Autor: 21 mayo 2009

Giacomo Leopardi
Diario del primer amor
Traducción de César Palma
Errata Naturae, Madrid, 2009

Puede parecer, en una primera ojeada o incluso tras una primera lectura, que este Diario del primer amor de Giacomo Leopardi es un resto arqueológico, y que si tiene algún interés será únicamente para los muy devotos del solitario de Recanati. Es, de hecho, lo que a mí me pareció al leerlo por primera vez. Sin embargo, después de haberlo releído despacio, pensando en su canto X, «El primer amor», y en el Zibaldone, y en el nacimiento del Romanticismo sobre las ruinas del sueño de la Razón, pero sobre todo pensando en los diarios adolescentes, tan rematadamente cursis, tan dramáticamente sensibleros, que he cometido el pecado de leer (un pecado del que, como de la mayoría de los que he cometido, no me arrepiento), mi opinión es otra. Sobre estas pocas páginas se proyecta la sombra turbada y candorosa de un joven que, al cerrar las puertas de su biblioteca y abrir las de su corazón, contrae su primer constipado amoroso, un catarro que, como todos sabemos, nunca se acabará de curar.

Giacomo Leopardi ya no era un adolescente cuando recibió la visita fugaz de su prima Gertrude Cassi, una mujer mayor que él y casada. La dama de Pésaro, como él la llama, no es una mujer refinada, ni especialmente brillante o atractiva, pero es la primera mujer que se le acerca (aunque sólo sea para que le enseñe a jugar al ajedrez), y Leopardi, que lleva más de un año deseando sentir el poder de la belleza, cae rendido a sus idealizados pies como un pajarito. Se enamora de una ilusión, como todos, pero él analiza como nadie el proceso que sigue ese enamoramiento hasta que al cabo de unos pocos días la fiebre remite y la pasión se adormece.

Leopardi sentía la necesidad de experimentar en carne propia los efectos del veneno del amor, y una vez que los experimenta se aplica a analizarlos concienzudamente, como uno de esos científicos locos que no dudan en emplearse ellos mismos como cobayas. Leopardi, que había vivido la vida a través de los libros, necesitaba exponerse a ella sin protecciones, y eso es lo que hace, inyectarse el veneno y no perder detalle de sus progresos. Lo habitual, a esos años, es que uno se limite a volcar en su diario sus sentimientos. Pero Leopardi los vuelca para estudiarlos, para estudiarse a sí mismo, para tratar de descifrar la materia de la que está hecha la carne. Él quiere descubrir los secretos de esa materia para poder después hacer con ella literatura. Una literatura que se erigirá sobre el dolor de la pérdida, en el fervor de la melancolía, porque Leopardi estaba enfermo de la peste de la época, el Romanticismo. No en vano años después, en su Zibaldone, escribirá: «Los mejores momentos del amor son los de una serena y tierna melancolía en los que lloras sin saber por qué, y casi te resignas serenamente a una desdicha que aún ignoras. En ese sosiego tu alma, menos agitada, se siente casi satisfecha y casi saborea la felicidad».

Leopardi quería ser escritor, un gran escritor, y aunque no supiera nada del amor, sabía que necesitaba sufrirlo para poder entenderlo, disfrutarlo (con romántico masoquismo) y escribirlo. A los diecinueve años puede que Leopardi supiera poco de la vida, pero es asombroso lo que sabía de literatura, y lo claro que tenía cuál era el camino que debía seguir.

No dudo que para los muy leopardianos, como Rafael Argullol, autor del prólogo, los Recuerdos de infancia y juventud que completan el libro sean un preludio del Zibaldone, pero yo lo único que veo es ellos es un embarullado borrador, un taquigráfico cuaderno de ejercicios para uso personal del poeta. Arqueología, ésta sí, santificada.

Julio José Ordovás


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