Autor: admin 23 enero 2007

Danilo Kiš: Una tumba para Boris Davidovich
Acantilado, Barcelona, 2006

Nada más ser publicado en Zagreb en 1976, Una tumba para Boris Davidovich recibió acusaciones de plagio. Se decía que Danilo Kiš había copiado trabajos de Alexander Solzhenitsyn, James Joyce, Nadezhda Mandelstam, Jorge Luis Borges o los hermanos Medvedev. En el prólogo del libro, aparecido por primera vez en la edición americana de 1980, Joseph Brodsky revisa estas acusaciones tratando de precisar la originalidad literaria del autor. Alejada la sospecha de plagio, aporta otras razones extraliterarias que explican la oposición que recibió este conjunto de relatos. Las dos fundamentales eras las tendencias prorrusa (comunista) y antisemita del estamento literario yugoslavo de aquella época. En la obra de Kiš, serbio, de padre judío y madre montenegrina, hay siete relatos protagonizados por comunistas (miembros del partido, del Komintern, de la policía política, revolucionarios simpatizantes…), la mayoría de origen judío. Los siete relatos componen, según el subtítulo del libro, siete capítulos de una misma historia: la narración de algunos hechos violentos y confusos que ocurrieron durante el proceso de internacionalización de la Revolución rusa, pero que no tuvieron significado histórico ni, por tanto, interés para los historiadores.

Autor: admin 17 enero 2007

Andrés Barba: Versiones de Teresa
Anagrama, Barcelona, 2006

No cabe ya ninguna duda de que Andrés Barba (Madrid, 1975) puede empezar a ser conocido por cierta parte del público y de la crítica como “el chico de los berenjenales”, como él mismo ha llegado a señalar en alguna ocasión. La facilidad de este autor para meterse en fregados temáticos y narrativos, y ventilarlos dignamente a lo largo de una novela es pasmosa. Uno de los autores jóvenes más interesantes de la novela española actual, lleva publicadas cinco (cuatro en la editorial Anagrama), de las cuales tres han merecido algún galardón (el premio Ramón J. Sender de la Universidad Complutense, finalista del premio Herralde y ganador del premio Torrente Ballester). Sin embargo, la discreción y naturalidad con la que lleva su oficio de escritor, lejos de aspavientos y de estridencias, y lo peliagudo de sus obras hacen que no tenga la repercusión en los medios y la atención que sin duda su labor merece.

Autor: admin 16 enero 2007

Eloy Sánchez Rosillo: Confidencias
Sevilla, Renacimiento, 2006
Selección y prólogo de A. Trapiello
Andrés Trapiello: El volador de cometas
Sevilla, Renacimiento, 2006
Selección y prólogo de E. Sánchez Rosillo
Andrés Trapiello: Oficio parvo (antología poética)
Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2006
Prólogo y selección de José Muñoz Millanes

El verdadero género de la poesía no es la oda, ni el himno, ni la epístola, ni menos aún la égloga o el epicedio, claro está, sino la antología. Aparte los acérrimos letraheridos, los fidelísimos devotos, el público conoce a los poetas, en la escasa medida en que los conoce, a través de las antologías. En otros tiempos circulaban cancioneros, flores y florestas, florilegios… que casi nunca eran antologías de un solo poeta, sino de varios. Hoy, si bien no falta, es más, abunda, este tipo de obras de criterio epocal, estilístico o temático, se le suele conceder más atención a la selección de autor, es decir, a las flores de un solo jardín. No hay autor consagrado que no cuente con un volumen de poemas escogidos, con una antología. O varias.

Autor: admin 15 enero 2007

Lisa See: El abanico de seda
Ediciones Salamandra, Barcelona, 2006

En los años sesenta, en plena revolución cultural, una anciana se desmayó en una estación de ferrocarril de un pueblo de China. Para saber quién era, la policía rebuscó entre sus pertenencias y encontró unos papeles escritos en un código secreto. Lógicamente, dados los tiempos que corrían, la mujer fue detenida y considerada espía. Los expertos en códigos, después de los consabidos análisis de esos textos, vinieron a concluir que aquella escritura no tenía nada que ver con las intrigas internacionales. En realidad se trataba de una lengua que, desde hacía más mil años, venía siendo utilizada únicamente por las mujeres, con el total desconocimiento de los hombres: el nu shu.

Autor: admin 11 enero 2007

Lolita Bosch: La persona que fuimos
Mondadori, Barcelona, 2006

La cita inicial de Joyce Carol Oates advierte al lector: “En el tiempo de un pestañeo puede borrarse todo lo que contiene la memoria humana. Cuando una persona dice ‘ah, sí, ya recuerdo’, puedes dar por sentado que ya está inventando. El instinto para contar historias está ubicado en la misma parte de la médula que el instinto de reproducción de las especies”. El recuerdo es un arma peligrosa, poco fiable. La protagonista de esta historia se confiesa en estas páginas. Nos relata el amor vivido en el pasado junto a G, el nacimiento y posterior declive de este: “Hoy he soñado esto: G no me quería y yo me sentía sola. Pero además, G insistía en que yo lo supiera: no te quiero, no te quiero, no te quiero. Fuimos las personas que fuimos”. Una llamada telefónica tras cinco años separados, despierta el recuerdo de una historia de amor que ya no existe, y nos obliga a enfrentarnos al presente: “Han tenido que transcurrir cinco años para que yo me atreva a decirlo en pasado: hasta ayer, viví siempre a la deriva”. Regresa al “lugar de los hechos” y busca las posibles causas, los indicios que no supo ver entonces. Recuerda la tarde en que, repentinamente, recordó un episodio violento ocurrido en su infancia y cómo esto marcó el punto de inflexión en su relación con G. Pero la conclusión es que no hay causas, ni lógica alguna que pueda aplicarse a una historia de amor, “la persona que fuimos”, como bien dice el título de esta obra, deja de existir en un momento determinado, sin más, para convertirse en otra, para dividirse en dos: “Y G y yo nos separamos y la persona que fuimos murió”. No debemos fiarnos de nuestros propios recuerdos, son engañosos: “Ahora G y yo queremos otras cosas, compartimos otras cosas y, de nuevo, tenemos pasados distintos. Él recuerda que sucedió una cosa y yo recuerdo que sucedió otra, con las mismas imágenes, las mismas escenas, las mismas palabras, los mismos tiempos: cosas distintas”. Compartimos muchas cosas con “la persona que fuimos” pero no sucede lo mismo con los recuerdos: “Entonces lo llamo, porque G recuerda los pensamientos fijados en el tiempo y yo recuerdo los procesos”. Hasta llegar a un punto de encuentro en la lejanía: “G y yo ahora estamos aprendiendo a entendernos así: llamarnos y preguntarnos cosas como oye, recuérdame, por qué no estamos juntos. Y eso, la persona que fuimos no sabía hacerlo”.

Autor: admin 30 noviembre 2006

Pasos en la arena. Edición de Luis Edurardo Rivera
Periférica, Cáceres, 2005

Remy de Gourmont fue un crítico y novelista de prestigio en el París de principios de siglo. El tiempo no ha sido benévolo con sus grandes obras, muy representativas de la estética simbolista, pero ha respetado sus escépticos aforismos, que siguen la línea de Chamfort y de Antoine de Rivarol: “Hay una persona con la que nunca llegamos a ser completamente sinceros, aunque sepamos que nos conoce a fondo y que podemos contar con su benevolencia: nosotros mismos”.

No fue fácil la vida de Remy de Gourmont. Una enfermedad de la piel le desfiguró el rostro a los treinta años y le convirtió en un ermitaño recluido en su oficina del Mercure de France y en sus libros. El título de estos aforismos procede de una cita del Robinson Crusoe: “Un día, yendo a buscar mi canoa, descubrí con claridad sobre la arena las marcas de un pie humano. Nunca he sentido un espanto tan grande…”

Autor: admin 30 noviembre 2006

Cecil Chesterton: Los Chestertons
Renacimiento, Sevilla, 2006

¿Qué es una biografía? Un intento de explicar un misterio. Intento casi siempre vano porque, por muy objetiva y rigurosa que se pretenda, es muy difícil, por no decir imposible, dar con todas las claves y resortes de una vida humana, que resulta siempre, al fin y a la postre, impenetrable y oscura. Siempre sabemos que hay, al fondo, o en el fondo, algo que no conseguimos atrapar. Cualquier vida es un denso misterio. También, por descontado, la de Gilbert Keith Chesterton. Que ni siquiera él mismo, o él menos que nadie, consiguió explicar del todo en su Autobiografía (que apareció en 1936, el año de su muerte).

Autor: admin 29 noviembre 2006

Carlos Drummond de Andrade: Sentimiento del mundo
Hiperión, Madrid, 2006

¿Puede un libro de poemas publicado en Brasil en 1940 interesar a un lector español de hoy mismo…? Sentimiento del mundo de Carlos Drummond de Andrade, recientemente editado en nuestro país, nos demuestra que sí, que la buena poesía no está sujeta, como los productos perecederos, a una fecha de caducidad. Intentaré, pues, a través del recorrido por algunos poemas significativos, ilustrar su interés, su actualidad. Para empezar, los títulos de Carlos Drummond de Andrade (ya desde el título inicial, el del libro y el del primer poema) tienen un sentido abarcador, universalista, ambicioso. Sentido que no excluye, en alguna ocasión, tintes claramente irónicos. “Tengo apenas dos manos / y el sentimiento del mundo”, dicen los dos primeros versos. Es decir: está la humildad de lo concreto, de lo mínimo, frente a la vastedad del mundo, de su concepto mismo.

Pero al lado de un cierto sentimiento de impotencia, el que deriva de fuerzas desiguales, está también un voluntarismo, resuelto aunque no inconsciente: la lucha es necesaria a pesar de todo, de la propia individualidad, de las proclividades de la historia, incluida la historia de la literatura. Se apela asimismo a lo material básico, “fuego y alimento”, integrándose el autor en la urdimbre dialéctica de las revoluciones de principios del siglo xx. No obstante, una palabra emblemática de aquella retórica se envilece, o se contamina de pesimismo histórico, ante las tercas evidencias de la realidad: “ese amanecer / más noche que la noche”. Autocrítica e ironía son dos registros que no debemos olvidar aquí. Rasgo este de modernidad que matiza un discurso equidistante tanto de la fe del carbonero como del escepticismo decadente de algunos estetas. “Confidencias del itabirano” (Itabira es la ciudad donde nació el poeta) nos introduce en algunos procedimientos estilísticos peculiares: la reiteración de la oración simple, la yuxtaposición aparentemente simplista, la paradoja, la ruptura de una lógica semántica, la inversión de un orden gradativo que puede, también, señalar ambivalencia en la lectura: “Tuve oro, tuve ganado, tuve haciendas”. Por encima de todo destaca en el poema el determinismo vital que imponen algunas circunstancias, la imposible deserción de unas raíces: “Itabira es solo una fotografía en la pared. / ¡Pero cómo duele!”. “Poema de la necesidad” es una especie de letanía ingenuista (?) en la que no faltan contradicciones que exigen, naturalmente, una relectura: ¿cómo se puede conciliar, por ejemplo, la lectura de Baudelaire, cuyas flores mórbidas son símbolo de placeres solitarios, de individualismo exacerbado, con el sueño colectivista de una revolución que, además, debe ser blanca, incruenta…? Es preciso “anunciar el fin del mundo”, reza, con mayúsculas, el poeta. El fin, por apocalíptico que parezca, es también, como los bárbaros de Kavafis, una promesa de regeneración, de savia nueva. Y en cualquier caso la voz de los profetas, de los agoreros del desastre, puede tener (eso solo ya bastaría) una función de revulsivo, de sacudida de conciencias instaladas en el letargo y en una inercia decadente. De decadencia, en fin, nos vuelve a hablar “Tristeza del imperio”. Un imperio ¿carioca? que parece diseñado no sobre los patrones de un sibaritismo romano, sino sobre los clichés de un hortera enriquecido, sea este de la latitud que sea. El mal gusto también es, por desgracia, universal: “Soñaban la futura liberación de los instintos / y nidos de amor que serían instalados en los rascacielos de / Copacabana, con radio y teléfono automático”. “El obrero en el mar”, único poema en prosa del libro, parte de una imagen que tiene su origen en la iconografía evangélica. El texto, lejos del tono panfletario, crítico incluso con ese lenguaje simplista, nos presenta a un obrero semidesnudo, mesiánico, “apenas más oscuro que los otros”, que anda sobre las aguas: ¿hacia dónde? ¿hacia una tierra de promisión como Moisés cuando, huyendo de la esclavitud de Egipto, abre un camino en el mar Rojo…? No solo Cristo en el lago de Tiberíades es aquí un referente. El poeta, por otra parte, sabe que entre él y ese ser enigmático (en el fondo todo obrero, al margen de falsas demagogias, lo es para un intelectual) hay una distancia insalvable: son realidades sociales y espirituales distintas, divergentes incluso. Por eso el poema, muy bello y misterioso en todo momento, no revela al final, coherentemente, el sentido, o destino, de ese viaje prodigioso. Subraya, eso sí, una separación casi cósmica que sin embargo acoge un poderoso signo de comprensión lejana, quizá utópica… “Niño llorando en la noche”, con ese encanto de una sencillez engañosa (engañosa por difícil de conseguir), seduce casi desde el primer verso, o versículo. Inconsolable, ese niño puede ser metáfora del dolor del mundo; un dolor que no está ubicado en ningún sitio concreto, o que se ubica en todos, porque el dolor es universal, atemporal… Abierto así el llanto a la indiferencia de la noche, a un inmenso vacío de conciencia, al silencio culpable de todos los que, en sentido amplio, duermen, ignoran, no oyen. Pero siempre habrá alguien, un poeta de guardia por ejemplo, que oirá, con sensibilidad agudizada, incluso “el rumor de la gota del remedio (¿no debería traducirse bálsamo?) cayendo en la cuchara”. Carlos Drummond de Andrade aboga por una poesía contaminada, impura, claramente antiacademicista: “En vano asesinaron la poesía en los libros”, “los sobrevivientes están aquí, poetas directos de la Calle Ancha”. Nos recuerda en este sentido aquella admonición de otro autor populista, Pablo Neruda: “Quien huye del mal gusto cae en el hielo”. No es ajeno tampoco a una imaginería, no muy frecuente, de índole vagamente surrealista: “Un gusano comenzó a roer las levitas indiferentes”. “Privilegio del mar” denuncia otra vez el estatus, no idílico pero sí “mediocremente confortable”, de una clase insolidaria. Para ella “el mundo es verdaderamente de cemento armado”. Pero, ¿qué ocurriría si ese buque fondeado en la bahía fuese un barco ebrio, “un crucero loco”, un acorazado como el de los filmes rusos de antaño…? No cabe preocuparse: los marineros son fieles, las aguas tranquilas, el mundo inamovible. “Podemos beber honradamente nuestra cerveza”. La pax burguesa, no obstante, siempre tiene en esta poesía el acecho, o la insinuación, de una inminencia: ¿inminencia de qué…? Es algo que no se hace explícito, que queda ahí colgado, como una amenaza, como una incógnita: “Los inocentes de Leblón / no vieron al navío entrar / ¿Trajo bailarinas?/ ¿Trajo emigrantes?/ ¿Trajo un gramo de radio?”. El adjetivo “inocentes” es, por supuesto, irónico. Significa cínicos, o lo que es peor: tontos inconscientes, tontos culpables. Inocentes que en la arena caliente, adormecedora, disfrutan pasándose por la espalda “un aceite suave”. Todo el mundo, quizá, está narcotizado, magnetizado, idiotizado por una especie de gigantesco “Bolero de Ravel”. Tanto que “los tambores apagan la muerte del Emperador”: de nuevo la ignorancia, real o fingida, de ese peligro, esa inminencia… Los pecados de omisión son tan graves aquí como los pecados de acción. Y la teoría que no cede paso a la praxis tan culpable como la inercia del conformismo. Las palabras, en efecto, no son inocentes. Configuran, con demasiada frecuencia, lenguajes nocivos. Así, un poema como “De la mano” podrá leerse como brevísimo manual de crítica de poesía: la lírica decadentista de los estetas, el futurismo verbalista de las orgías revolucionarias, el romanticismo crepuscular, el ombliguismo de los suicidas, el escapismo de los exóticos, la bobería de los místicos seráficos… Frente a todo ello “el tiempo es mi materia, el tiempo presente, los hombres presentes, la vida presente”. Toda una declaración de principios. Poesía de ahora mismo, sí, la de Carlos Drummond de Andrade.

Eugenio García Fernández

Autor: admin 29 noviembre 2006

El ala y la cigarra. Fragmentos de la poesía arcaica griega no épica
Traducción de Juan Manuel Rodríguez Tobal
Hiperión, Madrid, 2005

Seguramente, el lugar más común al que se suele acudir cuando se reflexiona sobre la traducción es el célebre adagio que hay que enunciar en ese dialecto del latín conocido hoy como “italiano” para no despojarlo de su indudable gracia: me refiero a aquello de traduttore, traditore, o sea, “el que traduce, traiciona”. Con él se ha pretendido siempre reflejar la resignada insatisfacción que necesariamente invade a quien intenta trasladar un texto elaborado en un determinado código lingüístico y literario a otro diferente: de una lengua a otra, vaya.

Autor: admin 28 noviembre 2006

Álvaro García: Poesía sin estatua
Pre-Textos, Valencia, 2006

Reseñando el poemario Intemperie (1995), dijo Juan Carlos Suñén que Álvaro García era un poeta “con pensamiento”. Si a un poco avezado lector le quedase alguna duda, será despejada con la lectura de este excelente ensayo, un conjunto de lecturas de poesía mediante el cual el autor hace la de la suya propia, esto es: perfila su poética.

La propuesta de poema que defiende Álvaro García consiste en que la obra escrita se corresponda con una “poesía sin estatua”. Esto quiere decir varias cosas. En primer lugar, “se trata de construir un artefacto cuyos resortes sean suficientes, sin servidumbre realista o psicologista que despiste su contenido hacia lo referencial (…) contra la idea de ser estatua, la idea de hacerse ‘piedra’, es decir, materia” (p. 93); es decir, ser capaz de hacer desaparecer la “estatua” del yo concreto que hizo el poema, para disolver este en una épica interior (p. 12) que pueda ser reproducida, revivida, por cualquier lector, emancipándose de las circunstancias concretas de su composición. Dicho de otro modo: frente a la estatua que se cree en disposición de “exigir la mirada de todos”, el poema debe ser algo esencial y puro como el aire que soporta el pedestal vaciado (p. 52). En un momento posterior, el poema sin estatua debe descubrir el mundo y no contar la vida, sino “tener en cuenta sus procedimientos” (p. 115). Por ello, el poema debe consistir en un movimiento que, imitando al de la vida, logre la metamorfosis hasta el Nadie del autor. Estamos, por supuesto, en la órbita del oscurecimiento del artista que preconizaban los modernos: Eliot o Baudelaire; antes Flaubert, después Larbaud o Pessoa. “En términos ideales —escribe García— el autor de un poema se transfigura en Nadie. Debiera intentar ser nadie en concreto para ser Poesía que diga a muchos, en distintos lugares, traducible a culturas distintas y en distintas épocas” (pp. 39-40). Para añadir una frase mayúscula, al final de un párrafo memorable: “La poesía es como la pintura: la ‘gracia’ y el sentido, en los autorretratos, no está en reflejar cómo la edad va marcando una identidad al modo de las fotos de un archivo policial, sino en cómo va diluyendo o ampliando esa identidad, el sentimiento de identidad (…) El cuadro o el poema no solo vivirán más tiempo que su autor; ya de entrada viven más vida, viven en más vidas” (p. 42). Pero claro: como decía Pound, para despersonalizar, tiene que haber personalidad previa; o, como sintetiza García, “nada de esto es posible sin la potencia de percepción y de acción lingüística que nace de la vivencia concreta, pero tampoco será posible si solamente hay vivencia” (p. 48).