Portada

Novedades en Crisis de Papel

  • A la altura de las circunstancias  Simon ArmitageAvión de papel. Poemas escogidos 1989-2014Traducción, prólogo y notas de Jordi DoceImpedimenta. Madrid, 2024. La poesía sigue un movimiento pendular: tiende a acercarse o a alejarse lo …
  • Ensueño napolitano  Juan Antonio González IglesiasNuevo en la ciudad nuevaVisor. Madrid, 2024. En la corte de los antiguos virreyes de Nápoles, había siempre un acompañamiento de poetas. Como Garcilaso, como Aldana, com …
  • Contra el tiempo  Miguel Sánchez-OstizGeografía de la venturaSelección y prólogo de Alfredo RodríguezBartleby Editores. Madrid, 2024. El deliberado silencio o la ruidosa polémica que acompañaron a muchas de las obras …

Novedades en Café Arcadia

Autor: admin 11 marzo 2007

Francisco Alba

Alemania nos admira y nos horroriza. El destino de esta nación llamada a crear los más altos productos de la inteligencia humana y a causar las atrocidades más ­horrendas que conoce la historia constituye un problema que consideramos irresoluble. Es el enigma de la Esfinge.

Sabemos que fue la solitaria y precursora figura de Kant quien plantó la semilla y regó el joven árbol. El mérito de Kant es negativo, partiendo del escepticismo de Hume se propuso indagar los límites de la razón huma­na. Encontró que esta facultad no estaba capacitada para dar respuesta a los interrogantes que ella misma planteaba. El punto culminante de su obra fundamental, la Crítica de la razón pura, son las célebres antinomias. No se puede demostrar la existencia de Dios por argumentos racionales (contra Descartes y Santo Tomás de Aquino y contra el Proslogion de San Anselmo); ni tampoco se puede demostrar la inmortalidad del alma. Como es sabido, Kant tomó como postulado de la razón práctica el libre albedrío (lo dio por sentado aunque carecía de demostración) con el propósito de fundar la moral que culmina en el Imperativo Categórico.

Autor: admin 10 marzo 2007

Traducción y nota de Liliana Tabákova

La historia del pueblo búlgaro y de su cultura se remonta a tiempos inmemorables. Su presencia en Europa, según las fuentes históricas, coincide con las marchas del emperador Trajano por los Balcanes. En aquel entonces los llamados protobúlgaros, procedentes de lejanas tierras asiáticas, fundaron su primer Estado en Europa —la antigua Gran Bulgaria, según la registran los cronistas romanos—. Se encontraba en la zona entre el Cáucaso y la península de Crimen, en el Mar Negro. Los enfrentamientos con los kázaros provocaron el desplazamiento de los protobúlgaros al nordeste. Allí surgió la Bulgaria del Volga, que existió casi a lo largo de un milenio rechazando los embates de varios pueblos asiáticos y frenando los avances de los mongoles al oeste. En aquella época de enfrentamientos turbios, grupos aislados de búlgaros se instalaron en Europa central y en Italia. El khan Asparuj (680-700) pasó con sus huestes al sur del Danubio, aunque según datos más recientes, proporcionados por los arqueólogos, parece que los protobúlgaros llevaban tiempo incursionando en estos territorios. La victoria militar del khan sobre el emperador Constantino IV Pogonato es reconocida por Bizancio en un tratado de 681, y este es considerado el año en que nace la actual Bulgaria.

Autor: admin 10 marzo 2007

Carlos Labbé J.

I

Recuerdo particularmente un viaje a Algarrobo con mi mujer y mi hija, hace algunos años. Era enero y hacía calor. Llegamos un viernes por la tarde, dejamos nuestras cosas en la casa y corrimos a bañarnos. Ellas se metieron de inmediato al mar. Yo, por mi parte, me tendí sobre la toalla, boca abajo, y me dormí. Estaba cansado. Me había pasado las últimas cuarenta y ocho horas frente al computador intentando redactar un artículo que me ­había pedido el suplemento de cultura de un diario. Tenía que hablar de Nathaniel Hawthorne, de cuyo nacimiento o muerte, no me acuerdo, se celebraba un aniversario importante. Mi mujer había leído hacía poco un temible cuento de Hawthorne, titulado Ethan Brand, capítulo de una novela interrumpida. Según ella, yo debía proclamar que el escritor puritano era uno de los abuelos de la obsesión de la narrativa actual, amparado en la frase con que concluía el relato: “los restos de Ethan Brand se 
deshicieron en muchos fragmentos”. Aunque era evidente que mi mujer se estaba riendo de mí, no me pareció un mal punto de partida para el artículo. Investigué un poco y descubrí que el cuento mencionado estaba incluido en el volumen The snow image. El nombre del libro me pareció fascinante. Sin embargo, me empeñé en escribir lamentaciones sobre el hecho de que la sugerente frase de Hawthorne se hubo transformado en un lugar común de la tecnología. Al cabo de múltiples borradores, me di por vencido: no podía poner en palabras por qué me parecía trágico que la maravilla de esa snow image ahora fuera una manera de nombrar un defecto en las pantallas de la televisión. Así que salí a la calle, a tomar aire. En el momento de pararme en la esquina, esperando la luz verde, vi a mi mujer a lo lejos, en la otra cuadra. Estaba de espaldas a mí. Por un segundo noté que alguien la tenía abrazada y que su cara se unía a la de otra persona en un beso. Luego enfoqué la mirada y me di cuenta de que ella estaba de pie frente a la vitrina de una tienda de ropa. Enfrente de ella estaba solo su propio reflejo en el vidrio. Cuando nos encontramos, me preguntó cómo iba aquello de la hipérbole y me besó en la mejilla. Esa misma tarde partimos a la playa.

Autor: admin 4 marzo 2007

Santiago Beruete

Quinientas palabras y un final

Todo el que haya conocido el placer de recibir cartas íntimas, esperarlas y contestarlas, sabrá que esa emoción nunca queda plasmada en el texto mismo de lo escrito.

(Carmen Martín Gaite)

La carta había sido puesta en el correo el martes, pero no llegó a su destinataria hasta pasados dos días del accidente. Todavía velaban el cadáver cuando el cartero llamó al portero automático. Dada la situación, nada tiene de extraño que ninguno de los miembros de esa desconsolada familia se tomase la molestia de recoger la correspondencia. No fue hasta volver del entierro cuando, obedeciendo a una vieja rutina, la viuda abrió el buzón y extrajo la carta.

Le bastó una ojeada a la letra con que venía escrita la dirección para darse cuenta que el autor de esa misiva era su difunto marido, quien acostumbraba a escribirle unas letras cada vez que, por razón de su trabajo, debía ausentarse del domicilio familiar. Tan solo pensar en ello, sintió una punzada en el corazón y, acto seguido, sus ojos se llenaron de lágrimas. Se recompuso como pudo y, guardando el sobre en el bolsillo del abrigo, subió acompañada de sus hijos al piso. Nada más abrir la puerta de la vivienda, fue a encerrarse en la, hasta hace cuarenta y pocas horas, alcoba matrimonial.

Autor: admin 3 marzo 2007

Carmen Morán Rodríguez

When the moon is in the seventh houseAnd Jupiter aligns with MarsThen peace will guide the planetsAnd love will steer the stars.This is the dawning of the Age of Aquarius.

(James Rado y Gerome Ragni, “Aquarius”)

Desde el año 1996 está inmortalizada en una estatua de bronce, obra de Luis Santiago, en las inmediaciones de la plaza de Poniente de su ciudad natal, Valladolid.1 Quienes conocieron a Rosa Chacel en vida y quienes lo hemos hecho únicamente a través de imágenes y de su obra, convenimos, creo, en que la estatua es hermosa, y que guarda una notable semejanza con el original, excepto (inevitablemente) por la actitud. Al verla apaciblemente sentada en un banco, más de un viandante la siente cercana y amistosa, benévola, y se le sienta al lado; los niños se suben a veces en sus rodillas. Y ella, de bronce, no puede responder con una mirada letal ni con uno de sus aún más letales diminutivos. Algunos domingos por la mañana amanece con un vaso en el que se adivinan restos de un cubata o un gin-tonic. Esto, aunque parezca irreverente, le cuadra a su regazo mucho más que los nietos espontáneos. No solamente porque apreciaba el whisky (más de un camarero quedaba estupefacto cuando la venerable ancianita no pedía una tila), sino porque le gustaba —orteguiana, al fin— sentir el latido vital de cada momento, ese espíritu de época que, si lo es, se siente por igual en los libros y en los bares.

Autor: admin 3 marzo 2007

José Cereijo

En las últimas líneas de su espléndido Historial de un libro, dice Luis Cernuda lo siguiente:

En México terminé Con las horas contadas, así como la breve serie de los Poemas para un cuerpo, incluidos en la colección citada, que son, entre todos los versos que he escrito, unos de aquellos a los que tengo algún afecto. Al decir eso comprendo que yo mismo doy ocasión para una de las objeciones más serias que pueden hacerse a mi trabajo: la de que no siempre he sabido, o podido, mantener la distancia entre el hombre que sufre y el poeta que crea.

Cernuda, pues, parece temer ahí —si yo le entiendo bien— que los Poemas para un cuerpo puedan correr el riesgo de atentar contra la objetividad que juzga necesaria en el tratamiento del material poético, por estar demasiado cerca de la experiencia vital que los suscita. Un afán de distanciarse de lo autobiográfico que procede sin duda de la reacción antirromántica (contra ciertos excesos del Romanticismo, más exactamente) de las vanguardias de los años veinte, en las que él mismo se había formado; y que, en su caso, pudo además verse intensificado por el antirromanticismo militante y el deseo de objetividad en los que no pocas veces insistió Eliot, a quien tanto admiró.

Autor: admin 2 marzo 2007

Vicente Duque

La lectura de La caída de Constantinopla, de Sir Steven Runciman, suscita la misma impresión de la que hablaba Italo Calvino a propósito de la lectura de la Anábasis de Jenofonte: la de estar viendo, antes que leyendo, un viejo documental de guerra.1 Los cuatro últimos capítulos, el clímax del asedio y la toma de la Nueva Roma, están narrados sobre una película levemente desvaída. Como en grises y sucesivos fotogramas contemplamos el fantástico viaje terrestre de la flota del Sultán tirada por innumerables yuntas de bueyes hasta el Cuerno de Oro, los embates de las multitudes de bachi-bazuks contra el Mesoteiquion, el desesperado combate naval en un Mármara encendido por los destellos del fuego griego, los bárbaros empalamientos de prisioneros ante la mirada impotente de los ciudadanos hele­nos, italianos y catalanes, congregados bajo un común destino que parece difuminar rostros y afanes particulares. El hechizo anacrónico del blanco y negro, de los contrastes de las sombras aceleradas y los pálidos fogonazos, acompañado por el estruendo salvaje de los disparos del monstruoso cañón de bronce fundido para el sultán, de la balumba sonora de pífanos y tambores y tañidos alarmados de las campanas tocadas a rebato durante el asalto de la madrugada del 29 de mayo, sobrecoge aún hoy al lector, como debió sobrecoger a los escasos y silenciosos defensores de las murallas o a las mujeres, niños y ancianos que en Santa Sofía, bajo los dorados mosaicos refulgentes a la luz de mil lámparas y cirios, cantaban el kirie eleison y fiaban su salvación a la sola ayuda del Ángel del Señor, de flamígera espada. Sobre la encendida cúpula que había rivalizado con el templo de Salomón, la cíclica y eterna cúpula de la última noche, surcada por las parábolas de los proyectiles y sus colas rutilantes: la imagen entrecortada y cinética de la desventura.

Autor: admin 1 marzo 2007

Andrés Trapiello

Hay muchas clases de diarios y, claro, tantas formas de escribirlos y de leerlos como personas, y son tan diferentes entre sí, que a menudo creeríamos que se trata de individuos de una especie distinta.

Si alguna vez ha dicho uno que el diario viene a ser como la huella digital del sentir y pensar de quien lo escribe, es porque hay en el hecho de escribirlo como una fatalidad, algo en lo que no nos es en absoluto posible decidir, como ninguno de nosotros podemos elegir la huella que llevamos en los dedos. También llevamos nuestro diario, como una huella, inseparable de nosotros, con esas misteriosas y caprichosas anfractuosidades que nos identifican. Y de ese manera cuando hablamos de “llevar” un diario, más que de escribirlo, estamos apuntando a la inevitabilidad de vivirlo, como llevamos la vida hacia adelante, al tiempo que es la propia vida quien nos arrastra sin que podamos oponerle demasiada resistencia (y al peligro que en ello veía Unamuno, a propósito de los diarios de Amiel, que parecía vivir únicamente para llevar su diario, para poder contarlo en un diario, o sea, para dejarse llevar por su diario, a ese peligro deberíamos referirnos como un tragicómico acontecer, una especie de patología como el alcoholismo, solo que en este caso hablamos de un alcoholismo de sí mismo, el que padece ebriedad de su vida, como aquel solipsista González Ruano que se hizo estampar en su papel de cartas la divisa “de mi deseo gozo”).

Autor: admin 29 enero 2007

Costanzo Costantini: Fellini. Les cuento de mí (Conversaciones con Costanzo Costantini)
Sexto Piso, Madrid, 2006

Auténtico icono de la cultura mundial, Federico Fellini, el autor de Los inútiles (1953), La Strada (1954), Las noches de Cabiria (1957), 8 1/2 (1963) o Amarcord (1973), es uno de esos cineastas inmediatamente reconocible por el espectador. Sus películas presentan un mundo donde la realidad convive con lo fantástico, a medio camino entre lo cotidiano, lo onírico, lo extravagante, lo exhibicionista, lo visionario y el delirio poético. Un abigarrado universo que dio lugar al popular adjetivo de “felliniano”.

Autor: admin 28 enero 2007

Sandra Petrignani: La escritora vive aquí
Siruela, Madrid, 2006

¿Por qué nos atraen tanto las vidas ajenas? Seguramente porque en el fondo y sin que nos pese, todos tenemos ese trocito de alma de portera que hace operativos y eficaces los más diversos cotilleos y da patente de corso al chismorreo generalizado. ¿Tiene sentido inmiscuirse en las intimidades más o menos miserables del escritor? ¿Hurgar en su vida personal, descuartizarlo, poner sobre el mostrador de la carnicería los motivos y particularidades privadas —muchas veces íntimas— que inspiraron tal o cual página? Seguramente no. Cualquier creador no es mejor ni peor por el hecho de haber pertenecido a las Waffen SS, por emborracharse, engolfarse un poco aquí y allá, llevar una vida disoluta o directamente promiscua, etcétera. Del mismo modo que no es ni mejor ni peor por sentarse ocho horas ante el escritorio a crear páginas inolvidables o unas hemorroides de caballo —o ambas cosas a la vez—. Para apreciar Hamlet no necesitamos saber quién fue Shakespeare, pero es tan tentador…