Autor: 28 noviembre 2006

Álvaro García: Poesía sin estatua
Pre-Textos, Valencia, 2006

Reseñando el poemario Intemperie (1995), dijo Juan Carlos Suñén que Álvaro García era un poeta “con pensamiento”. Si a un poco avezado lector le quedase alguna duda, será despejada con la lectura de este excelente ensayo, un conjunto de lecturas de poesía mediante el cual el autor hace la de la suya propia, esto es: perfila su poética.

La propuesta de poema que defiende Álvaro García consiste en que la obra escrita se corresponda con una “poesía sin estatua”. Esto quiere decir varias cosas. En primer lugar, “se trata de construir un artefacto cuyos resortes sean suficientes, sin servidumbre realista o psicologista que despiste su contenido hacia lo referencial (…) contra la idea de ser estatua, la idea de hacerse ‘piedra’, es decir, materia” (p. 93); es decir, ser capaz de hacer desaparecer la “estatua” del yo concreto que hizo el poema, para disolver este en una épica interior (p. 12) que pueda ser reproducida, revivida, por cualquier lector, emancipándose de las circunstancias concretas de su composición. Dicho de otro modo: frente a la estatua que se cree en disposición de “exigir la mirada de todos”, el poema debe ser algo esencial y puro como el aire que soporta el pedestal vaciado (p. 52). En un momento posterior, el poema sin estatua debe descubrir el mundo y no contar la vida, sino “tener en cuenta sus procedimientos” (p. 115). Por ello, el poema debe consistir en un movimiento que, imitando al de la vida, logre la metamorfosis hasta el Nadie del autor. Estamos, por supuesto, en la órbita del oscurecimiento del artista que preconizaban los modernos: Eliot o Baudelaire; antes Flaubert, después Larbaud o Pessoa. “En términos ideales —escribe García— el autor de un poema se transfigura en Nadie. Debiera intentar ser nadie en concreto para ser Poesía que diga a muchos, en distintos lugares, traducible a culturas distintas y en distintas épocas” (pp. 39-40). Para añadir una frase mayúscula, al final de un párrafo memorable: “La poesía es como la pintura: la ‘gracia’ y el sentido, en los autorretratos, no está en reflejar cómo la edad va marcando una identidad al modo de las fotos de un archivo policial, sino en cómo va diluyendo o ampliando esa identidad, el sentimiento de identidad (…) El cuadro o el poema no solo vivirán más tiempo que su autor; ya de entrada viven más vida, viven en más vidas” (p. 42). Pero claro: como decía Pound, para despersonalizar, tiene que haber personalidad previa; o, como sintetiza García, “nada de esto es posible sin la potencia de percepción y de acción lingüística que nace de la vivencia concreta, pero tampoco será posible si solamente hay vivencia” (p. 48).

Álvaro García defiende la necesidad de un realismo no ingenuo (“la poesía no es un reflejo de la naturaleza, sino la construcción de una naturaleza”, p. 86), el papel de la fantasía en el poema (p. 154) y enfatiza la importancia de la infancia en la poesía, como muestra de la recuperación voluntaria de la vivencia (p. 166). También rechaza, saludablemente, los modos estilísticos de entender el poético como un “lenguaje de excepción”, sobre las discutibles construcciones sobre la poesía de los formalistas rusos, unas pervivencias que aún nutren buena parte de la enseñanza universitaria y —lo que es peor— escolar de la poesía.

La estructura del libro se configura como una lectura, pero también como la construcción en movimiento del “poema en movimiento” que García intenta elaborar (y cuya muestra más adecuada serían Caída o El río de agua, las dos últimas entregas líricas del autor). Así, las bases de partida serían la elección de la vivencia personal o social que sustentará, argumentalmente, el poema, para seguir con las operaciones de abstracción y obliteración del yo hasta nadificarlo, al objeto de sublimar la experiencia a través de un sólido ejercicio de lenguaje (poético), para lograr la reinvención de los materiales en la “integración” de la obra. El paso más importante, a mi juicio, del proceso defendido por García es aquel que, mediante una “gramática en movimiento” (p. 169) intenta dotar de vida a la experiencia personal del poeta, para hacerla social, reconocible a muchos.

Una de las cosas mejorables de Poesía sin estatua quizá sea la selección de citas, ya que se abusa de autores intelectualmente muy secundarios, como Chesterton o Coseriu, y los autores más interesantes que se citan (Wittgenstein, Lévinas) aparecen muy poco, o son desplazados de su lugar lógico (la asociación entre verdad y metáfora de Nietzsche es relacionada con una edición secundaria de retórica y no con su lugar propio, la opera prima del filósofo, Verdad y mentira en sentido extramoral), o son citados por referencias de otros estudiosos, como en el caso de Wittgenstein. Tampoco estoy del todo de acuerdo con la consideración, muy guilleniana, de que el arte implica siempre un artificio (v. “Algunas conclusiones”), ya que hay miles de páginas que hoy son consideradas clásicas en la literatura (pienso en la correspondencia de algunos escritores, como Flaubert, o en algunos diarios no escritos para un público) que carecen de esa voluntad artificiosa y están sembrados de pulso literario irrefrenado y absolutamente natural. Pero entiendo que aseveraciones de este tipo —e incluso el libro en su completud—, están puestas al servicio de una idea personal de poética, de una visión del hecho poético, de un modo plenamente subjetivo.

No son pocos los valores de Poesía sin estatua. Encontramos en él agudas reflexiones sobre inercias métricas (p. 166), sobre composición, sobre planteamiento expresivo, sobre subjetividades que pueden —perfectamente— dejarse al margen a la hora de enfrentarse al yo elocutorio. También hallaremos una muy sana atención a otras tradiciones no españolas, algo infrecuente en nuestra poesía; con el valor añadido de que García ofrece sus competentes traducciones propias cuando no hay una que le merezca el suficiente respeto; de este modo nos asomamos a nombres poco visibles entre poetas españoles de edad media: Charles Olson, Rilke, Ferlinguetti, Pound, Zukofsky, Hofmannsthal, etcétera. En general, creo que el mayor valor que tiene este ensayo es, precisamente, que es la respuesta a unas preguntas que Álvaro García se hace y que muy pocas personas se hacen (y muchas menos contestan). Elaborado con sabiduría, con oficio, con cariño y con amor por la esencia de la poesía, Poesía sin estatua es una auténtica joya donde podemos aprender poética y disfrutar a la vez de una de las últimas formas del instruir deleitando.

Vicente Luis Mora


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