Autor: 3 marzo 2007

Carmen Morán Rodríguez

When the moon is in the seventh houseAnd Jupiter aligns with MarsThen peace will guide the planetsAnd love will steer the stars.This is the dawning of the Age of Aquarius.

(James Rado y Gerome Ragni, “Aquarius”)

Desde el año 1996 está inmortalizada en una estatua de bronce, obra de Luis Santiago, en las inmediaciones de la plaza de Poniente de su ciudad natal, Valladolid.1 Quienes conocieron a Rosa Chacel en vida y quienes lo hemos hecho únicamente a través de imágenes y de su obra, convenimos, creo, en que la estatua es hermosa, y que guarda una notable semejanza con el original, excepto (inevitablemente) por la actitud. Al verla apaciblemente sentada en un banco, más de un viandante la siente cercana y amistosa, benévola, y se le sienta al lado; los niños se suben a veces en sus rodillas. Y ella, de bronce, no puede responder con una mirada letal ni con uno de sus aún más letales diminutivos. Algunos domingos por la mañana amanece con un vaso en el que se adivinan restos de un cubata o un gin-tonic. Esto, aunque parezca irreverente, le cuadra a su regazo mucho más que los nietos espontáneos. No solamente porque apreciaba el whisky (más de un camarero quedaba estupefacto cuando la venerable ancianita no pedía una tila), sino porque le gustaba —orteguiana, al fin— sentir el latido vital de cada momento, ese espíritu de época que, si lo es, se siente por igual en los libros y en los bares.

Dejó como prueba de esa pasión un libro al que ella llamaba, entre cariñosa y filicida, la “escolopendra” (por no llamarlo ciempiés): siempre le pareció caótico, inexacto, de lectura difícil, monstruoso (pero, como muchos monstruos, dotado de atractivos y hasta virtudes). El libro se titula Saturnal, y fue escrito entre 1959 y 1960 en Nueva York, abandonado y revisado varias veces, y finalmente publicado en 1972. Su tema: utilizando el sencillo sintagma que Ortega cargó de significado, “nuestro tiempo”. En este ensayo, que cambió de título muchas veces y que al final con total acierto acabó llamándose Saturnal, la autora se propone tomar el pulso a la segunda mitad del siglo xx, llevar a cabo “un rapport del tiempo transcurrido”2 en que se analizase lo que “se busca” (OC 2, 48), lo que persiguen “los hombres de ahora” (OC 2, 55), entre los que naturalmente se cuenta ella, aunque investida de una consciencia y capacidad de análisis que la diferencia del resto, que la sitúa entre la clase de los espectadores.

He encabezado este texto citando la canción más emblemática del musical más representativo del hippismo, aunque sea ya desde una cierta distancia (la ¿paródica? distancia que introdujo Raphael, y que el refresco sin publicidad llevó a la cima en un anuncio por todo lo alto: posmodernismo obliga). Resulta sorprendente constatar lo cerca que se encuentran el ensayo de Chacel y estos versos que una vocalista en trance entona al comienzo de Hair. También Chacel cree en el amor como un eros genésico que mueve al mundo y rige el sol y las estrellas (ella, más clásica, lo expresa citando a Dante). Solo que “Aquarius” es un himno optimista, que sitúa la nueva era bajo la protección de un signo de agua y, confiada en el espíritu fluyente de esta casa zodiacal, la saluda con optimismo: no más guerras, no más conflictos, todos seremos uno en el gran magma líquido de Acuario. Para Chacel, el imperio absoluto del eros ya está aquí (lo ha estado siempre), pero ese amor universal no excluye las guerras ni los conflictos, y no se manifiesta ni mucho menos como un baño de armonía pandémica. El signo de los tiempos, para la pesimista (u optimista bien informada) que siempre fue Chacel, es Saturno: portentoso engendrador y, en la misma medida, devorador de sus hijos, ligado al tiempo por naturaleza (su otro nombre es Crono), y cuyas fiestas, las saturnales, son desenfreno, ruptura del orden, caos y desconcierto. Como el siglo xx mismo.

Tratando de expresar el tema de su libro, la escritora recurre a menudo a circunloquios como “el ánimo de nuestra época”, “lo que pasa”, o “el modo”, que en otro lugar define como “el secreto o intríngulis ético-estético de la persona y también de la personalidad de un grupo, de una época, de un país cuya firmeza logra que el modo se constituya en moda…” (OC 4, 323). Solo si no se conoce bien su obra y la de sus maestros estos términos pueden parecer imprecisos. No son otra cosa que el “nuestro tiempo” al que se aplicó Ortega con entusiasmo contagiado a los jóvenes discípulos, como Rosa Chacel. A estos les indica el maestro que es “preciso hacer constantemente la crítica de nuestro tiempo”,3 pues el tiempo y sus síntomas cambian y se renuevan y la crítica no debe perder comba en ese ritmo. El espectador que haga esa crítica deberá estar atento a signos que hasta ese momento se habían considerado banales, como la moda en el vestir, pero que ahora se revelan elocuentes, imprescindibles, para conocer una sociedad. Autores como Simmel (preocupado por la moda) o Huizinga (que como broche a su circunspecta carrera de estudioso elige algo tan jovial como el juego) también lo veían así, y Ortega les abre el espacio de la Revista de Occidente; su magisterio se une, entonces, al del autor de las Meditaciones del Quijote para un grupo de jóvenes. Entre ellos, un poco apartada de ellos, pero con tanta atención y voluntad como ellos —o, en su opinión, más— está Rosa Chacel. Muchos años después, en el exilio, al escribir Saturnal, demuestra su apego a estos planteamientos, definiendo así el objeto de sus indagaciones: el “nuevo modo de ver y vivir las cosas que va conformando y modificando los estratos más profundos de la mente del hombre actual” (OC 2, 124).

Este objetivo hace proliferar en el ensayo los párrafos dedicados a manifestaciones aparentemente triviales de la inmediatez del hoy. No de la modernidad, que para Ortega y los suyos era más bien lo de ayer (lo del siglo xix, tan “moderno” en su momento y tan pasado ya),4 sino de lo que, en cada sucesivo momento, va conformando las diferentes facetas de ese poliedro cambiante que es el presente. De esas muchas facetas, algunas —la filosofía, la pintura, la novela…— eran tradicionalmente aceptadas como fuentes de conocimiento de una época; otras no lo habían sido nunca, o casi, pero a comienzos del siglo xx empiezan a tomarse en cuenta como indicios vehementes del espíritu de un tiempo, en el entorno de la Revista de Occidente: la moda, el cine, el jazz y algunas otras en las que no me detendré (más que por preferencias personales, que también, por la relevancia destacada que los temas elegidos tienen en Saturnal). No es una casualidad que Chacel siembre las páginas de su ensayo de referencias a estas novedosas “producciones del espíritu”.5 Ni siquiera es la plasmación de unos intereses heredados de su formación orteguiana, o al menos no es esto solamente. Hay algo más, no lo adelantaré.

En esta preocupación por los modos y las modas, en un sentido laso, no puede faltar la atención a la moda 
en el sentido concreto que habitualmente se le da al término, es decir, el de la moda en el vestir y sus complementos (directos, indirectos y circunstanciales). Chacel la entiende como reflejo del canon de belleza, y naturalmente, de las transformaciones sufridas por él a lo largo del siglo xx.6 Al observar las nuevas modas que chicos y chicas siguen durante los años de gestación del libro (del 59 al 72, nada menos), la autora concluye que estas demuestran que el eros está más presente que nunca en cada una de las facetas de la vida, que hay un impulso genésico en el ambiente que todos, y especialmente los más jóvenes, inhalan y hacen suyo. Tal intensificación del eros es a la vez causa y efecto de la aproximación entre los sexos: chicos y chicas se aproximan por el clima genésico, y este clima propicia a su vez que el hombre y la mujer, al buscarse, se encuentren con mayor facilidad y se junten (ya no solamente en matrimonio, sino bajo las formas de la amistad, el amor libre o cualquier modo de amor…), porque están más cercanos de lo que lo habían estado nunca. Lo demuestra la convergencia de los cánones, que van confluyendo en un solo estilo unisex. De nuevo, hay que reparar en que esto puede resultar superficial, seguramente lo es, pero en modo alguno es irrelevante. Las chicas con pantalones y pelo corto, los chicos con largas túnicas y largas cabelleras Jesus Christ Superstar son la prueba más visible, y no la menos trascendente, de que los sexos acortan distancias, en una cercanía anímica que se refleja en lo físico: en la indumentaria, en la canonización de unas bellezas que insistan cada vez menos en las diferencias.

Pero no toda la atención de Chacel se queda en la superficie del mar de “nuestro tiempo”. Esta meditación sobre la belleza, aunque suscitada por las nuevas imágenes que gustan a los jóvenes, conduce a una revisión más amplia del modo de entender la belleza en el siglo xx, que comprende todo tipo de belleza, incluyendo naturalmente la de muchachos y muchachas, pero también la de las obras de arte y, más allá, la de los objetos. La pensadora platónica que fue Chacel se pregunta si, en un tiempo en que se impone el feísmo, y las ruinas, las tuercas y las motocicletas desplazan a la Venus de Milo en los altares de la juventud, el concepto mismo de belleza se ha visto alterado o, más aún, ha sucumbido. Desde luego, para una platónica como Chacel la respuesta solo puede ser no: la belleza eterna, inmutable, la idea de belleza, no se destruye, únicamente se transforma, y aunque una concreción particular de la belleza pueda subjetivamente causarnos rechazo, hemos de comprender que la renovación forma parte misma de la idea de belleza, y es por tanto necesaria y, por decirlo así, buena: antes de anquilosarse y traicionarse a sí misma, la belleza se desplaza, abandona las viejas formas adocenadas y pasa a residir en el automóvil, el parking, la ropa hecha jirones, las cabezas rapadas.

En el ensayo que se propone diagnosticar las afecciones y los afectos del siglo xx, Saturnal, es natural que el cine ocupe un espacio destacado como otra de las señas de identidad del nuevo tiempo: amén de varias referencias diseminadas a lo largo del libro, Chacel le dedica enteramente el segundo capítulo, que encabeza precisamente con la archiconocida cita de Alberti “Yo nací, respetadme, con el cine”. Chacel podía perfectamente suscribir estas palabras: su nacimiento a la cultura, como la del resto de sus contemporáneos, es inseparable ya de la linterna mágica, que determina un nuevo modo de mirar, de pensar, de comunicarse con el mundo exterior…7 Entre los primeros textos publicados por la vallisoletana se cuenta una reseña cinematográfica: la titulada “Vivisección de un ángel”, aparecida en 1928 en La Gaceta Literaria.8 Aquí, esta fugaz faceta de reseñista cinematográfica de Chacel importa, más que por las opiniones que en ella encontramos (sugerentes, sin duda), porque confirma que en esas primeras décadas de modernidad rabiosa y autoconsciente del siglo xx, opinar y escribir sobre cine se convierte para los jóvenes de su tiempo, deseosos de vivir y encarnar vitalmente ese tiempo, en un ejercicio obligado (no por ello menos gustoso), en una disciplina fundamental dentro del renovado cursus honorum de la intelectualidad vitalista de los años veinte y treinta. Más tarde, ya en el exilio, Chacel publica “Lo nacional en el arte”, donde analiza la plasmación del “espíritu nacional” de los distintos pueblos en sus películas. Este artículo parte de la convicción de que el cine es un medio privilegiado —el preferido por el siglo— de conocimiento de la realidad, y que determina decisivamente la relación del hombre con el mundo en la edad contemporánea. Esta pasión tempranamente manifestada continuará a lo largo de toda su vida, y se manifestará en sus ficciones (sobre todo, en el ya citado relato “Chinina Migone”; también en Barrio de Maravillas), así como en sus diarios, donde a veces se nos representa como una cinéfaga compulsiva, y donde deja un catálogo de críticas, algunas de ellas iconoclastas, otras directamente feroces.

Pero es en Saturnal, y sobre todo en el mencionado capítulo ii, donde plasma su comprensión del cine como reflejo de las pulsiones de una sociedad. Ese reflejo no es necesariamente idéntico, y no lo es de la sociedad directamente, como tal, sino de sus fantasmas; a la vez, el cine se perfila como un medio que influye sobre esas pulsiones, acentuando fatalmente las que constituyen el núcleo de la problemática de la época. El cine constituye el alimento intelectual y espiritual de los hombres del siglo xx, y resulta incomparablemente eficaz en la transmisión de información, porque a diferencia de lo que sucede con la prensa o la literatura (aun la llamada “de consumo”), el que recibe el cine lo hace sin esfuerzo alguno. Lo que vemos en la pantalla nos gana antes por lo emocional que por lo racional, y percute en nuestro ánimo de manera primaria y muy profunda, sin que cobremos conciencia siquiera de que nuestro pensamiento esté siendo modificado, enriquecido, manipulado…9

En particular, Chacel presta atención al cine bélico, que en su opinión ha puesto a disposición de los hombres del siglo xx una cantidad de relatos sobre guerra abrumadoramente superior a la que otras épocas han visto circular, y —merced a las particularidades expresivas de un medio que integra lo visual, lo sonoro y lo narrativo— con una fuerza de impacto en el espectador medio sin precedentes. A este respecto, una de las notas más llamativas para la estudiosa, es la disociación entre bien y belleza: ahora (el cine es en parte causa, en parte testimonio de ello) el mal y los malos son más fascinantes que los buenos.10 Como la moda, el cine termina conduciendo a la consideración sobre la realización de la idea de belleza en nuestro mundo. De una manera abstracta (en la consideración de la disociación entre bien y belleza), pero también de una manera mucho más precisa: otro de los motivos que el cine suscita es el pensamiento en torno a la representación del cuerpo humano en el cine; no es raro, pues, que esto conduzca a considerar 
el papel del cine en la consagración de nuevos modelos de belleza. Para Chacel, el cine muestra, y los espectadores (con su gusto no siempre predecible) consagran. En los años que circundan la larga gestación de Saturnal, Chacel percibe que las pantallas han recogido, mostrado y extendido la belleza beatnik. Es significativo que la escritora se decida a calificarla con este adjetivo, apuntándose así (creo que entre los españoles, debe ser de los primeros) a la fiebre beatnik que desde 1959 traspasa lo marginal y casi se institucionaliza, haciéndose omnipresente en los medios de comunicación de masas.11 Una de estas modas, a cuya difusión cree Chacel que el cine ha contribuido significativamente, es la del pelo corto. Para la escritora, una imagen que nació y se asoció inequívocamente con la guerra y los campos de concentración, con el castigo y la degradación, en fin, ha llegado, apenas quince años después de terminada la segunda guerra mundial, a convertirse en una moda: las despejadas cabezas de Ingrid Bergman en For Whom the Bell Tolls (1943) o, más acorde con la nueva belleza de los sesenta en adelante, la de Jean Seberg (especialmente en À bout de souffle, 1960) serían dos ejemplos especialmente divulgados, pero podrían citarse muchos más. En el sentido profundo de esta tendencia en el peinado, Chacel adivina un fondo de exorcismo de los horrores pasados: “Adoptar esa moda ¿es anhelar la degradación que significa: es querer vivir la traición que señala y haber conocido la emoción impura de la culpa?… ¿Es aprobar el acto que representaba como rebeldía, como atentado a una autoridad que no se respeta?… ¿Es un deseo de borrar la herida que quedó en el alma de unas cuantas mujeres, convirtiendo su oprobio en gracia, en juego, en belleza?… ¿Quién puede saber lo que es?… Si tuviera que decidirme a opinar, optaría por decir que es todo ello junto, porque lo único que se nota sin lugar a dudas es que en ello hay mucho y muy hondo” (OC 2, 129-30).

La última de las señas de nuestro tiempo adoptadas por Chacel a la que me referiré es el jazz. Durante las dos primeras décadas del siglo xx, este estilo musical ­había tenido su gran momento de eclosión y divulgación: así lo prueban no solamente los numerosos testimonios de entusiasmo por esta música, sino también las frecuentes críticas en que se acusaba al nuevo estilo musical de ser primitivo y lascivo o de perturbar la moral pública, y se le vinculaba al alcohol, las drogas, la prostitución y el crimen.12 Por estas mismas fechas, y especialmente tras el trauma de la primera guerra mundial, cunde en los cenáculos intelectuales de Europa la sospecha de que la civilización occidental, en la que tan solo unas décadas antes se depositaba toda la confianza de perfeccionamiento de la humanidad, se tambalea. Esta cultura que se considera a sí misma heredera del prestigio intelectual y civilizador de griegos y romanos, de la filosofía racional y del siglo de las luces, ha agotado su savia, se encuentra extenuada, en parte carcomida por sus propios principios: la razón, la confianza en la lógica, la civilización, las bases del derecho internacional… Estos, por una parte, se han mostrado insuficientes para garantizar el ideal de vida propuesto por esta misma cultura (como la Gran Guerra, con un número de bajas hasta entonces impensable, ha demostrado); por otra parte, han anatemizado históricamente aquellos valores distintos de los de su propio canon fáustico y racionalista que podrían permitir el desarrollo en direcciones alternativas. Sin embargo, los cimientos ceden: impotente y agotada, esta civilización, con sus principios, se resquebraja ante el empuje bárbaro de los pueblos salvajes, más vigorosos, que detentan la fuerza de la irracionalidad, de un vitalismo que solo desde la reblandecida ética del cristianismo occidental parece cruel, y que tiene de su lado un fin ético no menos respetable: la lucha por la vida, a sangre y fuego. En este contexto brota un movimiento de repulsión/admiración por “la negritud” (concepto que nace como constructo blanco, occidental, que simplifica los matices y las diferencias culturales, de las culturas africanas y afroamericanas desde la perspectiva del temor y la atracción por “lo otro” del blanco). En este discurso sobre el agotamiento vital de Occidente y la victoria de los pueblos nuevos, inocentes y brutales, que no han desgastado su fuerza en el ejercicio de la especulación racional, el componente sexual está muy presente, como puede verse desde la misma elección de un léxico connotado y evocador (vigor/agotamiento, fertilidad/esterilidad…). La sexualidad fuerte, violenta, del negro, se impone sobre la pasividad, la blandura adocenada del mundo blanco (que ha revestido el puro impulso genésico de elucubraciones literarias, traicionando la esencia vital de las relaciones sexuales). En este clima se incorpora al pensamiento Rosa Chacel, y de hecho que el eros sea su gran tema puede tener, como ella afirmaba, mucho de vocación personal, innata, pero indudablemente es también un efecto del magisterio de Ortega y en última instancia del ambiente. Chacel fue ella y su circunstancia.

¿Y el jazz? El jazz es negro, es irracional y es sexual. En ello coinciden tanto sus horrorizados detractores como sus fascinados admiradores. El porqué salta a la vista, solo hay que imaginar sendas veladas que tuvieran lugar, pongamos por caso, en 1920: la primera, un concierto sinfónico en Viena; la segunda, una sesión de jazz en un club de Nueva York. El jazz nace asociado a los ritmos africanos, a menudo se toca en los clubes marginales a los que los blancos han empujado a los negros. La jam session prescinde del corsé racional que impone una partitura. El ritmo de su música y los movimientos de los músicos y de los espectadores, que parecen caer en trance (suspender, por tanto, la lógica) asemejan un arrebato erótico. Claro que todo esto merecería cuidadosas matizaciones: aunque es innegable el fuerte componente africano de los orígenes del jazz, considerarlo un estilo musical exclusivamente negro supone ignorar otros elementos igualmente importantes en su formación, de la misma manera que identificarlo exclusivamente con la improvisación resulta reduccionista.13 Pero bajo este prisma parcial quisieron entender la nueva música muchos europeos, especialmente tras la Gran Guerra, cuando sentían su civilización y sus artes desfallecer y se encontraban listos para una invasión catártica. El jazz fue también en esos años la cristalización musical de un fantasma temido y anhelado por muchos europeos…

Rosa Chacel se forma en el ambiente intelectual de Ortega, que lee a Spengler y a Frobenius y acude a los dancings a rendirse a la fuerza primitiva, pura, sexual, del jazz. La meditación sesuda sobre la decadencia de Occidente se encuentra junto al gusto por el fetiche primitivo, lo superficial: tan activa y trascendente son la una como la otra. En realidad, no hay una línea divisoria. Esta manera de entender el jazz y en general los productos culturales extra-occidentales, conforman la base intelectual de Chacel, el sedimento cultural sobre el que se organizarán las experiencias posteriores. Ya en fecha tan temprana como 1928,14 en una reseña sobre una representación de la pieza teatral Orfeo de Jean Cocteau, la escritora había mostrado su fascinación por este estilo musical.15 El breve texto comienza elogiando el “negroide […] ritmo […] como puede serlo un marfil primigenio y moderno, vital, sensual, remoto, íntimo […]”. Pero es que además la reseña está escrita en una prosa sincopada como si ella misma fuese una pieza de jazz.

Cuando, muchos años más tarde, entre el 59 y el 60, tiene ocasión de visitar Nueva York, Rosa Chacel entra en contacto con una situación nueva. Por esas fechas Harlem bulle en movimientos de reivindicación, Martin Luther King está a punto de tener su sueño (ocurrirá en 1963) y los Black Muslims y Malcolm X buscan medios más radicales de hacer valer la identidad y los derechos de los americanos negros. En esas fechas, el ­jazz era ya una corriente musical con entidad definida en la que se habían integrado muchos músicos blancos (algunos con tanto éxito como Glenn Miller), y tal vez ya no esté demasiado justificado seguir uniéndola a las reivindicaciones raciales negras, pero Chacel percibe estas nuevas realidades desde su óptica formada en el ambiente de entreguerras y su obsesión intelectual por el eros. En Saturnal, el jazz es considerado la “más perfecta expresión” de las inquietudes culturales (más aún: vitales) de la cultura del siglo xx, especialmente tras las dos guerras mundiales, y “su más eficiente instrumento o vehículo” (OC 2, 159), cuya presencia en la cultura mundial “va in crescendo” (ibídem). Cómo no diagnosticar, tras la observación de estos síntomas culturales, “una llamada desesperada al sentido génesis, es decir, una llamada a la vida misma” (OC 2, 159). El siguiente párrafo de Saturnal, en el que Chacel expresa la situación de búsqueda, de anhelo de estímulos y de realización que son el espíritu del siglo xx, recurre justamente a una serie de imágenes que recrean la atmósfera de un club de jazz, y recogen tópicos como la asociación al brío sexual: “Con todo esto, la llamada del eros es cada día más desesperada, porque es penosísimo tener que contribuir al hormiguero, pero hay que contribuir, es inevitable. Y lo que se anhela —mientras se va en la larga procesión, con la carga que a cada uno corresponde— es arder un momento, por medio de la masturbación de cualquier música agitada, por la proximidad de las razas que no marchitaron todavía su potencia sexual con el ejercicio de la razón, por el efecto de cualquier alcohol. Quién sabe lo que puede surgir de esa embriaguez: la orgía es pura mística, y los dioses, ¡y Dios, que es lo más grave!, llevan mucho tiempo haciéndose los sordos. Hay que gritar, hay que producir algún ruido que llegue hasta ellos. No es dudoso que, puesto que la vida sigue renovándose, Eros no nos ha abandonado del todo: pongamos en él la esperanza” (OC 2, 162).

Otras señas de nuestro tiempo aparecen en Saturnal. La música pop, las nuevas espiritualidades new age y los devaneos orientalistas, las últimas tendencias en las artes plásticas, son también analizadas como rasgos del siglo, junto a la moda, el cine y el jazz. ¿Aparecen verdaderamente estas alusiones como facciones de un tiempo, o somos nosotros quienes desde nuestra perspectiva ya alejada encontramos una unidad y un sentido en lo que no serían otra cosa que asuntos heterogéneos entre sí? Evidentemente, si he llegado hasta aquí (y aún queda algún lector que haya acompañado estas líneas), es porque creo que las referencias culturales examinadas, y las solo aludidas, funcionan como marcas de pertenencia al grupo de Ortega, que había tomado como suya, por prescripción del maestro, la tarea de tomarle las medidas a su tiempo, “nuestro tiempo”, y que había aprendido que las pulsaciones profundas se perciben a menudo mejor escuchando y observando estas muestras externas. La propia Chacel recordó en varias ocasiones que su pertenencia a este grupo, sin embargo, siempre fue problemática, por diversas razones: por su autodidactismo, por su falta de diplomacia y don de gentes, por su procedencia provinciana… También (aunque ella esto tienda a pasarlo por alto) por ser mujer, y porque, siéndolo, ni siquiera encajaba en el nuevo prototipo de la mujer moderna (mundana, ingeniosa, delgada y aerodinámica), que le hubiese otorgado un pase especial.16 Ignorada por otros condiscípulos, la escritora no ceja en sus intereses, y además busca la estrategia que permita a los lectores de su obra encuadrarla en el lugar que ella consideraba que le correspondía. No es cuestionable que a Chacel le interesasen el jazz, el cine o la moda, pero escribir sobre ellos no es únicamente la satisfacción de un gusto personal, es también la manera de granjearse un sitio en la grada que ella sentía suya, pero en la que no siempre encontró un sitio. Se trataba no solamente de ser orteguiana, sino también de parecerlo.

El microrrelato: clásico y moderno

A estas alturas de la historia literaria en la que parece que todos los géneros se disuelven para mezclarse con otros, ha ido abriéndose camino una nueva modalidad narrativa, el microrrelato, que —insistamos en ello— ni es un cuento, ni un aforismo, ni un poema en prosa, aunque se aproveche de algunas de sus características. Podría decirse, así, que es una breve composición en prosa que cuenta una historia y cuya estructura narrativa se organiza buscando el mayor impacto posible, a fin de alcanzar la unidad de impresión que E. A. Poe reclamara para el cuento literario moderno. Debido a su naturaleza, en extremo concisa, requiere concentrar al máximo el efecto logrado, para poder contrarrestar una tendencia a la fugacidad y dispersión que se revelan aún mayores que en el cuento. Como la anécdota apenas si está apuntada, la construcción de sentido depende en gran medida del lector, tal como suele suceder, por ejemplo, en el poema en prosa o en el más estilizado haiku. No en vano, suele ser habitual que su lectura convoque imágenes de gran fuerza emotiva. Asimismo, puede guardar en su disposición trazas de la estructura de otro tipo de géneros discursivos, sean literarios o bien procedentes de los medios de comunicación de masas o la publicidad, tan omnipresentes hoy en día. Sin embargo, no es obligatorio que así sea. Suele utilizar, por último, un lenguaje preciso y con escasos aderezos, capaz de sugerir por sí mismo cuanto no pueda desvelar explícitamente por falta de espacio. Y aun así, el microrrelato, álgebra de la narración, debe ser capaz de alumbrar un relato, de despejar la incógnita formulada con tan breves trazos.Al igual que en el resto de los géneros literarios, pero quizás en este con especial intensidad, el lector desempeña un papel prioritario y concluyente. El microrrelato suele manejar una gran variedad de recursos expresivos que requieren la plena participación de un lector atento, capaz de alcanzar la más adecuada comprensión. La mayoría de las veces se dirige, por tanto, a un degustador experimentado, frecuentador de la tradición literaria, familiarizado con su riqueza y diversidad. Se trata, en fin, de alguien activo y cómplice, con sentido del humor, que conozca la historia literaria, ande al tanto 
de los entresijos del lenguaje, de las leyes de la retórica y de­ ­
los hitos de la cultura universal. Si como apuntaba Goethe el objeto de la poesía radica en poner música al universo, el del microrrelato acaso estribe en colmar de misterio y ambigüedad la narración con los mínimos elementos posibles. Y así, este nuevo territorio de experimentación literaria, transitando siempre en los límites, y como la escenografía arte de síntesis y de sugerencia, tiene que ser un género exigente, tanto para el escritor que lo cultiva, que no debe dejarse engañar por la supuesta facilidad de lo breve, como para el lector que lo disfruta, quien no puede permitir que le den gato por liebre, aunque debe estar dispuesto a reconocer siempre, como ocurre en Ficticia, que las liebres puedan ser gatos, sin descartar siquiera al de Cheshire.

Altos designios

Para Julia Otxoa y Ricardo Ugarte

Inspección general del universo. En el sistema solar, encuentran al tercer planeta hecho un desastre. “Estos bichos lo han llenado todo de porquería”, dice el Espíritu Santo. “Habrá que limpiarlo”, replica el ­Hijo. “De acuerdo. Desde mañana, Cambio Climático”, ordena el Padre.

El desposeído

Aquella noche, al regresar a casa, mi sirena me dijo que me dejaba, que se iba para siempre con el trasgo del desván. Los años no me han dejado olvidar sus besos salados ni su aroma marino, pero lo peor fue que el trasgo se llevó mi colección filatélica.

Parábola bilingüe

Yo heredé de mis padres una casa. Tú heredaste una de tus padres y otra de los míos. Ahora dices que rechazas la casa que heredaste de mis padres, que estás dispuesto a destruirla, a quemarla. Haz lo que te dé la gana: serás tú quien se empobrezca, no yo.

La camisa del hombre infeliz

Después de que se fueron los emisarios del Rey, el hombre feliz comenzó a pensar en lo descomunal de aquella indigencia suya, nunca antes descubierta. Con el correr del tiempo, esta reflexión le fue amargando la vida. Así, el hombre que no tenía ni camisa acabó considerándose el más desdichado del mundo.

Agujero negro

El hombre pasea por la playa solitaria y encuentra, depositada en la orilla por las olas, una botella de cristal negro, con una señal muy extraña impresa en su tapón. Mientras lo desenrosca, el hombre piensa en sus lecturas de niño: el genio cautivo, los mensajes de náufragos. Abierta, la botella inicia una violentísima inhalación que aspira todo lo que la rodea, el hombre, la playa, las montañas, los pueblos, el mar, los veleros, las islas, el cielo, las nubes, el planeta, el sistema solar, la Vía Láctea, las galaxias. En pocos instantes, el universo entero ha quedado encerrado dentro de la botella. El movimiento ha sido tan brusco que se me ha caído la pluma de la mano y han quedado descolocados todos mis papeles. Recupero la pluma, ordeno los folios, empiezo a escribir otra vez la historia del hombre que pasea por la playa solitaria.

Temores infundados

Esta mañana me he despertado con un miedo angustioso a no poder volar, y la desagradable impresión persistía mientras iba subiendo por la escalera de la terraza, con la gabardina bien ceñida y mi cartera colgada de una mano. Sin embargo, me he lanzado al vacío, he emprendido el vuelo sin problemas, y he llegado con toda puntualidad a la oficina.

Para una historia secreta del éxito

Al principio me conformaba con que algunos amigos del colegio admirasen mis invenciones escritas. Luego anhelaba publicar un libro, solo eso, y me sentí dichoso cuando tuve en las manos el primero de los trescientos ejemplares que imprimió aquel modesto editor. En mi siguiente novela ya me inquietaba no llegar a vender más de dos mil ejemplares, y las críticas, aunque favorables, me parecían pocas y mezquinas. Apenas hube ganado el premio editorial más importante del país, empecé a desear con ansia el premio de la Crítica, y cuando me lo dieron, sentí que lo que de verdad me dejaría satisfecho sería conseguir el premio Nacional. Me concedieron el Nacional, pero comprendí que mi obra no tenía toda la resonancia que merecía en el ámbito americano, y hasta que no me galardonaron con el premio Rómulo Gallegos me encontré muy desazonado. La inquietud no cesaba, porque me parecía que mis libros estaban poco traducidos, y cuando se multiplicaron las ediciones extranjeras, el número de ejemplares no respondía nunca a mis expectativas de difusión. Se hacían tesis sobre ellos en bastantes universidades del mundo, aunque me mortificaba que en muchas otras fuesen menos valorados. Entonces deseaba vivamente ingresar en la Real Academia. Me nombraron académico, y empecé a sentirme desafortunado porque mi nombre no sonaba para el premio Cervantes. Me concedieron el Cervantes, pero mi alegría duró poco, porque estaba convencido de que una obra de la envergadura de la mía era merecedora del premio Nobel. Cuando por fin conseguí el Nobel, me defraudó que no fuese noticia clamorosa en todos los periódicos del planeta. Tanto desasosiego sobre mi significación literaria había ido debilitando mucho mi corazón, y fallecí de modo repentino, cuando todavía no era viejo, al salir de un homenaje en mi honor al que no asistieron todos los personajes que deberían haberlo hecho. Ahora, en el salón de juntas del Parnaso, compruebo con insufrible decepción que son otros, demasiados, quienes ocupan los sillones preferentes.


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