Autor: 10 septiembre 2007

Ricardo Martínez-Conde

Es bien sabido: todo viaje es, o se realiza, hacia uno mis­mo. Lo que difiere son las circunstancias. Y tal es lo que he podido sentir —pues me ha quedado, sobre todo, la memoria de esa reflexión— después de mi viaje a Italia.

Llegué a Termini, nudo físico y sociológico de las comunicaciones en Roma, casi de madrugada, hora en que los sentidos se orientan de un modo más riguroso que por el día. Y hube de reparar ya en algunas cosas más o menos reales, o importantes: rechazar un coche-taxi pirateado por dos individuo gesticulantes que enseñaban medio carné del gremio (primer acercamiento visible a las realidades que nos mostró en su día el Neorrealismo cinematográfico; vigente todavía, latente, en muchas situaciones); atender al cielo pespunteado de reflejos blancos, móviles y ágiles: las gaviotas nocturnas moviéndose al desgaire sobre las luces de la estación; y tomar, un tanto aprisa, nota de un texto impreso en el tímpano de una iglesia cercana: venite a me, voi toitts affaticati e opressi, ed io vi ristorero. Me sentí aliviado, por qué no decirlo: uno oculta en lo sagrado (¿en las palabras?) sus convicciones. Ahora bien, sobre todo, había ya a un hecho cierto: pertenecía a un nuevo paisaje; algo de un valor huma-
no trascendente, según 
nos enseñó a pensar Claudio Magris, que ha reflexionado tanto sobre el valor de la frontera.

Pero me hallaba tam­bién en el territorio real de lo que había sido el contenido de mis manuales de historia. De ahí obtendría mi primera sorpresa; el manual se quedaba exiguo —a pesar de mi imaginación— al lado de aquella realidad visible. La mañana era plácida en temperatura y bulliciosa en contenidos, sobre todo en el tráfico; el modo de comportarse me recordó ese principio universal portugués: si quepo, paso. Lo cierto es que la pletórica representación física, que eso también es Roma, después de tantos siglos, estaba allí. Y, como tal, exhibiendo sus credenciales, dominante, minimizadora. No es posible, ante tanta proporción y equilibrio demorado, ante tanta exhibición artística ser, sencillamente, humano. Uno advierte pronto que algo ha de ceder de sí (y, a la vez, anhelar) en favor de ese escenario histórico que le alude como a un bachiller y a la vez le conmueve. No me ridiculiza, pero alude a mi orgullo en la medida en que, sin decirlo, me condiciona.

La estructura de la civitas es bien sencilla: alzada sobre una falsa llanura que son los anchos márgenes del río, en un requiebro de este se asentó primero la organización civil romana: los Foros, el Capitolio, el Circo Máximo, el Coliseo… Permanece aún el intenso simbolismo de las primitivas catacumbas y, no lejos, el recatado y elegante templo de Venus. Más tarde, en un recodo aguas arriba de su curso, fue el asentamiento medieval primitivo, tomando en parte los hogares anteriores: Piazza Navona, Campo dei Fiori con su vigente mercadillo vegetal, Piazza Farnese. Siempre buscando el color del río, su maternidad (¡un fresco y añejo patio interior con pozo!) Y al poco uno advierte que la vida de hoy —más o menos vigente el código antiguo—, el aprecio de la misma, está en dejarse ir: observando, escuchando, deteniéndose en cualquiera de las elaboradas perspectivas que ofrece una ciudad donde conviven solidariamente, con estricta vigencia, el poder civil y el poder religioso, siempre dominantes. Roma profana y espiritual, útil y decadente.

Paseando se observa al fondo, azoro y sosiego, una cúpula: igual pero distinta. Es el saludo de Miguel Ángel. Sí, esa cúpula tiene un secreto; un secreto religioso, el de su armonía. Ella sola sería capaz de soportar el peso del cielo. Hay otras cúpulas que sobrevuelan los tejados (¡será por cúpulas en Roma!) pero ninguna igual, ninguna como ella. Es un referente, la idea de un genio (habrá más) Y es el punto significativo de uno de las características romana: la importancia del escenario; la condición teatral. El viajero regresará de aquí no solo con el cansancio físico, sino con el agotamiento oculto de quien ha participado —al sesgo, eso sí— de algo extraordinario, un poco más allá de lo sucintamente humano. Ello a sabiendas de que esa megalómana construcción sita al otro lado del río, entre mediática y especulativa y pretenciosa, que es el Vaticano, bien podría ubicarse lejos, en la campiña desnuda. (En el recuerdo tengo ahora la respuesta de Borges cuando le preguntaron qué opina usted de Dios: «es una exageración», contestó. Pues bien, así ese centro de negocio profano-espiritual ubicado a la derecha del viejo río.) Salvaría del enclave la discreción para el rezo que otorga la luz de esa cúpula, y el tenue silencio que arroba, resaltándola, la Pietá. Pero no mucho más; el conjunto resulta abrumador, de medidas obsesivas, casi desabrido.

Bajando al suelo, las motos (innumerables motos cruzando innumerables veces por inusitados lugares) conforman una extraña perspectiva con las torres románicas que sujetan con sus finos dedos el velo que guarda los viejos misterios de Roma. Es curioso; al mirar pensando uno presiente: ya nada es un secreto y el caso es que, a la vez, todo lo seguirá siendo (quizás, al fin, esta ciudad equivale a una abuela demorada y sabia, prometedora de historias atractivas, que permanece sentada al lado del río). Como caminante es fácil presagiar que no es tanto lo que ves como lo que te espera. Siempre hay una novedad, un cotidiano-atractivo a la vuelta de la esquina. Quizá por eso, ¡qué pena que sea una ciudad tan sucia en la superficie que pisas! El río discurre hoy como una reminiscencia de la cloaca máxima, lento e iracundo a un tiempo; las grandes papeleras de hierro forjado están atestadas de restos; papeles y plásticos se esparcen sin decoro sobre la hierba mal cuidada de los jardines…

Prosa cotidiana y poesía de la imaginación. La ciudad, que sí es eterna por su legado estético y suntuoso (es como si exigiera consideración y reverencia en el mirar), es también humana por su confusión. Voces, calor, dinamismo; frescas callejuelas, gesto ceremonioso —volviendo al elegante código portugués—, la perenne quietud de las iglesias (en ellas, lector, luego del asombro por la decoración del techo y las paredes, por su contenido, repara en el aristocrático suelo de mármol: ahí, en su diseño geométrico se guarda la clave simbólica del deslizarse de las procesiones por su interior). Todo es Roma y algo invita a pensar: también soy yo. ¿Será el inexcusable influjo de la permanencia de la historia? ¡Qué decir! Podríamos eludir los gatos, gordos y tristes; o los pinos, escasos, taciturnos. Pero es importante verter el mirar como un vivir, mirar quieto, mirar sin más. Sentir desde dentro San Juan de Letrán el viernes por la tarde, cuando la ceremonia de la misa concelebrada, aderezada de órgano y canto ritual, y dejarse ir después hasta el arco de Constantino, antes de que la luz se ponga… Dejarse ir como el que espera: Roma es tan grande como inhibidora: ¡tanto escenario para tan insignificante actor!

Florencia, sin embargo, tiene una medida artesanal, más asequible. Pero solo en la medida real; la medida artística atrae a la inteligencia especulativa, le otorga libertad y la enmudece (y la disturba; Stendhal supo de ello, de sus significados, después de visitar la iglesia de la santa Croce). El Arno, ese río poema, es discreto como queramos pensar que lo sería Beatrice. Y acaso sea tan significativo porque nadie repara en él; a mí al menos así me ha parecido advertirlo. A pesar de que tiene a su vera una Piazza del Pesce recóndita y exigua, lo que atestigua su vida y actividad pasadas.

La ciudad —de nuevo la vieja ciudad y el río— tiene una luz más afinada que en Roma, lo que contribuye a su equilibrio. A un extremo, como quería Unamuno, se ve el campo; al otro la catedral de Santa María del Fiore con su campanile (¡ese juego ajedrezado de los contornos!) y la tímida belleza del Baptisterio. Una vez más van a reclamar su lugar los sentidos, el instinto de ver (y de pensar, como reclama la buena poesía). Adviértase el sugerente color de las fachadas: unas sonríen, otras son tristes, decía Valery. Aquí está presente, dentro y fuera, en todos sus matices, la pintura renacentista; ese color siena enamorador que Cunqueiro creía advertir en las pinturas de Piero de la Francesca. El viajero, aun sin proponérselo, entra de inmediato en el silencio de las proporciones, del decorado activo (y altivo), una vez más puesto para magnificar; él es quien reclama al asistente a la ceremonia en una ciudad más para sentir que para ser vivida. Un solo panel de la puerta dorada del Baptisterio, la sólida belleza del Ponte Vecchio justificarían por sí el tiempo transcurrido. Pero también los entornos, extramuros de la población. Déjate guiar, viajero, por la vaga melancolía, por la soledad que te reclama y solicitas; poco te defraudará y casi todo te llevará hacia adentro de ti. Así entenderás incluso la minuciosa lentitud con que el tendero te conduce por la galería de diseños de las botellas de Chianti que pone a tu disposición.

De Foligno cabría decir que es un pueblo grande y tristón, un sobrio lugar de paso donde están presentes, una vez más, como en toda la Italia histórica, el poder civil —Palazzo Trinci, de una rara extensión y disciplina arquitectónica— y el poder religioso, ubicado en la Piazza della República y en la forma de su ancha y sonriente catedral, una de las más ricas en rosetones románicos de cuantas haya visto. En las fachadas renacentistas y neoclásicas, intramuros, hoy se exhibe el colorido, festivo más que guerrero, de las banderas. A la caída del sol comenzará el desfile de trajes de época, tan solo de quinientos años de antigüedad.

Y, ya en Asís, vemos cómo han ilustrado el cielo con pájaros transparentes recortados por los niños en la escuela. Los han colgado en el aire de la plaza y, con la brisa, agitan cuerpo y alas en un gesto de vida que el bueno de Francesco, su hijo predilecto, aceptaría de seguro con una sonrisa. El pueblo en sí es un largo trabajo de piedra encastrado en la amplia ladera; constituye un enclave de una rara firmeza, un prodigio de finura y precisión arquitectónica. Y es tan limpio que uno camina tranquilo. Acaso por eso —cada pieza en su lugar— los campaniles románicos tienen atribuida acorde su función, son significativos y evocadores por sí propios.

En la basílica de Santa Chiara están los hábitos raídos (sobrios, llenos de voluntad caminante) de la compañera espiritual de Francesco, el de Asís, uno de los santos que más ha hecho por el sentido y valor de la cristiandad. En sus paredes, junto a «esa sombra de luz que llena el ánima» como diría el poeta, se advierte la mano de la sobria escuela del Giotto en las pinturas. Afuera el caminante comprueba que las uvas ya van crecidas en los racimos y el olivo, fiel a su reciedumbre, silenciando el fruto. Abajo, en la extensa llanura, la mies ya ha sido recogida. Es la promesa de los bienes a la vez que todo se espera: una razón de espíritu que impregna las calles casi desiertas.

De regreso en tren, una versión de Ugo Tognazzi en forma de inspector-autoridad analiza por lo menudo billete y atributos de una bella viajera, lo que nos devuelve de nuevo a una versión original del Neorrealismo: arte en imágenes que nos narró la convivencia de lo antiguo con el afán diario del hombre que vive a la vez el sueño de su noble orgullo con lo perentorio de su necesidad. Al tiempo, la cuidada campiña va exponiendo, aquí y allá, esos pueblos medievales asidos a la cima con la pulcritud de algo necesario, casi inexcusable.

Ya queda dicho: el viaje a Italia es, en el recuerdo, una emoción. Uno llega allí revestido de curiosidad 
—también de humildad, como ha de hacer el buen viajero— y, a la vez que repara en el alto del Capitolio o el cómic de la columna de Trajano o la Fontana de Trevi —que no es sino el adorno a la fachada posterior de un palacio— advierte que ha reparado, como pocas veces en cualquier otro viaje, en sí mismo, en lo que añora. Pero eso es el viaje, cualquier viaje. En esa aceptación, hoy, demorada la plenitud y cotidianidad de los escenarios históricos —extinta ya la función primigenia y retirados los actores principales— estos son vividos a su peculiar manera, aliñados con los extras de la emigración, figurantes involuntarios. Y el viajero piensa al fin que no ha sido aquí sino un voyeur, un intruso en la escena; por eso el reparar en sí propio, en su interior. Tal es lo que registra el sentimiento mientras al otro lado del río (en el tras-Tevere) contempla, al anochecer, la iglesia de Santa María, «justo a esa hora en que se puede escuchar el sonido de todo».

Ahí queda el escenario, su mayestática melancolía. ¿Y yo?: yo soy también el Otro.


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