Autor: 14 enero 2009

Toni Montesinos

A Rita Varela

Cual aéreo travelling cinematográfico, la parte sur y el perfil derecho de Manhattan se convierten en una de las panorámicas más absorbentes, más mentirosas y perfectas, que se pueden contemplar desde el cielo. Por la ventanilla de un pequeñísimo avión que ha salido de Filadelfia rumbo al aeropuerto de La Guardia y que a esas alturas de travesía ya vuela muy bajo, se divisa la ciudad de una forma inolvidable, excepcionalmente limpia y serena. Son toneladas de cemento y vigas organizadas en edificios, tras una estatua isleña con el brazo levantado y el rectángulo verde del parque, que se clava en la memoria para siempre de ese modo irreal que el recuerdo intensifica, con las ganas de volver donde se estuvo no en una futura y nueva oportunidad, sino en aquella misma que se vivió, como si uno pudiese, a lo antiheráclito, embriagarse en el mismo río dos veces.

Un silencio y una calma incongruentes se ciernen en la postal móvil que regala el avión mientras sube por el este de Manhattan: en la obra que imagina el viajero al observar este fino paisaje urbano, se representa una serie de rascacielos que se alcanzarían con una mano endiosada y que, extendidos sobre el tapete de un juego de mesa, configuran una maqueta hecha de cartón-piedra. No es lo mismo que otear Nueva York desde el piso ciento y pico del Empire State Building, pues desde aquí aún pueden adivinarse las manchas de los autos y las personas allá abajo; en la terraza del célebre edificio, se respira la ciudad y se entiende que está compuesta de hombres que le dan sentido a todo lo material y construido, que la ciudad se mueve al compás de sus pasos y decisiones. En cambio, desde el avión que se encuentra en la fase de descenso y que está próximo a atravesar el viento de Brooklyn, no hay atisbo de nada que tenga que ver con lo humano, y esa ausencia constituye el núcleo de la belleza de la imagen. Así, las pupilas se impregnan de una efímera paz neoyorquina, de rezo o sueño previo a la batalla, antes del momento de aterrizar, recoger la maleta y tomar un taxi para penetrar en la autopista ya nocturna, para inaugurar el propio caos y la ineludible expectativa en la urbe más intimidante y hospitalaria de nuestra época.

Impúdica Norteamérica

En el Quality Inn Brooklyn, se tiene la sensación de estar en medio de ninguna parte: la inmensa Atlantic Avenue es una zona industrial vacía, terriblemente fea y solitaria, paralela a la vía ferroviaria. Mi acompañante y yo somos los únicos blancos de toda el área, incluidos los huéspedes del hotel, y para llegar a la parada de metro de Broadway Junction, cuyo convoy elevado lleva a la parte sur de Manhattan, se pasan naves abandonadas y varias calles perfectas para perpetrar un crimen sin testigos. Ya a las puertas del metro, hay un número de policías indicativo del sospechoso lugar, mesas donde se venden libros, y, una vez dentro, en los pasillos de camino a las distintas líneas de tren, un predicador amateur de traje y corbata que habla con una vehemencia excesiva, como si su discurso sobre Dios lo enrabietara en lugar de angelizarlo. En los Estados Unidos, egocéntrica tierra de sermoneadores y aspirantes a profetas, parece que todo el mundo no solo tenga el derecho sino también las suficientes ganas de aparecer en público con la ingenua esperanza de ser escuchado.

Pueden encontrarse a individuos dispuestos a captar la atención de los viandantes por doquier, cual vulgar Speaker’s Corner londinense, pero no hay ninguno que supere al grupito de negros vestidos con ropajes africanos que se aposta en la esquina de la calle 34 con la Séptima Avenida. Cada uno de ellos enseña una cartulina con frases escritas, y en verdad, en ese punto de la ciudad lleno de transeúntes —delante están los almacenes Macy’s, con sus escaparates llenos de saldos—, ya se han parado bastantes personas a escuchar y mirar cuando paso por ahí ese mediodía, incluso a asentir con la cabeza lo que oyen. En los carteles, se leen cosas como «Martial law police state… America shall soon be destroy… The 12 tribes of Israel… Jesus is a negro…», además de indicarse que existen «concentration camps» y que los ciudadanos estadounidenses son declarados terroristas desde el 11-S.

Dementes o sabios, esos extravagantes y circunspectos oradores viven a fondo sus afirmaciones sociopolíticas, y para mí no son menos de fiar que los editoriales de los periódicos o los telediarios. En contraste con toda esta charlatanería efímera, el único visionario sigue siendo el poeta, por los siglos de los siglos, amén del que, en su fe en lo invisible, pronostica el desastre al que conduce lo material, o lo constata sin más énfasis que con una metáfora. En «La danza de la muerte», el Poeta en Nueva York García Lorca canta: «¡Oh salvaje Norteamérica, oh impúdica! ¡Oh salvaje!», y más adelante —hay que recordar que escribió el libro en pleno crack bursátil, en los dos años (1929 y 1930) pasados en la Universidad de Columbia—, atestigua cómo «ya la Bolsa será una pirámide de musgo. (…) ¡Ay, Wall Street!»

Doce meses atrás, en el entorno de ese campus universitario, en concreto en el Teachers College, yo había entrado en una bellísima sala de conferencias donde, me contaba in situ el profesor Gerardo Piña, dio una charla el poeta. Aquella misma mañana, también me había acercado a la Casa Hispánica, el edificio en el que estudió Lorca y que hoy es el Departamento de Español y Portugués de la Columbia University: un lugar con fragancia de desahucio, repleto de muebles amontonados en lo que se suponía era el vestíbulo, con algunas fotografías en blanco y negro que veía colgadas en las paredes mientras iba subiendo las diferentes plantas tras alguna pista lorquiana. En vano, por desgracia para mi curiosidad, aun considerando que ya es excesivo el seguimiento que hacemos del desgra­ciado poeta García, que hablaba de muertos y cementerios en su libro neoyorquino y que, irónicamente, ni él mismo podrá dormir en paz de tanto haber oído comentarios sobre si abrir su fosa o no. Sometido a una encendida controversia funerario-política de la siempre latente guerra civil española, el poeta deja de serlo, y su arte se pierde al convertirse en mártir e icono. «Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño. / Este es el mundo, amigo, agonía, agonía. / (…) y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada», dijo con maravillosa precisión y cuidado dramatismo en la «Oda a Walt Whitman».

La máquina materialista

Es Whitman quien se adelantó a todos en su pronóstico, pues no en balde presenció a la vez el nacimiento y la desesperanza de su país; lo primero, representado en su admirado Abraham Lincoln, y lo segundo, al cuidar y ver morir a tantos jóvenes soldados en su etapa como voluntario en hospitales de Washington durante los años 1862-1865, en medio de la guerra civil norteamericana, como reflejó en Diarios de guerra y Redobles de tambor. El poeta de Long Island detectó en su día —¡en su siglo!— lo que ahora los pregoneros de distinto cariz, desde el ámbito económico, periodístico o histórico, explican con un apéndice apocalíptico.

En un librito de conversaciones con Whitman, de las que seleccionó unos fragmentos Rafael Cadenas, ese gran poeta que, con la timidez de un joven autor, se acercó a quien esto escribe para regalarle su fino libro Falsas maniobras, sin emitir sonido perceptible alguno y desaparecer espectralmente, en la Feria del Libro de Caracas en 1998, leo: «La vida americana: cada hombre tratando de derrotar a otro, abandonando modestia, abandonando honestidad, abandonando generosidad para lograrlo, creando una guerra, cada hombre contra cada hombre; todo el desgraciado asunto falsamente afinado por ideales de dinero, política de dinero, religiones de dinero, hombres de dinero». Y en efecto, tal cosa es lo que marca irremisiblemente nuestras vidas, como ha captado y llevado al cómic de forma magistral e insuperable —ningún artista español es tan aguda e inteligentemente crítico con la sociedad actual— ese dibujante satírico llamado Miguel Brieva.

En el editorial de una de las cinco entregas de la publicación que realiza entera él solito, Dinero —hay que hacer notar su irresistible subtítulo: Revista de Poética Financiera e Intercambio Espiritual—, Brieva habla de cuán inexplicable es que, cuando se citan los inventos más importantes de la humanidad, jamás se mencione el dinero, pues aparte de crear la rueda o el tornillo y descubrir el fuego, «alguien tuvo la feliz ocurrencia de que las cosas, las cosas que hasta entonces tenían el valor de ser sí mismas, de su uso, podían sustituirse por otra cosa más genérica y abstracta, pero materializada en cosa, al fin y al cabo, cuya sustancial diferencia y virtud con respecto a todas las demás era precisamente la de suplantarlas, la de representar su valor; una cosa fabulosa, de esencia camaleónica, que era a un tiempo todas y ninguna. ¿Qué otra invención humana, por ingeniosa y tremendamente útil que pueda llegar a ser, llega a superar las bondades de lo que es en potencia todas ellas juntas?».

El sentido común de Brieva, como el de cualquier gran mente creativa y sensible a lo que tiene alrededor, es compañero del alma de Whitman, que temió lo que hoy se ha transformado en ley: «Que Dios proteja nuestras libertades cuando el dinero tenga finalmente nuestras instituciones en sus garras», dijo el autor de Hojas de hierba, temiendo que acabáramos inmersos en el hábito destinado a gobernar la existencia de todo el planeta: «El problema aquí entre nosotros es nuestra endiablada manía de dinero», añadió. Una manía que hoy hace tambalearse al mundo, y, de esta forma todo —Todo— es explicado, simplificado, idiotizado, por parte de los medios de comunicación y los políticos, a base de cifras tan altas que terminan siendo un garabato de números sin significado alguno, o mediante tecnicismos que deslumbran al profano que solo entiende el total que ha de pagar en cada factura que recibe en el buzón de su casa. En la partitura del día a día, una llave de Sol casi calcada al símbolo del dólar da el tono de la decadencia que también percibieron, con dolor profético, Nietzsche, Tolstói, Stefan Zweig y Max Weber —este estaba convencido ya en 1918 de que los Estados Unidos y Japón dominarían el mundo—, como Mauricio Wiesenthal recrea en su novela Luz de vísperas. En ella, el protagonista, Gustav Mayer, álter ego de tantos intelectuales del Este que vieron deshacerse la cultura de la que pudimos ser hijos nosotros, al estallar la I Guerra Mundial, advierte: «El capitalismo ofrece (…) un mundo sin más fe que los valores materiales del éxito y el dinero», y en esa falta de fe reside su debilidad, el germen de su desmoronamiento anunciado.

Fue bonito mientras duró, balbucearán, mirando de frente la ciudad por los cristales de su pasado, los que tuvieron fe, rascacielosamente, en sus acciones, cuenta corriente, billetera, ahora con las corbatas ensangrentadas por haber perdido su ritmo de ingresos en las trincheras de la avaricia. Pero la ensoñación del lujo ha dado paso a la imposición de la realidad: «Nueva York es realista, en el sentido de que la política y la guerra han ido siempre después de los negocios», escribió en 1930 Paul Morand, que explicaba cómo los Estados Unidos fueron controlados desde antiguo por «una aristocracia de banqueros», de organigrama feudal, que acabaron creando el Nueva York que hoy conocemos: «Son los bancos los que lo han transformado en metrópoli a fines del siglo xviii; es, finalmente, el imperialismo militar y comercial el que en nuestros días ha hecho de esta ciudad el centro del mundo. (…) Entre nosotros se dice que América no es más que maquinaria y materialismo».

Sin embargo, quién podría mantenerse puro ante las tentaciones de vida fácil, de anulación del esfuerzo y la preocupación, que les asaltó a los que tuvieron la oportunidad de amasar fortunas, si el paradigma popular de este ambiente consumista, Times Square, nos seduce como a niños delante de sus dibujos animados favoritos. El Theatre District, territorio de luces y mentirijillas con código de barras, de anuncios colosales que por la noche, encendidos con la intensidad de un ventanal prostibulario, son un espectáculo en sí mismos, de sinfonía de tarjetas de crédito rascando la monotonía del entretenimiento de comprar… Qué tendrán esas cuantas manzanas de Broadway para seducirnos de forma tan primaria, para hacernos alargar la mano en busca de la máquina de fotos. Ulises entra en ese parque temático en el que todo tiene un precio, y las Sirenas de las cajas registradoras que le ofrecen millones de objetos nos abruman como al chaval que, al final de la película Crash, después de ser liberado de un terrible cautiverio en un sótano donde le obligaban a matarse trabajando, de repente aparecía frente al escaparate de una tienda de discos compactos. Era la obscenidad de la cantidad, de lo material, descubierta por unos ojos vírgenes de ganas de poseer. La imagen, en esta ocasión, sí que sustituía las consabidas mil palabras.

La bandera de la muerte

Poco le importarán Wall Street, la Meca del Dinero, la crisis, al hombre gordo de mirada narcótica y manos tatuadas que, sentado enfrente de nosotros en el metro, cambia el contenido de una bolsa negra de basura a otra de motivos infantiles, empleando en ello la meticulosidad y la lentitud de un cirujano en la sala de operaciones; ni al trotamundos desarrapado que lleva un montón de mochilas colgadas alrededor de su cuerpo, al igual que si de él pendieran las sillitas de un tiovivo, y que vimos al lado del Lincoln Center una mañana dominical con solo turistas en las calles; ni siquiera al joven de típicos traje y sombrero negros, camisa blanca y dos trenzas rozándole las orejas que, en la esquina de la Quinta Avenida con la calle 34, cuando voy en dirección al Graduate Center para encontrarme con el bueno de Piña —desde hace poco, director de la Academia Norteamericana de la Lengua Española—, me sale al paso para preguntarme a bocajarro: ¿Ees usted judío…? A todos esos personajes de la callejera prosa neoyorquina —para mí en especial los numerosos vagabundos que veo leer arrugados libros de bolsillo, sentados en el suelo con la espalda contra la pared—, les traen sin cuidado esos guiones que el amanecer nos tiene preparados y que firman un tal Ibex o Dow Jones.

¿Pronunciarán alguna vez los Estados Unidos —y esto quizá daría para una viñeta burlesca de Brieva— aquel mensaje que vi en un muro, por la ventanilla del renqueante coche en el que unos poetas cubanos me llevaban del aeropuerto a La Habana Vieja, en la primavera de 1995: «Al capitalismo no volveremos jamás»? ¿Hasta cuándo será el país de «la gloria y las oportunidades, el impulso y la velocidad, el chirrido de los engranajes y la porquería», como dice Budd Schulberg en una sensacional novela de 1941 con la que se conoce a fondo la despiadada maniobra de los trepadores sin escrúpulos, ansiosos por alcanzar el color verde dólar propio de la cima del triunfo desde Nueva York a Hollywood? La mala conciencia de «la vida americana» ha de ser profunda si, al lado de la codicia político-económica, se yergue un sentimentalismo que enseguida se vuelve reproche u orden en el país que presume de libertades: has de ser patriótico, debes llorar a los que cayeron para defender la nación, dicen los millonarios de las multinacionales, del Senado y del Congreso, con rictus serio y la mano en el corazón. Y entonces, para compensar las hipocresías de, entre otras cosas, hacer negocios mediante la guerra, se lloran a los pobres muchachos que antes de empezar a vivir, a perder la virginidad del amor y del odio, ya han muerto en el frente.

Es el día del Memorial Day, la jornada que los Estados Unidos dedican a recordar a los caídos en acto de servicio, a los que llaman «héroes» para edulcorar y dignificar con pomposidad el hecho de que sean unos meros desgraciados, piezas de un tablero del que nadie se hace responsable. La seguridad del mundo bien merece sacrificar algunas vidas, pensó el innombrable trío de las Azores, o, como dirían nuestras abuelas, ojos que no ven, corazón que no siente: mientras mueran los hijos de gentes de poblaciones lejanas que no se conocen, y se llame héroes y se le asignen medallas póstumas a nuestros soldados fallecidos, todo irá bien.

Ese día, que por otra parte tiene una larga tradición, desde la época precisamente en que Whitman hacía compañía a los combatientes en sus últimos momentos de vida, enciendo la tele en la habitación del Quality Inn Brooklyn y aparecen los Counting Crows actuando en el Bryant Park, en la Avenida de las Américas con la calle 42. Qué paradójico para un grupo de rock, cantar a las ocho de la mañana, pero Adam Duritz entona perfectamente y ejecuta sus movimientos con su habitual energía. Alrededor del parque, por las calles y plazas, en los edificios oficiales y hoteles, de modo absolutamente omnipresente, la bandera estadounidense luce ondeada por el viento, pegada a las paredes, colgada monstruosamente grande en el hall de la hermosa estación Grand Central. La «Bandera de estrellas, estameña abigarrada» de Whitman –así la describe en Redobles de tambor—, la «bandera del destino», el «poderoso símbolo», el «voraz estandarte», la «bandera viril» que tiene la misión de recordar, muy particularmente en el Memorial Day, su «camino, sembrado de muerte sangrienta».

El acento de Brooklyn

Paul Morand consagró su libro neoyorquino a hablar de Manhattan, advirtiendo de forma expresa que pisar el resto de distritos no merecía la pena en ningún caso. Al Bronx, Harlem, Queens —nadie parecer reparar en Staten Island— les ha llegado la ocasión de abrirse al mundo desde lo cinematográfico, fundamentalmente, y Brooklyn ya es hace un buen tiempo materia para la narrativa, desde Un árbol crece en Brooklyn (1943), de Betty Smith, a Llámame Brooklyn (2006), de Eduardo Lago, pasando por Última salida para Brooklyn (1964), de Hubert Selby, y Brooklyn Follies (2005) de Paul Auster. Ante un Manhattan saturado de historias y referentes previsibles, hay que abrirse a la periferia en busca de identidades urbanas nuevas.

Y de nuevo fue pionero en ello Walt Whitman —contrastando con la mirada despreciativa del viajero Morand—, que se entregó a amar cada palmo de Nueva York tanto desde Long Island, donde nació, como desde los lugares en los que residió largo tiempo, Nueva Jersey y Brooklyn, al decir de Aránzazu Usandizaga, que destaca una etapa concreta: «En 1841 parece iniciarse una fase muy importante para el poeta. Su actividad profesional periodística del momento le obliga a trasladarse de New Jersey a Brooklyn, y escribir sobre los dramáticos acontecimientos políticos de un país al borde de la guerra civil. Pero su estancia en Brooklyn le permite además contemplar más de cerca la ciudad, y el periodismo le ayuda a interiorizar un lenguaje que adquirirá luego enorme resonancia en su verso». Así, hasta 1849, año en que se traslada a Nueva Orleans, Whitman podrá decir en el poema «La barca que cruza Brooklyn»: «También yo he vivido; Brooklyn, la de amplias colinas, fue mía; / también yo he recorrido las calles de la isla de Manhattan y me he bañado en las aguas que la circundan»; y en «Mannahata», cuyo título responde a la etimología del nombre de la isla, apuntará como último verso: «¡Ciudad anidada de bahías! ¡Ciudad mía!».

Su ciudad es mi ciudad, nuestra-vuestra ciudad, pues la voz de Whitman siempre es la del coro, la masa, el yo íntimo y el nosotros conviviendo sumidos en un romántico anhelo, en un cántico-clamor guilleniano. Hoy, en cierta medida el Brooklyn conocido por él es también el que vemos: pudo pasear por el maravilloso Prospect Park, en el corazón del distrito, e incluso atravesar el Puente de Brooklyn, inaugurado en 1883 —el poeta muere en 1892—, como yo hice esta vez experimentando una panorámica equivalente a la que proporcionaba el avión que bordeaba el este de la Gran Manzana, pero con una perspectiva horizontal: una serie de rascacielos formando la inofensiva maqueta gris, brillante, abstracta, el sempiterno sky line.

Cerca de allí, el año anterior había visitado Bedford Avenue, la calle más larga de todo el distrito, casualmente después de entrevistar a Eduardo Lago en el Instituto Cervantes y llevarme mi ejemplar de Llámame Brooklyn con una entrañable dedicatoria. En aquel momento, tras abandonar el frenesí de Manhattan y viajar unos minutos en metro, Brooklyn fue a mis ojos una especie de pueblo silencioso y a la vez muy poblado. A la salida de la estación Union Square, la sensación era singular: el río de gente que salía a la calle era veinteañera, así que deduje que aquel País de Nunca Jamás estaba ocupado por estudiantes universitarios que habían encontrado un lugar barato desde donde desplazarse a las facultades de la isla. Al caminar por la avenida, relacioné ese ambiente con la calma provinciana, algo melancólica y escéptica, de las películas y novelas de Paul Auster. Todo me decía que los individuos en tejanos, las sonrisas adormecidas, las cervezas en la mano a las puertas de los bares, las conversaciones en las esquinas, el joven que me ayudó a encontrar el local donde me habían citado —el fantástico Dumont Burguer— y que balbuceaba el español gracias a una estancia en Guatemala con una ong, formaban un sitio independiente en el que la felicidad consistía en que no ocurría nada. En el diario, apunté: «Sería un buen lugar para mí».

Como lo fue para el protagonista de Brooklyn Follies: un hombre maduro de vuelta de todo que se trasladaba «a morir» a un sitio tranquilo, eligiendo para ello las inmediaciones del parque Prospect. Allí se encuentra el precioso jardín botánico y el imponente Museo de Brooklyn, el cual Whitman no alcanzó a ver por construirse a finales del siglo xix (en la quinta planta, apunté la frase extraída del prefacio a la primera edición de Leaves of grass (1855) que adornaba una pared: «He aquí no una nación meramente, sino una bullidora nación de naciones»).

En la novela de Auster, el derrotado personaje encontraba algún que otro aliciente a su maltrecha vida: se encaprichaba de una camarera, «una adorable puertorriqueña», en el restaurante donde solía ir a comer, a la vez que se lanzaba a reflexionar sobre el barrio: «Desde un punto de vista antropológico, descubrí que los habitantes de Brooklyn son menos reacios a hablar con desconocidos que cualquier tribu con que me haya tropezado antes». Y quizá sea verdad; quizá tienen más tiempo para los demás, o menos desconfianza hacia el extraño; en cualquier caso, Auster parecía escribir ese tipo de cosas echando mano de su anecdotario personal, expresando generalizaciones sobre «la resonante tonalidad del nativo de Brooklyn, ese acento inconfundible, tan ridiculizado en otras partes del país, pero que a mí me suena como la más acogedora, la más humana de todas las voces norteamericanas».

La mirada amable a Brooklyn del encantador Auster —lo digo porque aguantó una entrevista que, pese a mi precario inglés, le hice por teléfono coincidiendo con la aparición de su novela La noche del oráculo, en verano del 2004— se revela tan conmovedora a ratos como cursi en otros. Su prosa en Brooklyn follies es entretenida, como resulta habitual en su obra, pero decepcionante al fin y al cabo: de repente, Auster es un narrador que le gusta insistir sin demasiada justificación en el sexo —cuando antes era un elemento igual de presente pero bien insertado—, como seguirá haciendo en la mediocre Viajes por el escriptorium, texto que demostraba que nuestro adorado escritor ya no tenía nada más que decirnos, lo que la publicación de otra obra olvidable, Un hombre en la oscuridad, por desgracia ha venido a confirmar.

Leyendo Brooklyn follies, se percibía a un Auster dispuesto a sacar conclusiones de cualquier cosa, al hilo de su habitual juego de azares cruzando personajes y hechos tan inverosímiles como posibles. El mecanismo de escribir ficción, el carácter poliédrico del ser humano, la política de Bush, lo sombrío de vivir en un mundo de egoísmo y banalidad, de capitalismo y frustración, eran asuntos que se filtraban por una historia bien urdida, pero de forma tan simplista que convertía la existencia rehecha del protagonista en un fin para el que había escrito un prólogo de 309 páginas de una novela que acababa en la 310. Kafka, Hawthorne, Poe, Thoreau, los de siempre, se asomaban en una trama en la que no faltaba, por enésima vez, el recurso del cuaderno que el personaje se propone escribir con sus ideas y experiencias.

Pero «no hay nada / de que arrepentirse», diríamos de manera oportunista, extrayendo unas palabras de su poema «Narrativa». Admirador de Mallarmé, Celan, René Char, la poesía de Auster sería justo lo contrario a la voz desbordante, directa, llana y profunda de Whitman, al que nadie ha sabido leer tan bien como Jorge Guillén. En «Al margen de Whitman», del libro Homenaje (1967), hallo de repente todo lo que a mí me ha costado demasiadas páginas expresar, así que transcribo la pareja de versos que abre cada una de las cuatro cuartetas en las que se compone el poema: «Son muchos los sabios profetas / que nos turban con profecías. (…) Enorme siglo xxi: / ¿Portento será el disparate? / (…) Imprevisible porvenir, / compuesto de infinitos hilos. (…) Hojas de hierba nos alumbre. / Luz de inagotable esperanza». ■ ■

Referencias

Auster, Paul. Brooklyn Follies, Traducción de Benito Gómez Ibáñez, Anagrama, Barcelona, 2006.

–– Pista de despegue. Poemas y ensayos 1970-1979, Traducción de Jordi Doce, Anagrama, Barcelona, 1998.

Brieva, Miguel. Dinero, Mondadori, Barcelona, 2008.

Morand, Paul. Nueva York, Traducción de Julio Gómez de la Serna, Espasa Calpe, Madrid, 2003.

Schulberg, Budd. ¿Por qué corre Sammy?, Traducción de J. Martín Lloret, Acantilado, Barcelona, 2008.

Usandizaga, Aránzazu. «Epílogo» a Canto de mí mismo y otros poemas, de W. Whitman, Círculo de Lectores, Barcelona, 1997.

Wiesenthal, Mauricio. Luz de vísperas, Edhasa, Barcelona, 2008.

Whitman, Walt. Poesía completa. Tomo I, Traducción de Pablo Mañé Garzón, Ediciones 29, Barcelona, 1994.

–– Diarios de guerra. Redobles de tambor, Traducción de Manuel Villar, Hiperión, Madrid, 2005.

–– Habla Walt Whitman, Traducción de Rafael Cadenas, Pre-Textos, Valencia, 2008.


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