Antonio Moreno
Me he despertado temprano, creyendo que llovía. Sin embargo, no era la lluvia, sino el sonido continuo de los frondosos plátanos de la vecina piazza Napoleone, que el viento no ha dejado de agitar toda la mañana. El simple hecho de saber que dispongo de la jornada completa —es nuestra segunda noche en Lucca— para callejear y sentarme donde desee, me hace feliz. La tarde de nuestra llegada el sol se colaba por las mismas hojas que hace un rato confundía con la lluvia, y esa luz del ramaje quedaba suspendida sobre las terracotas y los ocres y amarillos manchados de las fachadas, que con la nota verde de las ventanas componen las tonalidades propias de la ciudad. De este tipo de observaciones emergen, meses o años después, inopinadamente, los recuerdos. Así que cuando nos sentimos afines al lugar hasta el que hemos viajado sabemos que más bien es a nosotros a donde en realidad marchamos. Sucede de este modo con muchas otras cosas. A estas alturas ya no me interesa demasiado la visita museística, o el fatigoso examen de las librerías. No creo que vaya, por ejemplo, a la Villa Guinigi, donde se halla el Museo Nazionale, ni a la casa natal de Puccini, que es el hijo más ilustre de Lucca.