Autor: admin 12 julio 2009

Alejandro Bekes

Por la ventanilla del avión veo algo que sólo puede ser la costa de África. La playa blanca aparece y desaparece entre las nubes. África, cuna del hombre. Apenas un retazo lejano, desde once mil metros de altura. A lo lejos, unas montañas nevadas. ¿La cordillera del Atlas? Seguramente. Las montañas nevadas que sostienen el cielo. Sólo Hércules hubiera podido relevarlas de ese eterno trabajo, y solo por un instante. El peso del cielo es excesivo aun para un superhombre. El peso del cielo… Aquello parece una ciudad costera. La mítica Casablanca, quizá. Tócala de nuevo, Sam. Si ella puede soportarlo, yo también. Todo se difumina al fin y se borra bajo una capa densa de nubes. Por los desgarros de la capa, bien abajo, brillan al sol las olas del Atlántico.

Autor: admin 1 enero 2009

Alejandro Bekes

Recuerdo que un día, conversando con un amigo a quien considero un buen poeta, le dije que una de mis lecturas inolvidables de la adolescencia había sido la de Rubén Darío. Él me repuso que en su adolescencia había leído a los poetas norteamericanos y que jamás se le hubiera ocurrido leer a Rubén Darío. No le pregunté por qué rechazaba él a Rubén Darío, aunque después pensé que tal vez la culpa de eso la tuvo algún profesor o profesora de literatura. Le pregunté en cambio si había leído a aquellos poetas en inglés, y me respondió que no, que los había leído en castellano. El detalle es que entonces él no había leído a Ezra Pound o a Robert Frost o a Conrad Aiken, sino al traductor de esos y de otros poetas. Es claro, se me dirá, que con este criterio nadie ha leído a Platón ni a Dostoievsky, salvo los contados que entre nosotros pueden leer de corrido el griego o el ruso. Es una gran verdad. Y agreguemos a esa verdad esta otra: que si puede haber considerable distancia entre lo que expresó un novelista o un filósofo y lo que su traductor nos hace creer que dijeron, esto se multiplica hasta el escándalo cuando se trata de poesía.