Autor: 21 mayo 2009

Aurora Luque
La siesta de Epicuro
Visor, Madrid, 2008

De pocos filósofos transcendentales se ha conservado obra tan exigua como de Epicuro. Sin embargo pocas doctrinas filosóficas han calado tan hondo en las sociedades venideras como el epicureísmo. La obra toda de Aurora Luque (Almería, 1962) se haya estigmatizada por esta corriente. Se ha ido consolidando como una de las muestras más preciadas de la poesía española contemporánea (factura formal impecable, temática sorpresiva). Su obra poética contempla siete títulos (y otras tantas antologías) con los que profundiza (desde Problemas de doblaje, 1990) en una estela grecista y ultramoderna donde no faltan la experiencia cotidiana, el instante sorpresivo y un elemento mítico de fondo que nos sumerge en ámbitos grecolatinos pero actuales (de vitalismo culturalista se ha hablado). La siesta de Epicuro es un libro breve y supone un ensanchamiento de su poética. Al desenfado habitual, se le suman poemas de tono grave, se introducen secciones de haikus y poemas breves y, al tiempo, encontramos textos que significan una libre traslación de los originales (Catulo, Vivien).

Desde el título mismo queremos ver un homenaje a Epicuro de Samos, fundador de una de las corrientes filosóficas más sugestivas de la Antigüedad. Epicuro había escrito 300 años a. C. algunas frases memorables: «El placer es el principio y el fin de la vida feliz», «comamos y bebamos que mañana moriremos» o «las cosas emanan efluvios que ingresan en nosotros a través de los sentidos». Fue inductor de esa corriente hedonista que preparó el terreno para que una línea materialista y sensista llegara hasta nuestros días de la mano del venusiano Horacio, quien potenció el legado epicúreo con aquel celebérrimo carpe diem, hallado en su Oda XI. Precisamente Luque inicia su libro con «Fruta del día», otra variante más del carpe diem horaciano tan presente en el poema luqueano, aunque trastocado en ferviente modernidad en otros de sus títulos: Carpe noctem, Carpe verbum y Carpe amorem. El final del poema ofrece otra variante más del tópico latino: «Cómete ya tu propio / cerebro fatigado / es la fruta del día». Este texto se halla dentro de una primera sección que la autora llama precisamente «La siesta de Epicuro». Otros poemas inciden en emplazar al filósofo de Samos, ya sean los heptasílabos de «La siesta de Epicuro» o los alejandrinos de «Epicuro en la quinta avenida», en que se manifiesta un encuentro entre la modernidad de un restauran de la 5.ª avenida y el poso de la filosofía epicúrea. Y al margen de otros poemas en los que se muestra la incesante querencia por «la felinidad de los deseos» (como en «Felinidad», o aquellos «deseos tenaces como un perro» del poema «Erinias», esas divinidades castigadoras de Ovidio), encontramos un divertimento como «Generación Nocilla», crítica ácida a nuestras más jóvenes promesas: «Producto paralelo —qué ironía— / de calorías huecas, / indigesto y opaco, / industrial y marrón»; poema en que aparece Machado de soslayo («Mi infancia son recuerdos / de un vaso de Nocilla»), como ocurre también en «Patria» («Mi patria son recuerdos / del mapa de una escuela»). Esta parte es la que presenta mayor parentesco con la autora de Camaradas de Ícaro.

La segunda sección, «La biblioteca de Pisón», reúne sus acercamientos a algunas de sus preferencias literarias, precedidos por cuatro poemas breves, cotidianos y sorpresivos. Entre ellos destaca «Cócteles», poema de declaraciones: «ningún poema vino / jamás a mí sin música». En su final escribe: «yo soy yo más Euterpe y Dionisio», lo que reafirma la serena vocación helenizante de su autora. Asimismo «Colección particular» recurre a un modo borgiano de enumeración para referir el momento en que quedan plasmados instantes de una vida: «meter olas en frascos: dícese del milagro / o de la infancia lenta y poderosa», con cierta invocación horaciana en su inicio: «Un instante deslumbra / Lo recoges».

Por otro lado, en esta biblioteca de Pisón —dijimos— se irán a incluir una serie de divertimentos que insisten en el acercamiento al mundo literario de la autora en forma de interludio vario. Tales son las libres y actuales traducciones de Catulo de la sección «Catulo y yo». Divertidas, originales, versiones de poemas clásicos como «Odi et amo», «Vivamos, mea Lesbia», «Amabo, mea dulcis Ipsitilla» o «Quid est, Catulle?». Catulo, tras Epicuro y Horacio, supone otra de las fuentes luqueanas. Un Catulo que se actualiza en manos de esta particular traductora: «A vivir y a gozar, que son dos días / y uno me sale nublado, mi Catulo». En uno de los textos se nombra a Acebes y Zaplana. En otro se alude a Babelias y Marbellas dentro de un discurso iluminado de postmodernidad. Otra de las partes de esta selectiva biblioteca de sus días es «Homenaje a Renée Vivien», formado por tres poemas que vienen augurados por la traducción que presentó en 2007 sobre poemas de la poetisa francófona, versiones basadas en títulos de Vivien —como ese poema tan viveniano y actual: «Anorexias», el cual se inicia con una máxima luqueana: «Vivir es desvivir. Quién lo diría». A ello le sumamos otro de los homenajes, esta vez a la escritora gaditana María Rosa de Gálvez, a quien le dedica un poema de ámbito madrileño («María Rosa de Gálvez, preámbulo de un sueño»). La sección «El jardín de Filodemo» es una colección de 27 haikus que, al igual que vimos en su librito Haikus de Narila (2005), no son sino el epicúreo elogio del instante. Haikus sensoriales, descriptivos, sorpresivos: «Nada más bello: / un poema que cruza / siglos con pétalos». A todo ello se añaden los heptasílabos asonantes de «Letras para Carmen Linares», que conocíamos por su inclusión en la antología Carpe amorem, y que tratan de definir el deseo como estímulo vital. Al final de esta sección encontramos un poema en tres partes, «Cabo de Gata», cuyo entorno refrenda el ámbito mediterráneo tan proclive en esta autora. El poema 2 inserta unos de esos versos de su poética hímnica, desenfadada: «Ambré Socaire, Delial: los mares del verano / huelen a droguería».

«La tumba de Lucrecio», última sección que cierra el libro, confirma la madurez de esta poeta. Son, en su mayoría, poemas graves y solemnes —como el inicial «Vejez»—, u otro posterior: «La soledad de mi madre», que termina: «y el silencio que ahueca para sí / la hondura de la noche». No obstante, el que cierra el volumen, «En radio tres», obsta a un retorno al carpe diem inicial, de nuevo vinculado a una poética sorpresiva y cargada de un epicureísmo ultramoderno: «Ahora que ya sé / lo que roba la muerte / me importa mucho el aire de esta noche». En este sentido se cierra un ciclo que divaga entre la siesta y la angustia. La poesía de Aurora Luque llega a su madurez de la mano de Epicuro. Club selecto, pues: Ovidio, Catulo, Safo, Horacio, Virgilio, Epicuro…, del que a todo poeta viviente le gustaría formar parte.

Ricardo Virtanen


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