Autor: admin 10 marzo 2007

Carlos Labbé J.

I

Recuerdo particularmente un viaje a Algarrobo con mi mujer y mi hija, hace algunos años. Era enero y hacía calor. Llegamos un viernes por la tarde, dejamos nuestras cosas en la casa y corrimos a bañarnos. Ellas se metieron de inmediato al mar. Yo, por mi parte, me tendí sobre la toalla, boca abajo, y me dormí. Estaba cansado. Me había pasado las últimas cuarenta y ocho horas frente al computador intentando redactar un artículo que me ­había pedido el suplemento de cultura de un diario. Tenía que hablar de Nathaniel Hawthorne, de cuyo nacimiento o muerte, no me acuerdo, se celebraba un aniversario importante. Mi mujer había leído hacía poco un temible cuento de Hawthorne, titulado Ethan Brand, capítulo de una novela interrumpida. Según ella, yo debía proclamar que el escritor puritano era uno de los abuelos de la obsesión de la narrativa actual, amparado en la frase con que concluía el relato: “los restos de Ethan Brand se 
deshicieron en muchos fragmentos”. Aunque era evidente que mi mujer se estaba riendo de mí, no me pareció un mal punto de partida para el artículo. Investigué un poco y descubrí que el cuento mencionado estaba incluido en el volumen The snow image. El nombre del libro me pareció fascinante. Sin embargo, me empeñé en escribir lamentaciones sobre el hecho de que la sugerente frase de Hawthorne se hubo transformado en un lugar común de la tecnología. Al cabo de múltiples borradores, me di por vencido: no podía poner en palabras por qué me parecía trágico que la maravilla de esa snow image ahora fuera una manera de nombrar un defecto en las pantallas de la televisión. Así que salí a la calle, a tomar aire. En el momento de pararme en la esquina, esperando la luz verde, vi a mi mujer a lo lejos, en la otra cuadra. Estaba de espaldas a mí. Por un segundo noté que alguien la tenía abrazada y que su cara se unía a la de otra persona en un beso. Luego enfoqué la mirada y me di cuenta de que ella estaba de pie frente a la vitrina de una tienda de ropa. Enfrente de ella estaba solo su propio reflejo en el vidrio. Cuando nos encontramos, me preguntó cómo iba aquello de la hipérbole y me besó en la mejilla. Esa misma tarde partimos a la playa.