Autor: 1 marzo 2007

Andrés Trapiello

Hay muchas clases de diarios y, claro, tantas formas de escribirlos y de leerlos como personas, y son tan diferentes entre sí, que a menudo creeríamos que se trata de individuos de una especie distinta.

Si alguna vez ha dicho uno que el diario viene a ser como la huella digital del sentir y pensar de quien lo escribe, es porque hay en el hecho de escribirlo como una fatalidad, algo en lo que no nos es en absoluto posible decidir, como ninguno de nosotros podemos elegir la huella que llevamos en los dedos. También llevamos nuestro diario, como una huella, inseparable de nosotros, con esas misteriosas y caprichosas anfractuosidades que nos identifican. Y de ese manera cuando hablamos de “llevar” un diario, más que de escribirlo, estamos apuntando a la inevitabilidad de vivirlo, como llevamos la vida hacia adelante, al tiempo que es la propia vida quien nos arrastra sin que podamos oponerle demasiada resistencia (y al peligro que en ello veía Unamuno, a propósito de los diarios de Amiel, que parecía vivir únicamente para llevar su diario, para poder contarlo en un diario, o sea, para dejarse llevar por su diario, a ese peligro deberíamos referirnos como un tragicómico acontecer, una especie de patología como el alcoholismo, solo que en este caso hablamos de un alcoholismo de sí mismo, el que padece ebriedad de su vida, como aquel solipsista González Ruano que se hizo estampar en su papel de cartas la divisa “de mi deseo gozo”).

Es muy posible que los diarios, al menos tal y como los entiende uno, tampoco digan todo de quien los escriba. Nada se dice por completo, nadie está dicho enteramente en parte alguna, pero es seguro que los diarios nos ayudarán a entender las razones por las cuales confiamos a un cuaderno ese desasosiego que está en el origen mismo de la escritura diarística. Diríamos que el hombre feliz, enteramente feliz, no escribe diarios. Claro que en cierto modo podríamos extremar aún más esta afirmación y asegurar que llegados a un punto felicidad y creación parecen excluirse, pelearse, desavenirse como polos idénticos de dos imanes, confirmando de ese modo que la creación vendría a ser como un reconocimiento de la verdadera e insatisfecha naturaleza humana (lo que convierte el propósito terapéutico que algunas personas confieren a la escritura diarística no siempre en un bienintencionado placebo). ¿No encontraba Marco Aure­lio en sus meditaciones un íntimo consuelo, un precioso narcótico a la angustia que le producía la idea de la contingencia de todos los afectos, empresas y propósitos humanos?

Podríamos decir, pues, con el poeta, aquello de que “todo cuanto soy está en mi pena”, en el sentido de 
que es el dolor la fuente de donde mana un conocer trascendente, sea en forma de angustia, de estoicismo, de vitalismo o de cualquiera de los modos en que el conocer trascendente cristaliza. Por eso sería un error considerar todo dolor como un mal, ni siquiera como una manifestación del mal. Por lo menos hemos de saber que no todos los dolores son lo mismo, ni todos los males, y cuando el dicho popular nos advertía de que “no hay mal que por bien no venga” parecía estar poniéndole una letra castiza a aquellas conmovedoras palabras de San Agustín, cuando nos dice en sus Confesiones que “es malo sufrir, pero es bueno haber sufrido”. Así que hay, sí, un mal necesario, un mal que fertiliza, hasta decir de él, como de Dios, que de no existir, el hombre, para según qué propósitos, está condenado a inventarlo. ¿Cabría pues ­hablar de males buenos y malos, de bienes malos y buenos? De la pena incluso obtiene el hombre sabio su propio antídoto, que no es otro que aquel “conócete a ti mismo” del frontispicio del templo délfico. De modo que el escritor de diarios parece buscar en el suyo un decir más íntimo para decirse de sí más y mejor que en otra herida, y la imagen de la vida como un río que fluye sin fin pero también sin sosiego es bastante común para que no pensemos en la vida como una herida que jamás llega a cicatrizar. Y sin embargo, esa herida a veces le resulta 
a alguien tan insoportable, que cree encontrar en el decir, en el decirse de sí mismo y de su pena, un cauterio, un analgésico, un narcótico, una especie de tratamiento homeopático sobre la conciencia a base de la propia conciencia de su dolor, del mismo modo que a veces encuentra el hombre consuelo a sus lágrimas llorando aún más.

Por eso no dejan de resultarnos extraños esos raros diarios escritos por hombres felices, que, como el hombre feliz por antonomasia, el secretario Eckermann, deciden llevar adelante una escritura de la que ellos no son sujeto principal, sino una especie de satélite orbitado alrededor de un astro, en su caso concreto, el astro Goethe. Y quizá por eso, por haber renunciado a ser lo que son, logran una escritura de la felicidad.

Y no es solo el malestar, o al menos no es solo malestar lo que hace que uno trate de reconstruir sobre el papel la realidad fragmentada, rota, a menudo dispersa e irrecuperable, pues, algunas veces, en medio de tan desa­sosegante experiencia, sobrevienen momentos de felicidad únicos, casi milagrosos, en los que parece que esa realidad fragmentada vuelve por sí sola a recomponerse, como esa vasija antigua del museo arqueológico que las manos expertas han devuelto a su forma originaria, supliendo incluso, allí donde faltaba, el trozo original, con cierta materia neutra.

En medio del mal, el bien es la llaga. Llaga, como saben, es la palabra castellana con la que en arquitectura y albañilería se designa el cemento o la cal que hay entre piedra y piedra, entre ladrillo y ladrillo. No, no hay en nuestra vida impulsos claramente definidos. Incluso la flecha, cuando acude hacia su destino, va desplazando a uno y otro lado el aire. La vida no es de blancos y negros. Ni siquiera el mal es exclusivo del individuo, como pretenden unos, ni, como pretenden otros, de la sociedad. El mal, el bien, le nacen al hombre y a la sociedad al mismo tiempo. El hombre ha sido un lobo para el hombre y ha sido en otras circunstancias un cordero, y lo mismo diríamos de nuestra sociedad, capaz de destruir al hombre y de engendrarlo. Digamos que bien y mal son complementarios, se necesitan, del mismo modo que las luces más elocuentes son las del crepúsculo, la hora de la pintura, la que más sombras arranca de las cosas. Por fortuna para todos, ese manadero no siempre es continuo, como no lo es la felicidad, que le brota al hombre y le brota igualmente, en determinadas circunstancias, a la sociedad. Digamos que la solución tolstoiana, la de que todo obedece a una causalidad múltiple, variable y compleja, es la más aproximada a ese lío que llamamos hombre. Y ese lío, fragmentado, como veremos, viene unido, unas veces por la llaga del mal, y otras, en cambio, por la llaga del bien.

Sí, porque la dicha, la alegría, la felicidad son en el hombre no un estado permanente, no su modo natural de ser, sino una tregua, y la restauración, la recomposición de esa vasija que finalmente alcanza de nuevo su forma originaria se la debe a esa tregua. Una forma originaria sin la cual no podría concebirse su fondo ­original. Como si esa dicha viniera a ser, por un instante, la resina, el cemento, el engrudo que va a unir todos esos raros fragmentos que minutos antes esperaban en un montón informe a ser barridos de la realidad por inservibles. Y nosotros vemos la llaga. La llaga es visible a simple vista. La llaga de Cervantes, por ejemplo, es la llaga de la compasión; la llaga de Celine es, tan siglo xx, la del mal, la del cinismo y el resentimiento. Y aunque es cierto que el dolor, o más genéricamente el mal, es a menudo fuente preciosa de conocimiento, como si el arte solo manara de una herida, no lo es menos que la felicidad vendría a ser el cauce por donde discurre nuestra pena. Creo que ese es el sentido que tiene lo que Victoria de los Ángeles, a quien entusiasmaba la figura de Santa Teresa, dijo a cierto entrevistador, a propósito de la fatalidad y facilidad de su lloro, oyendo o ­haciendo música. “[sí, era un lloro inevitable; así que me decía] Pues mira, a divertirse llorando porque estás sintiendo de verdad”. De modo que tanto la alegría del dolor y el dolor de la alegría, como la alegría pura nos hacen conocer parajes del corazón humano que al dolor y al mal puros le eran desconocidos. Tendemos de modo natural a la felicidad y evitamos en lo posible el mal (salvo cuando por perversiones un poco tontas, artísticas, sofisticadas, modernas, el hombre, con ebriedad luciferina, ha creído encontrar más luz en la sombra que en la propia luz, o más aire en la sima que en las alturas), pero nos resultaría imposible pensar en ese malestar sin el bien cuyo lugar parece estar usurpando. Diríamos incluso que ese malestar se acrecienta en nosotros justamente al recordar todo aquello de que nos priva, si no fuese porque a menudo el diario crea su propia luz, su propia vida, en la que tales sombras son desplazadas. Sí, definitivamente, el diario es una reparación de la vida, una reparación del mal, una reparación de la realidad. En el diario el hombre se escribe a sí mismo, pero, sobre todo, parece restablecer esa vida descompuesta e irreparable con que nos tropezamos de continuo.

Hablamos de realidad y en cierto modo lo estamos diciendo todo, ya que fuera de ella no hay nada. Pero nada más real que nuestra intimidad, en la que no encontraremos distancia entre nuestro pensar y nuestro sentir. Por eso es en la intimidad donde mejor siente el pensamiento, donde mejor piensa el sentimiento, y acaso por ello no encontraremos un solo diario íntimo que no sea un diario poético. Y así parece nuestra obligación ­hablar, en el diario al menos, íntimamente de todo, incluso de lo más visible y común. Sí, puede uno ­hablar con más intimidad de un libro, de una calle, de una tienda de ultramarinos que otro, por ejemplo, publicitando, aireando, sacudiendo sus íntimas y banales menudencias sexuales. Y cuando algunos, filósofos sobre todo, advierten que es en la poesía donde el conocer humano llega más lejos, nos están sugiriendo exactamente eso, que es en la poesía donde menos distancia hallaremos entre el ser racional y el ser sentimental. Al escritor de diarios, tal y como entiende uno que han de ser los diarios, solo le preocupa la realidad, teniendo presente que no hay otra cosa que realidad, íntima realidad a secas, única realidad sin distancia entre el sentir y el pensar.

En un mundo que ha consagrado, es decir, sacralizado, oxímoron tan monstruosos como el de “arte abstracto” y pleonasmos como “literatura fantástica”, el desnudo enunciado de realidad se nos antojaría pobre, insuficiente, elemental, incluso casticista. Y sin embargo nada más que realidad tiene el hombre, y el creador es aquel que se caracterizará por su hambre de realidad, una realidad que va a percibir en todo momento engañosa, sesgada, incompleta y, sobre todo, fugaz. Tenemos la sensación de que para vivir nuestra vida necesitaríamos al menos otras dos vidas, por lo mismo que para ­recordarla cabalmente necesitaríamos al menos tres. Desde luego, no cabe en una vida su pasado. Y el escritor de diarios ha de enfrentarse de ese modo al malestar que le produce la realidad, una realidad que con frecuencia le es hostil o huidiza, y ha de sumar a ese el malestar de no poder ni siquiera contarlo por entero. Ha de elegir, y toda elección es pérdida, y la pérdida le desasosiega tanto que puede llegar a paralizarle. Se diría que el escritor de diarios se pregunta a cada momento: ¿por dónde empiezo, qué deberé salvar de esta vida? Si en un diario me escribo a mí mismo, ¿a qué partes de mí renunciaré? Y como el buen pastor, asiste entristecido a la pérdida del mundo, de la realidad, de sí mismo.

Y el hecho de que nuestra vida sea un conjunto de fractales tampoco suele ayudarnos. Un día nuestro, en su grisura, se parece a otro día nuestro; pero un día en la vida de Napoleón acaba pareciéndose a otro día en la vida de Napoleón con no menor monotonía, de modo que Napoleón añoraba los días vacíos de su infancia del mismo modo que muchos mortales de vida vacía hubieran dado toda su fortuna por vivir uno de los días de Napoleón. Al contrario, la fractalidad de nuestra vida parece llevarnos a creer en su extrema singularidad. De hecho, tratamos en un diario de dar lo mejor de nosotros, aquello que tenemos por genuino nuestro: unos, la singularidad del genio (y pienso en Thomas Mann anotando en su diario, con neurótica minucia, las libras de tabaco que compra cada semana o los marcos gastados en la lavandería, como contrapeso acaso de las novelas que él mismo y sus contemporáneos reputaban ya como monumentales); otros nos darán en ellos sus alambicadísimos mecanismos mentales (y recordamos a Gombrovich), otros con esa banalización del mal que es la indiscreción, el chismorreo o los poco nobles ajustes de cuenta creerán estar reconstruyendo el infierno de la vida, y muchos otros, en fin, lo peculiar de su existencia personal o social (y en tal sentido convendría anotar en este punto las diferencias que podemos establecer entre los diarios de los escritores y demás personas públicas, políticos, científicos, filósofos y aquellos otros, como el de Ana Frank, que desde su particularidad y privacidad tratan de restaurar y recomponer igualmente un mundo acorde con su propio pensar y sentir). Unos y otros, sin embargo, habrán de enfrentarse a esa doble desazón que hallarán fuera de sí y en sí mismos. Ni el mundo se remedia (y prueba de ello es que el escritor de diarios acudirá cada día a su particular observatorio) ni yo podría remediarlo (porque no sé y porque no puedo), parece decirnos todo escritor de diarios consciente.

En estricto sentido podría calificarse a todo diario personal como un libro del desasosiego, por usar la expresión de Bernardo Soares. Un desasosiego incesante, que no acaba nunca; al contrario, diríamos que la conciencia de sí lo acrecienta, por lo mismo que un exceso de experiencia nos paraliza y nos vuelve unos seres indecisos, titubeantes, sin máscara social. (Y a propósito de esto convendría quizá recordar aquí la indecisión de Tolstoi escribiendo sus tres niveles de diario, como si se tratara de tres niveles de realidad a cada cual más desasosegado: el diario que sabía leería su mujer; el diario que el propio Tolstoi escondía para que su mujer, encontrándolo, creyese que se trataba del “verdadero diario íntimo de Tolstoi; y, por fin, el verdadero diario íntimo de Tolstoi, del que nadie, excepto el propio autor, tenía noticia.)

Una y otra vez el escritor de diarios, que hemos visto partir hacia la realidad con el malestar propio de todo ser humano, habrá de enfrentarse a las que, según Freud, son las fuentes del humano sufrir: “La supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros propios métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad”. Y a ellas deberíamos añadir nosotros la de la incapacidad intelectual no solo para conocer el origen del desasosiego y la sensación de no poder conservar ni siquiera, como haría la gota de ámbar, toda nuestra anomalía en una obra de creación. Pero, sin embargo, la experiencia nos dice que no siempre ha sido de ese modo. Algunos hombres nos han dejado el testimonio en el que han cristalizado todas las respuestas a nuestras preguntas sin respuestas, al menos de una manera simbólica, de una manera viva. Incluso, como veremos en una cita de Leopardi, llegamos a sosegarnos en el desasosiego de aquel que parece inmolarse por nosotros, hallando en el malestar ajeno el principio de nuestro bienestar.

A diferencia de la ciencia, cuya marcha percibimos rectilínea pese a sus continuos retrocesos o extravíos sufridos a lo largo de la historia, el espíritu, con sus preguntas sempiternas, no parece sino desplazarse en círculos alrededor de lo que suponemos el manadero de la sabiduría, sin avanzar ni un solo paso. Digamos que las dudas que apretaban el corazón de Homero o de Sócrates siguen mostrándonos su insultante lozanía, su invencible descaro. Son dudas existenciales, ¿por qué vivo?, ¿por qué he de morir?, ¿por qué encuentro insuficiente el amor que me manifiestan y no correspondido el que yo mismo manifiesto?, ¿por qué no se dan correspondencias entre yo y el mundo mucho más razonables, mucho más satisfactorias?

De esto escribe el escritor de diarios, al menos el escritor de los diarios que a uno más le incumben, más le interesan, aquellos llamados a establecer o restablecer, según los casos, tales correspondencias entre nuestra vida y la de aquellos que nos rodean.

Ha habido ya algunos estudios relevantes que tratan de buscar en todos ellos características comunes, encaminadas a su taxonomía, incluso hay quienes han querido fijar unas reglas del juego, como un código del género, unas normas que nos los hagan respetables, y esto acaso no tanto para jugar, como para que se respeten las normas. Digamos que las dictan no ya los amantes de la vida que en ellos pueda haber, sino los mosqueteros de las ordenanzas, los ordenancistas y forofos de los reglamentos. De estas normas la más debatida es la que se ha dado en llamar “pacto autobiográfico”, por el cual quien escribe esta clase de literatura memorial ha de distinguir entre lo que es biografía y lo que es ficción, o dicho llanamente, entre la verdad de los hechos y la imaginación, encontrando gravísima cualquier mezcla o confusión entre una y otra. Supongo que desde un punto de vista ético deberá corresponderse con la distinción entre el bien y el mal. ¿Pero es que acaso sabemos en todo momento, cuando tratamos de nuestros más íntimos sentimientos, lo que es el bien y el mal, lo que nos conviene o no, lo que nos hace daño o lo que nos beneficia?

¿Qué es la verdad de los hechos? Ni siquiera puede el hombre conocerlos todos, para decidir cuáles son los determinantes, los esenciales, aquellos en los que nosotros quedamos apresados como ese insecto en la gota de ámbar a la que aludía hace un instante (y el de permanecer es uno de los propósitos fundamentales en todo escritor, y acaso más en el del escritor de diarios, el de dejar constancia de lo que le está ocurriendo a él mientras suceden las cosas).

Por otro lado, el escritor que atiende ese territorio de la intimidad está tan confuso que raramente puede distinguir entre la verdad y la mentira de los hechos. Un filósofo puede trabajar por la verdad o la mentira, pero a un poeta no le interesa ni una ni otra, no tiene el menor interés en conocer si una rosa es más verdadera que una dalia, por ejemplo. Todo lo que le sucede tiene en él un grado de consistencia, una materialidad esencial e indemostrable, y por eso puede decir que la poesía es siempre una verdad indemostrable, no porque no pueda razonarse, fundamentarse, argüirse, sino porque no necesita razonamientos, argumentos, fundamentos. En él la realidad es distinta a la del historiador, o a la del filósofo o la del científico, y por eso decimos del poeta, y con más propiedad del escritor de diarios, que es subjetivo, porque es una realidad que le basta al sujeto para ser de una manera completa e insubordinada.

Deberíamos incluso ser mucho más radicales y preguntarnos qué es la verdad. Ustedes, que son filósofos, saben muy bien que alrededor de la verdad y la posibilidad o imposibilidad absoluta de conocerla ha girado toda la filosofía occidental. Y aún más: de todas las verdades posibles, ¿cuáles son trascendentales y cuáles no, cuáles necesitamos para sobrevivir y cuáles nos estorban precisamente el sobrevivir? ¿No hay verdades que nos hacen felices y otras que acaban resultándonos amargas? Quiero decir, que el precio que pagamos por la verdad no es siempre el mismo. Y puesto que esa verdad, en el caso del diario, pasa antes por una decisión peliaguda, hemos de proceder con suma cautela. Para quien escribe no hay otra verdad que las palabras, de hecho la verdad no es nada hasta que no se ha materializado con estas palabras concretas e igualmente indemostrables y no, por ejemplo, con otras parecidas o distintas, también indemostrables.

Para la ciencia estos distingos carecen de interés. Camina derecho incluso a ciegas, por inercia. Los descubrimientos caen uno detrás de otro a veces por un cómico y admirable efecto dominó. Para la ciencia el agua es H2O, y no existe otro enunciado. Es más, cualquier otro (por ejemplo, su capacidad de hacerle ensoñar a un poeta cuando el agua se presenta bajo la forma de surtidor), carecería de interés para ella. Tengo entendido que la filosofía, que para algunos es una ciencia, y por tanto se ocuparía también del H2O, cuando habla de agua, pero lo cierto es que a menudo los filósofos se han ocupado sobre todo de la sed, más que del H2O, como también les ocurre a quienes buscan en las palabras, unas palabras no científicas, explicación a esa abrasadora sed que no logran apagar con nada, teniendo que recurrir a su diario con el fin de aplacar ese sentimiento inconcreto y desasosegante de querer reconstruir el despedazado mundo antes de que desaparezca, antes de que desaparezca su propio creador, en este caso el escritor de diarios.

Quizá el símil que mejor se aviene para el escritor de diarios y la realidad de la que se ocupa es el de aquellas pinturas murales que nos mostró Fellini en su película Roma. Al tiempo que unas excavaciones arqueológicas las descubrían en ciertas enterradas galerías y las sacaban a la luz, la luz las destruía, despareciendo a los ojos de sus descubridores en el mismo momento en el que nacían para ellos. Al escritor de diarios, y, claro, a todo escritor, solo parece quedarle ese efímero instante y el poder de su propia palabra para detenerlo, para fijarlo en el tiempo y en la memoria de las gentes.

Todos sabemos, y tenemos la experiencia de ello, que las cosas son de una o de otra manera según las haya­mos referido, según nos las hayan referido. A propósito de las palabras ha dicho uno en alguna ocasión que incluso la misma palabra es diferente según la use uno u otro, de la misma manera que idéntico perfume huele de forma diferente en dos personas distintas o por lo mismo que en edición diferente los libros dicen cosa distinta, como sentenció Juan Ramón. Así que cuando hablamos de la verdad o de la realidad es difícil saber de qué habla­mos. La verdad sigue siendo la misma dicha de una o de otra manera, pero sentimos que la verdad es más verdad cuando son el rey Lear, o don Quijote, o Mozart quienes nos la dicen.

Y por esa razón no acabamos de saber nunca qué se nos quiere decir con la fórmula “pacto autobiográfico”. El único pacto posible, en el caso de un escritor, es el que este puede establecer con sus propias palabras. A ellas les confiamos el oficio de alumbrar nuestra verdad, incluso cuando nosotros nos resistimos, haciéndonos decir cosas que ni siquiera sabíamos que guardáramos.

Tras una disputa sin acuerdo sobre el pacto autobiográfico, dos amigos, buscando su particular tregua, se asoman al balcón. Buscan en silencio que el silencio restañe esas heridas que a veces nos dejan las discusiones entre amigos. Contemplan desde ese balcón uno de esos días otoñales, plomizos, lluviosos, de luz plateada. Los amigos guardan silencio un buen rato. Cuando rompen a hablar, lo hacen a la vez. A los dos se les ha ocurrido una de esas frases banales que decimos sobre el tiempo que hace, y ambas frases se superponen. Uno ha dicho: ¡Qué día tan hermoso!; el otro: ¡Menudo día de perros! Se miran extrañados de la disparidad de criterios, y uno de ellos, vagamente melancólico, se encoge de hombros. De haber llevado un diario alguno de los dos y haber recogido ese hecho, el del tiempo que hacía en Madrid, el otro, de recordarlo, lo habría tomado por erróneo, acaso por mentiroso.

La elección de los hechos determina la verdad, en realidad diríamos que la desplaza a lugares donde se vuelve inexpugnable, frente a otras verdades. Tomemos como ejemplo la célebre anotación del diario íntimo de Kafka del día 2 de agosto de 1914. Apenas ocupa un par de líneas y es todo lo que de ese día se le quedó entre los dedos. Sin duda Kafka no percibió en toda su gravedad “la verdad de los hechos”: “Alemania declaró la guerra a Rusia. Por la tarde, en la Escuela de Natación”. Era el comienzo de la primera guerra mundial, pero entre ese hecho y el siguiente, que él, en ese caluroso verano, se va tranquilamente a tomar unas clases de natación, no media más que un punto y seguido. ¿Diríamos que ambas verdades, la de que Alemania iniciara la primera guerra mundial y la de que aquel oscuro escritor se fuese a nadar, son y significan lo mismo? Hoy, apoyándonos desde luego en la vida y la obra de Kafka, nos resultan más reveladoras esas dos líneas que cientos de disquisiciones políticas y militares de otros sobre ese mismo hecho decisivo, sobre esa misma verdad. Percibimos de una manera clara que si esa tarde todos los alemanes y prusianos hubieran tomado la decisión de Kafka, no ­habría habido guerra mundial. Y así, de un hecho trascendental, como la declaración de guerra de Alemania, y de otro intrascendente, como el de ir a nadar, alguien ha dado origen a una realidad simbólica diferente.

Ya que la mirada sobre una parte de la realidad acaba configurando la realidad misma, y teniendo en cuenta que el acto de escribir es a menudo la cristalización del otro, nos sería de todo punto imposible determinar qué hechos pueden o no configurar tal pacto autobiográfico, y menos aún en una escritura de carácter íntimo como la que reconocemos a menudo en los diarios, memorias o autobiografías. Claro que podríamos hablar de un pacto de mínimos (no declarar, por ejemplo, que hemos tratado con tal o cual persona, no siendo verdad o creyéndolo nosotros que no lo es) y de máximos (renunciar a hacer verosímil lo que atenta contra la verdad científica, asegurando, pongamos por caso, que hemos ido de Venecia a la Giudecca caminando sobre las aguas), pero lo cierto es que a la literatura (y los diarios íntimos no dejan de formar parte de ella por muy nobles propósitos notariales que los animen) le incumben tanto como los hechos, las verdades simbólicas que de ellos podamos obtener, o como dicen ustedes, el mito allí donde el logos se ha mostrado limitado, y de ese modo hemos de entender que determinada persona pueda llegar a creerse que en determinado momento trató a esta o a aquella persona o que anduvo sobre las aguas que separan Venecia de la Giudeca del mismo modo que Rilke caminaba como un verdadero fantasma por las calles del París de 1905.

Al fin y al cabo un diario es el escenario donde tiene lugar una representación de la vida. No es exactamente una copia de la vida, o un reflejo de ella, ni siquiera una interpretación suya. Al contrario, como otras obras de creación, aspira a ser vida, algo que reconoceremos como vida real, una vida que adquiere una forma peculiar suya, en letra impresa, como el árbol tiene su propia forma, o un perro, o una ciudad, y es en la nobleza de esa aspiración donde a veces encontramos justificación más que suficiente para su existencia, como vemos que ocurre con aquellas obras de arte de probada superioridad en el territorio de lo vivo, de lo vital. De hecho, para nosotros, hoy tienen más realidad las figuras de las Meninas, o los personajes de don Quijote, que las figuras históricas que en esas obras aparecen o que con ellas tienen relación. Una realidad que es, diríamos, superior a un existir sin memoria, ya que de lo que hablamos es de una realidad íntima, consciente de sí misma, reflexiva y sentimental al mismo tiempo.

Y el ejercicio de la reflexión y el dar curso y vía libre a los sentimientos parece el principal objeto de los diarios. ¿Para qué los escribimos, si no es para pensar en ellos y para dar rienda suelta a un sentir más íntimo cuanto más inexpresable e inaprensible, cuanto más indemostrable? Claro que aún hemos de preguntarnos por qué razón solo algunos pocos llevan la necesidad de reflexionar sobre sí y la realidad y la de manifestar sus sentimientos hasta el extremo de buscar un lugar y un tiempo más o menos orillados para dejar constancia de ello por escrito.

Y diríamos que el diario es manifestación de un desplazamiento. En verdad el orillado es quien lo escribe, y de ahí que hasta el rito de escribir su propio diario lo rodee él ritualmente de todo aquello que concierne a su naturaleza de desplazado. Podríamos atribuir al escritor de diarios aquella cualidad que Benjamin atribuía al flâneur baudelairiano: la de llegar al lugar de los hechos o demasiado pronto o demasiado tarde. Eso, qué duda cabe, produce en él agudo malestar, como una criatura que tuviese que renunciar eternamente a la posibilidad de ser, alguien sin presente, alguien condenado de manera dantesca a ser su propio pasado, su inane futuro. De ese modo diríamos que el escritor de diarios solo es puntual en su cita con el diario. En él va a poder llevar a efecto las respuestas que habría podido dar, y no dio, y habérsele ocurrido tal o cual otra cosa, en lugar de lo que en realidad se le ocurrió, y pensar a cámara lenta jugadas de su vida demasiado fugaces cuando acaecieron. Y aunque esté lejos de la cabeza del escritor de diarios proceder a una rectificación de la verdad (y tendría derecho a ello, por mucho pacto autobiográfico que se opusiera a ello con toda la policía de los diarios que le pisara los talones), encuentra ese, el del diario, el lugar ideal para una restauración: la de una existencia maltrecha. Digamos que el diario le da la vida que la propia vida le niega, encontrando en él un lenitivo a ese malestar que le ha hecho vivir de modo insatisfactorio, precipitado, fragmentado. Una reconstrucción de un yo al que la realidad partió en mil pedazos con sus embates constantes, como vendría a ocurrirle a esa barquilla de la existencia lanzada contra los cantiles de la vida cotidiana de la que hablaba Maiakovski la víspera de su suicidio.

Solo que el escritor de diarios, al contrario que el suicida (y no se suicida en sus diarios, a menos que se sea Amiel, con su patológica voluntad de dejar de vivir la vida para vivir su diario), va buscando en él, minuciosamente, la reconstrucción de un mundo perdido: el de la nula distancia entre su pensar y su sentir. En el diario todo es presente, todo tiene una realidad consistente, compacta, esencial.

Y diríamos que por uno de esos prodigios inexplicables (prodigios inexplicables para verdades indemostrables, diríamos sin el menor asomo de ironía), todo el malestar que impelía a escribir en su diario, en el diario parece limpiarse, transformarse, sustanciarse en otra cosa, en algo armónico, consolador y luminoso. Toda la incomprensión, toda la incertidumbre que nos produce el vivir y el desasosiego que esa incertidumbre despierta en nosotros, de pronto, en algunos diarios escogidos parece transformarse en vida segura, conforme, en paz, haciendo de nosotros ese ser del que hablaba Fray Luis, ni envidiado ni envidioso. Y aunque sepamos que quien nos dio testimonio de sí y de su tiempo de modo desasosegado no se libró de su propio desasosiego, encontramos en su obra paradójicamente nuestro propio sosiego. Así lo veía Leopardi en una de las anotaciones de su Zibaldone: “Esto tienen de propio las obras de genio, que incluso cuando representan a lo vivo la nulidad de las cosas, incluso cuando demuestran de manera evidente y hacen sentir la inevitable infelicidad de la vida, incluso cuando expresan la más terrible desesperación, aunque sea un alma grande que se encuentra incluso en un estado de extremo abatimiento, desengaño, aniquilación, tedio y desesperación de la vida, o en las más acerbas y mortíferas desgracias (bien a causa de altas y graves pasiones, bien por cualquier otra cosa); incluso así, sirven siempre de consuelo, despiertan el entusiasmo y no tratando ni representando otra cosa que la muerte, restituyen, al menos momentáneamente, esa vida que tenía perdida”.


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