Juan Bonillo
Tengo delante una fotografía de Carlos Miralles, en la que el poeta Leopoldo María Panero empuña un cuchillo con cara de único superviviente adulto de una catástrofe planetaria. Así que el gesto amenazante —el cuchillo está en una posición que igual puede encarar a un enemigo exterior que al que habita al propio poeta— parece dirigido a una patulea de niños a la que se quiere asustar —o quizá solo recomendarles: si crecéis, os pasará lo que a mí. Claro que esto puede ser una sugestión producida por el hecho de saber que Panero tradujo Peter Pan. La pose del poeta —tan importante para la relevancia de su nombre como su poesía— tiene algo de enternecedor, pues a fin de cuentas no ha habido ninguna catástrofe planetaria que haya aniquilado a todos los adultos y haya dejado a Leopoldo María Panero como emperador de un planeta de niños asustados. Pero también algo de ridícula —toda vez que sabemos que el cuchillo no va a dirigirse hacia quien lo sostiene: una pose perdonable en un poeta adolescente, que es lo que Leopoldo María Panero ha sido siempre. ¿Hay algo más enternecedor que un Rimbaud viejo ejerciendo de adolescente intratable? Aceptemos que resulta cansado saltar su comba, pero aceptemos también que ello se debe a que, mientras el poeta se ha quedado en esa edad en la que Rimbaud todavía confiaba en los gestos rebeldes y amenazantes, en la estrategia de escandalizar, nosotros hemos dejado ya muy atrás ese país pletórico y miserable que es la adolescencia. Aceptemos pues, que ya no es un poeta para nosotros, porque sigue siendo un poeta para adolescentes.