho favor, pude encontrar un espacio para colocar un cuadro con cuatro figuras de plata pegadas a él: la de Nuestra Señora, la mía, la de mi mujer y la de mi hija. Al pie de la mía está escrito, grabado sobre la plata, «Michel Montanus, Gallus Vasco, Eques regii ordinis, 1581».

Puesto ya a enredar con Internet, aprendí que Gascuña deriva de Vasconia y que, más o menos, incluía el territorio comprendido entre la Dordoña y los Pirineos, desde el Atlántico hasta la región de Toulouse. Luego introduje en Google las palabras Montaigne y basque, a ver qué salía. Uno de los resultados me indicó que había algo en la Apología de Raymond Sabonde.

Al irme a la cama me llevé el tomo II de los Ensayos, donde está lo de Sabonde. El gato se sentó en la butaca de enfrente y, después de mirarme un rato con los ojos muy fijos, vino a meterse conmigo entre las sábanas. Ha estado tres días solo y, al llegar yo a media tarde, me había recibido encantado, sin ninguna vergüenza de que se le notasen las ganas de verme. Nos saludamos con mucho cariño (no hay nadie en el mundo a quien salude yo con tanta efusión e impudor como a este gato), jugamos un rato por el pasillo con una pelota que le hice con un trozo de papel de aluminio y luego nos dimos muchos besos en el sofá. Una vez los dos en la cama, se durmió con la cabeza apoyada en mi pierna izquierda y empecé a leer.

A las pocas páginas del ensayo, Montaigne emprende un elogio de los animales, cuya inteligencia compara con la de los hombres. «Cuando juego con mi gata, ¿quién sabe si no me utiliza ella para pasar el rato más que yo a ella?», se pregunta. Unas líneas más adelante añade: «Ese defecto que impide la comunicación entre ellos (los animales) y nosotros, ¿por qué no ha de ser tanto nuestro como suyo? No se sabe de quién es la culpa de no comprendernos; pues no les entendemos más que ellos a nosotros. Por este mismo motivo, pueden considerarnos ellos bestias, como hacemos nosotros con ellos. No es muy extraordinario que nos les entendamos (tampoco lo hacemos ni con los vascos ni con los trogloditas)».

Anoche releí La metamorfosis y creo que entendí mejor que nunca a Gregorio Samsa, como lo haría cualquiera que conviva con animales.

Al poco de tener a Borges, me encontré por la calle con Guada y su novia francesa. Guada vio el entusiasmo con que yo hablaba de nuestro gato, se giró hacia su novia, que no entendía lo que decíamos, y le explicó con tono de resignación, como quien acaba de encontrarse con un loco más: «Il est entré dans le monde des chats». «Ha entrado en el mundo de los gatos». Me cabreó. ¿Qué tontería era aquella? ¿Alguna cursi expresión francesa?

Con el tiempo me he dado cuenta de que, al conocer a Borges, no solo entré en el mundo de los gatos, sino en el mucho más extenso mundo de los animales, a los que yo no había prestado casi ninguna atención hasta entonces. A partir de convivir con uno, todos sus congéneres han adquirido una presencia que yo antes no percibía. Borges me ha ampliado el mundo enormemente.

«Más remoto que el Ganges y el poniente», decía Borges —el otro— refiriéndose a un gato, en un verso de uno de sus poemas, y, sin embargo, qué cercanía me ha traído el nuestro a todos los animales en general. No hay uno que no vea por ahí que no me recuerde y no me haga pensar en él. Ayer me sucedió al contemplar a unos gorriones que picoteaban en la arena de la playa, y al sentir que un pez me rozaba un hombro en el agua. Son como Borges, pensé.

Hoy he puesto la tele para echar un vistazo a la corrida de toros que transmitían desde Bilbao. No había vuelto a ver toros desde que tenemos gato. He sentido un espanto que no había sentido nunca.

Hemos estado en Londres cinco días. De maravilla. La leona herida, del British. Me he acordado de El Gálata moribundo, de los Museos Capitolinos. Me impresiona más el sufrimiento de esos dos que el de los miles de Cristos que están por todas partes.

Aunque recuerdo que la compasión ante El Gálata quedó matizada por lo sexy de la escena, casi de bondage.

Tres bajones de insulina dieron más emoción al viaje. La diabetes me cambia de «turista» en «viajero». No me arrastraré de sed por un desierto, no me morderá una serpiente en la jungla ni me asaltará un grupo de bandidos sanguinarios, pero en un semáforo de Charing Cross podrá abalanzárseme de pronto una hipoglucemia.

Visiones: esa mirada tristísima del autorretrato de Rembrandt, ya sesentón, en la National Gallery; la exposición de Lichtenstein, algunas de cuyas imágenes me han acompañado toda la vida en la decoración de mis casas, en la Hayward Gallery; la instalación del gigantesco sol crepuscular de un artista moderno, cuyo nombre no recuerdo, en la sala de turbinas de la Tate Modern; la «capilla» de Rothko, en la que dan ganas de poner un sofá y una cama y quedarse unos días, también en la Tate Modern.

Estuve un rato largo ante el pequeñísimo San Jerónimo de Antonello da Messina, en la National. Siempre me ha llamado la atención la abundancia de representaciones de este santo en la historia del arte. San Jerónimo es algo así como el primer intelectual, el intelectual más antiguo de los museos y los libros de pintura. Está por todas partes.

Pero este cuadro me gusta, sobre todo, por dos cosas. Porque el pintor ha colocado al santo en un despacho estupendo, y porque ha puesto un gato a sus pies. Yo siempre he tenido «lugares de trabajo» imponentes, mesas amplias y rebosantes de libros y papeles, como si allí estuviera realizándose alguna investigación formidable. Ahora, además, tengo gato.

«Este gato lo que necesita es un psicólogo», dijo P. el otro día al ver cómo Borges salía corriendo al entrar él en casa.

«Tienen un gato gordo y neurótico», ha dicho esta mañana M.

Es curiosa la humillación y agresividad que despierta en la gente el que un gato no quiera ni verles.

Por otro lado, la delicadeza de Iñaki, el hijo de Pedro, de unos 6 años, que ha venido con su padre a casa esta tarde. Borges también se ha escondido. Cuando se han marchado, he encontrado en el suelo del pasillo una de las figuritas de gatos de porcelana que tenemos en la sala, exquisitamente centrada en el medio y mirando hacia el fondo, como una ofrenda, o un conjuro de magia simpática, como un pequeño ídolo en su altar por si Borges picaba y se acercaba a curiosearlo y jugar con él.

«Vuelvo a repetir, y toco madera, que creo encontrarme en una de las épocas mejores de mi vida. Hace ahora cinco años que vinimos a esta casa. El gato dormita con el cuello recostado sobre un tubo del radiador, que abrasa. María prepara sus clases en el cuarto de atrás. Y la flora: están saliendo de nuevo las violetas».

Este párrafo era de los apuntes del mes pasado. Lo había borrado, pero lo traigo hoy aquí porque me he acordado de él después de anotar esto: tienes todo el tiempo que quieras. Por qué esta prisa, esta ansiedad repentina. Nadie te exige nada. Exígete, si quieres, apuntar cosas de vez en cuando. Ninguna prisa. Y no dejes de leer y hacer extractos.

La típica anotación de un día con nervios. María no tiene estas turbulencias anímicas. Ni las violetas. Ni el gato. Aquí el más frágil soy yo.

Este impulso de hacerle fotos, decenas y decenas de fotos, con el mismo entusiasmo con que las haríamos entre los picos del Himalaya o en una playa maravillosa del Pacífico. Y todo en casa.

Y luego estas ganas de cogerlo en brazos, de acariciarlo y besarlo, como si fuera una primera y bellísima novia.

¿Cómo se puede ser tan torpe de no tener un gato?

Voltaire, a un cura que le rondaba a la hora de la muerte y no paraba de citarle a Jesús: «Y no me hable más de ese hombre, por favor».

Diez días oyendo hablar de papas.

Por fin, hoy, a media tarde, les he gritado a Mari y a María: «¡Habemus Papam!», y han venido corriendo al salón a ver al nuevo salir a la plaza de San Pedro.

Contagiados por la espectacularidad de los ritos, asistimos al espectáculo de la fumata blanca con un entusiasmo infantiloide.

Yo hago unas fotos y las dos me dicen a la vez, asombradas: «Caray, cómo te ha dado con este nuevo Papa». Pero les respondo que al que estoy haciendo la foto es a Borges.

En 1484 el Papa Inocencio VII emitió un decreto denunciando a todos los gatos y sus dueños. El Inquisidor Nicolas Remy dijo un siglo más tarde que todos los gatos eran demonios. Los curas presidían los festivales durante los que se quemaban a los gatos. Millones de gatos fueron destruidos y la especie estuvo al borde de la extinción.

Hoy hasta Ratzinger tiene gatos. Y llegará el día en que no haya papas y seguirá habiendo gatos.

No soy lo que se dice un tipo alegre. Pero creo tener un carácter más optimista que la media. No me quejo mucho, desconfío poco de la gente, tengo fe en el progreso y tiendo a ver las cosas buenas antes que las malas. Pese a ello, no me parece, en resumidas cuentas, que habría que traer a nadie a este mundo.

Acaba de nacer Ander, el nuevo hijo de Joana. El otro día vino ama a conocerlo y tuvimos una comida familiar en un restaurante de aquí abajo. Por la tarde, en casa de Tere, con un tranquilo Ander pasando de unos brazos a otros, especulamos sobre su futuro. En general, noté que a casi todos nos intrigaba más la cuestión de con qué genes habría venido al mundo que el futuro social con el que se encontraría. Joana dijo que en algún momento pensó que el niño se parecía al tío X., y se angustió imaginando que tal vez algún día acabaría siendo un alcohólico como él.

Está en el espíritu de la época. La determinación genética antes que la social. Hace treinta años habríamos hablado de otro modo. Ahora se le da muchísima importancia a lo que ya viene con los dichosos genes. No sé lo que se pensará en el futuro. Las teorías cambian según los tiempos y nos sumamos a ellas sin darnos cuenta de que no hacemos más que repetir lo que está en el aire. Ahora toca la «genología». Tal vez del mismo modo en que, entre los egipcios, lo que tocaba era la astrología.

Pero vuelta al recién nacido Ander, o a su hermano Jon, de dos años, que era el que me preocupaba aquella tarde. Jon ha visto su vida asaltada de pronto por un extraño que acapara todas las atenciones de los mayores. Pensando en ello, le traje de Benidorm un coche eléctrico teledirigido, una chapuza elemental e ingeniosa que vendían este año en todas las tiendas de chinos y que, en principio, compré para jugar con Borges por el pasillo de casa. A Borges no le gustó mucho. El coche solo anda en línea recta, hacia atrás o hacia delante, y, para girar, realiza unos movimientos aparatosos que a los humanos nos hacen reír, pero que a Borges no le hacen mucha gracia. En cuanto pongo en marcha el coche, se sube de un salto al sillón y lo contempla desde arriba y desde lejos, como a una cosa rara y temible. Hay una antigua leyenda china que dice que a los demonios solo les gusta moverse en línea recta. Tal vez los gatos lo siguen creyendo. A Jon le encantó el artilugio.

Nos ofrecen un gatito pequeño. Pero no quiero estropearle a Borges la extraordinaria vida que lleva. Este gato nuestro se ha hecho una idea de la existencia completamente errónea, y no voy a ser yo quien intente modificarla un ápice.

En principio, soy reacio a todo lo que tiene que ver con el Islam. Pero hay una anécdota sobre Mahoma que le salva. Una vez, al levantarse para ir a rezar, recortó la parte de sus vestidos sobre la que se hallaba dormido un gato, para no despertarlo.

Cómo oye este gato. Cómo tiene las orejas en perpetuo movimiento. De los oídos decía Nietzsche que son «el órgano del miedo». Pero cómo viene a saludar a la puerta tras haberme oído llegar cuando todavía estoy en el ascensor. También son órganos del amor.

Estamos cambiando el sistema de la calefacción. Se ha convertido en un asunto obsesivo.

Mari, la interina, le ha resumido a Begoña nuestras vidas: «Esos, los únicos problemas que tienen son el gato y la caldera».

No sé si hemos quedado como unos elegidos o unos mentecatos.

Los S. son circo hermanos mayores y solteros que viven juntos en Avilés. Tres hombres y dos mujeres. Muy amables, inteligentes y alegres. Parecen felices. Tenían un gato, Violín, que se murió. Pasaron unos meses. Un día Maribel no resistió decir en voz alta lo que todos pensaban: «¡Desde que murió Violín, esta casa está muerta!». Ahora tienen a Violín Segundo.

Borges ha llegado también a convertirse en el alma de esta casa. Es un animal, pero se ha transformado en un espíritu. Al menos, en algo más espiritual que nosotros. Esto sería digno del estudio de algún antropólogo dedicado a las religiones animistas primitivas, el chamanismo, el totemismo.

40 días seguidos yendo a la playa, mañana y tarde. Alguna vez pensé que sería muy feliz viviendo unos meses seguidos en Benidorm. Ahora me parece que no, por lo menos durante el verano profundo. Demasiada gente.No ha habido broncas. Al llegar, le dije a María: «Imagino que algún día tendremos un enfado». Pero no los hemos tenido. Solo mis nervios. Es estupendo bañarse al atardecer después de haber ingerido un tepazepán. No acabo de saber por qué me los raciono tanto, cuando he pasado decenas de años tomando sin ninguna aprensión muchísimas copas y otras substancias de procedencias sospechosas.¿Qué me ha faltado? Mi biblioteca, por ejemplo. Por lo visto, ya no me basta llevar conmigo una docena de libros para leer. ¿Excusas?Si no tuviéramos gato, habríamos cortado el mes y medio con algún viaje a Ibiza, Almería, o algún otro lugar cercano. Pero si no tuviéramos gato, seríamos mucho menos felices en general de lo que somos ahora. Y si hubiera sido por él, no nos habríamos movido de Bilbao. Está encantado de haber vuelto. Da gusto verle en esta casa. Un gato gana en proporción a la amplitud y la belleza del espacio en que vive. Los decoradores podrían utilizarlos como piedra de toque.

No solo no me enfada que el gato arañe y deshilache la tapicería de los sillones o las alfombras. Hoy ha aparecido un siete en el kilim del fondo del pasillo. Espero que lo agrande día a día, tenazmente, felizmente, con esa maravillosa ignorancia de lo que Mari y María piensan de semejantes actividades. Da envidia.

He soñado que el gato se caía por el balcón. Cinco pisos. He bajado corriendo a la calle. No estaba. He comenzado a buscarlo por los alrededores y he entrado decidido en la primera librería. Se había refugiado allí. Este sueño le habría gustado al otro Borges.

No sé si la estricta María Kodama nos cobraría algún canon si conociera el nombre de nuestro gato. Ella tenía uno, pero no lo quería mucho. Según cuenta María Esther Vázquez, Kodama propuso un día a Borges que se dieran una mutua prueba de amor matando cada uno a su gato a la misma hora. Borges le dijo que no podía, porque el suyo era del nieto de Fani.

¿Cuánto se tarda en ver un cuadro? Miras a la gente en una exposición o un museo y lo primero que notas es que no saben muy bien lo que debe hacerse. Desde luego, lo que no saben es cuánto tiempo permanecer ante cada cuadro.

Una novela, una película, una sinfonía ocupan un tiempo determinado de atención. Tienen un principio y un final. Pero ¿un cuadro?

Pasa igual con los paisajes. Te llevan a un lugar famoso por sus vistas, miras, y a los pocos segundos ya no sabes muy bien qué más hacer. Exclamar «¡qué maravilla!», tal vez. Lo que resuelve bastante bien estas situaciones son las cámaras fotográficas.

Le pregunté un día a José Luis Merino: «¿Por qué hay tantos pintores y galerías de arte en Bilbao y tan pocos escritores y editoriales?» «Porque es más fácil», respondió.

Un profano en pintura, como yo, conoce los nombres de cientos de pintores y es capaz de identificar las obras e incluso el estilo de muchos de ellos. Un profano en literatura no sabe nada de literatura.

El otro día, en un concurso de TV, que se precia de contar con participantes especialmente incultos, le presentaron a una chica una imagen del Guernica y le preguntaron por el nombre del cuadro. No lo sabía, pero dijo: «Por la manera de pintar, yo creo que es de Picasso».

A veces se habla del arte como sustituto de la religión. No tiene sentido. Por la religión se ha hecho, y se hace, cualquier cosa, desde matar a sacrificar la propia vida. Por el arte, viajes turísticos y, todo lo más, alguna cola.

Un profano en pintura, como yo, sabe quién es Tintoretto. Fuimos a Madrid con Mariluz a ver una exposición en El Prado. Ni siquiera había cola y la visita no duró más de veinte minutos. Tanto esfuerzo de aquel ímprobo trabajador para veinte minutos de contemplación nuestra. Mientras María tuvo tiempo de descubrir que su influencia sobre El Greco fue mayor de la que suponía, yo, que a estas alturas de la vida aborrezco cualquier cuadro de tema religioso, sea de quien sea, me fijé en que Tintoretto pintaba fatal los gatos. Por lo menos vi dos absolutamente indignos de un buen artista. Los dos en cuadros que representan La Última Cena.

Los gatos andan por todas las esquinas de la historia de la pintura. Y no se han perdido un acontecimiento religioso. Ya estaban en El Paraíso (en el grabado de Durero hay uno a los pies de Adán y Eva) y se ve que no faltaron a La Última Cena. A uno lo sorprendió incluso La Anunciación. Como es lógico, se dio un buen susto. Lo pintó Lorenzo Lotto.

«¡Desobediente!», le riñe a veces María a Borges. Sonrío.

Rousseau: ¿Le gustan los gatos?

Boswell: No.

Rousseau: Estaba seguro de ello. Es mi test para juzgar un carácter. Usted tiene el típico instinto despótico del hombre. No les gustan los gatos porque los gatos son libres y nunca consentirán en ser esclavos. Nunca harán nada que se les ordene, como hacen los otros animales.

Boswell: Tampoco las gallinas.

Rousseau: Una gallina obedecería sus órdenes si usted fuera capaz de hacérselas inteligibles. Pero un gato le entenderá a usted perfectamente, y no le obedecerá.

La capacidad para ser desobediente me parece una de las mayores virtudes que se pueden poseer.

A X. le dijimos que dejara entreabierta la puerta de su cuarto al ir a dormir. El gato podría haberse escondido debajo de su cama. «No me importa», dijo. No sabía que nosotros razonamos ya al revés. Nuestra preocupación no era la posible incomodidad de X., sino la angustia del pobre Borges, confinado en aquella habitación toda la noche, durmiendo con su enemigo.

Borges no quedó encerrado en aquella habitación. Pero pasó la noche lo suficientemente atemorizado como para hacer sus cacas en la bañera de nuestro cuarto de baño. Esto nos produjo una gran pena y ternura por él al día siguiente, incluso mayores que las que nos había suscitado X. al contarnos sus problemas antes de irse a la cama.

Al principio de salir con María los animales me daban igual. No había tenido trato próximo con ninguno de ellos. María se paraba en la calle cada vez que veía un gato y le hablaba y hacía cariños. Yo me irritaba, aunque no decía nada. Me parecía que aquello no era más que un gesto de teatral coquetería femenina, una actitud fingida para que yo pensase que ella era una persona muy sensible.

Al gato, no solo le hablamos. «¡Qué pensativo estás hoy», acaba de decirle Mari.

Tenemos un palacio en Avilés, siempre abierto, con un numeroso servicio permanente. Vamos de vez en cuando. Es el Palacio Ferrera, un hotel espléndido que es como un palacio que tenemos en Avilés.

Esta vez hemos visto varios gatos callejeros cerca del palacio ganándose la vida como pueden en la calle Rivero. Ahora miro a Borges y pienso: «Este es un gato millonario, y vivirá hasta su muerte rodeado de lujos suntuarios».

Recuerdo algunas entrevistas que le hicieron a Fernando Fernán Gómez al final de su vida. Era un viejo de tendencias libertarias, pero siempre se lamentaba de no vivir su ancianidad rodeado de lujos. «De lujos suntuarios», decía, «de los que disfrutan los verdaderos ricos». Y yo entendía muy bien la contradicción. Yo incluiría en la Declaración de Derechos Humanos un artículo que dijera, más o menos: «Todos los ancianos tendrán derecho a vivir entre los lujos suntuarios que deseen. Faltaría más».

Este no necesita un yate, ni un avión privado, ni limusina con chófer, ni una tarjeta de crédito sin límite. Tres personas como servidumbre y una casa probablemente tan amplia como la sala de Versalles donde vivía el gato de Luis XV son suficientes para decir que Borges es un auténtico gato millonario.

A veces, después de cenar, me lavo las manos antes de coger al gato y tenerlo un rato en mis brazos. Lo pide cada noche, puntual, maniáticamente. «Cada cosa tiende a perseverar en su ser», dijo Spinoza, que debió de tener gato. Me lavo las manos para que no le incomode algún extraño olor a comida.

El gato vive en el futuro. Oye los sonidos un instante antes que yo. Para cuando yo escucho sonar el timbre de la puerta, él ha salido corriendo. Alguna vez le he visto asustarse por un ruido que yo iba a hacer un momento después.

Alguna noticias graves, alarmantes, se las comunico al gato. Le basta una mirada, un bostezo, un rascarse la mandíbula, un lamerse la barriga, para tranquilizarme. ■ ■


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