Autor: 1 enero 2009

Julio José Ordovás

¿Quién no ha soñado alguna vez con alquilar un Gran Tiburón Rojo y atravesar de este a oeste y de norte a sur la América sideral? Un Gran Tiburón Rojo es un inmenso Chevrolet descapotable como aquel en el que se embarcó un desquiciado y suicida Hunter S. Thompson rumbo a Las Vegas, después de meter en el maletero un arsenal psicotrópico capaz de tumbar a una manada de elefantes. Y la América sideral es aquella que le producía a Baudrillard el efecto de una auténtica ascesis: un paisaje a escala inhumana, un gigantesco holograma próximo a la ilusión óptica, un sueño tridimensional en el que, efectivamente, se puede entrar como en un sueño.

Pero el primero que se lanzó a explorar la sideralidad de Estados Unidos no lo hizo al volante de un automóvil, ni siquiera a las riendas de una diligencia o de un caballo. En su Canto del Camino Real, Walt Whitman se calzó las botas de las siete leguas (o más bien de las siete millas) y con las manos en los bolsillos se echó al camino cantando a pleno pulmón: «Soy sano, soy libre, el mundo se extiende ante mí, / El largo camino pardo me conducirá adonde yo quiera. / Ya no llamo a la fortuna: yo soy la fortuna, / Ya no lloriqueo, no difiero mis actos, no necesito nada». (Hay quien asegura haber visto al fantasma de Whitman haciendo dedo en la cuneta de alguna autopista estadounidense o a la salida de alguna gasolinera más o menos hopperiana. Aunque la barba le llega hasta los pies y de sus botas no conserva ni los cordones, el cantor de América sonríe a los camioneros con una brizna de hierba entre los dientes.)

John Steinbeck, en cambio, tenía muy claro que él sí que necesitaba algo antes de ponerse en marcha dispuesto a redescubrir su país, veinticinco años después de su primer vagabundaje en busca de América. Y ese algo era una furgoneta de tres cuartos de tonelada con una casita incorporada equivalente al camarote de un barco pequeño. La consiguió, y con caligrafía española del siglo xvi le pintó el nombre de Rocinante en un lateral. Como se sentía ya mayor para viajar solo, decidió también buscarse un acompañante y se llevó consigo no a su mujer ni a su mejor amigo, sino a un caniche francés viejo y caballeroso llamado Charles le Chien. Con Charley, y a bordo de su Rocinante, Steinbeck recorrió quijotesca y a la vez cervantinamente dieciséis mil kilómetros, atravesando treinta y cuatro estados. Y logró lo que, por encima de todo, pretendía: que nadie reconociera en aquel vagabundo casi sesentón al célebre autor de Las uvas de la ira, novela, por cierto, que dio origen y entidad literaria a la mítica, y architurística, Ruta 66.

En su mitomaniaco —como no podía ser de otro modo— ensayo sobre el motel americano, Lugar común, Bruce Bégout radiografía el carácter transparente del hombre errante de las carreteras desérticas, del nómada sin nomadismo que no conoce nada más que la irremediable necesidad de dejarse llevar por las rayas amarillentas de las highways. Y de la misma manera que nombra a Sam Shepard cronista desencantado del motel, le otorga a Jack Kerouac el título de heraldo de la carretera norteamericana.

Si hay una novela que parece escrita para ser viajada más que para ser leída, esa es sin duda En el camino. Quizás el Quijote sea la primera gran road novel, pero En el camino es la road novel por excelencia. Qué lector, con el culo pegado al asiento trasero de uno de los Cadillacs o de los Dodges destartalados que conducía a ritmo de bebop Sal Paradise, no se ha mareado de la emoción al recibir el pestazo a angustia, sexo y marihuana que despiden sus alquitranadas páginas. Y cómo olvidar ese momento en el que Kerouac, pisando a fondo el acelerador, escribe: «¿Qué se siente cuando uno se aleja de la gente y esta retrocede en el llano hasta que se convierte en motitas que se desvanecen? Es que el mundo que nos rodea es demasiado grande, y es el adiós. Pero nos lanzamos hacia adelante en busca de la próxima aventura disparatada bajo los cielos».

El que no tenía el cuerpo para lirismos épicos ni para aventuras disparatadas era David Foster Wallace cuando, enviado por una revista chic a cubrir la Feria Estatal de Illinois, surcó la interestatal 55 en dirección sur-sudoeste. Desde luego no le faltaban motivos para deprimirse ante el paisaje que se sucedía ante sus ojos: «Maíz, maíz, soja, maíz, desvío de salida, maíz y a cada cierto número de kilómetros un puesto de avanzada lejano: casa, árbol con columpio, establo y antena parabólica». Aunque uno no se imagina el tomo con la poesía completa de Antonio Machado en la biblioteca del gurú de la posmodernidad, sobre las líneas en cansino movimiento de Foster Wallace flota el recuerdo de aquella machadiana letanía en la que se oía de fondo el chucuchú de un tren de vapor y la charanga insufrible de la chicharra: «Campo, campo, campo, / y entre los olivos, / los cortijos blancos».

Pero volvamos a Steinbeck. Aquel quijote con un caniche bleu como escudero pertrechó su Rocinante con vitualla y artilugios suficientes para recorrer no solo Estados Unidos sino todo el continente americano, de arriba abajo, desde Alaska hasta Tierra del Fuego; artilugios entre los que por supuesto no podía faltar material para escribir (papel, papel carbón, máquina de escribir, lápices, cuadernos, diccionarios, una enciclopedia abreviada y una docena de libros de consulta más gruesos) y material para leer (unos 60 kilos de libros). Ni que decir tiene que Steinbeck ni escribió ni apenas leyó durante el viaje. Pero el hombre, como el propio Steinbeck asegura, tiene una ilimitada capacidad de autoengaño. Y somos unos cuantos los que podemos dejarnos las pastillas contra el mareo o la tarjeta de crédito o el DNI o incluso el pasaporte en casa, pero nunca nos olvidaríamos de meter en la mochila el cuaderno de notas y varios kilos de letra impresa más de lo que el sentido común aconseja y la columna vertebral es capaz de resistir. ■ ■


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