Autor: 31 enero 2006

Francisco Javier Urkijo: John Frankenheimer
Cátedra, Madrid, 2006

Por desgracia, en ocasiones la crítica (no sólo) de cine gusta de incurrir en el vicio de convertirse en un acomodaticio pozo de tópicos. No es (ni será) la primera vez que, con respecto a tal o cual profesional del medio cinematográfico, se establecen una serie de esquemas de apreciación que, en adelante, se repiten de modo becerril. Eso ocurrió con Clint Eastwood hasta casi finales de los años ochenta, está dejando de acontecer ahora con Sergio Leone y sucede todavía con Ridley Scott, por citar tres casos de esa clase de extraordinarios cineastas donde la crítica tarda en saber ponerse a la altura de sus respectivas filmografías. A esta estirpe de buenos directores que son víctimas de esclerotizados parámetros de apreciación perteneció John Frankenheimer (1930-2002).

Miembro de esa llamada Generación de la Televisión que surgió a finales de los años cincuenta (junto a Sidney Lumet, Martin Ritt, Robert Mulligan, Delbert Mann…), Frankenheimer fue considerado durante la década de los sesenta como una de las grandes esperanzas de Hollywood. Tras su tan exitoso como reputado paso por el medio televisivo, el director neoyorquino supo ganarse, con títulos del calibre de Los jóvenes 
salvajes (1961), El hombre de Alcatraz (1962), Su propio infierno (1962), El mensajero de miedo (1962) o Siete días de mayo (1964), el estatus de perspicaz comentarista crítico de la realidad americana, además del reconocimiento de su maestría dentro de las escenas intimistas. A ello debe sumarse que, con la dirección de obras del estilo de El tren (1965), Grand Prix (1966) o Los temerarios del aire (1969), Frankenheimer demostró también su competencia abordando las secuencias de acción o de suspense, con una solidez y eficiencia fundamentadas en un estilo fílmico de crispadas sequedad y concisión.

Pero entre 1968 y 1971 suma cinco fracasos consecutivos en taquilla que a lo largo de mucho tiempo constituirán un desalojable lastre sobre su prestigio, llegando a considerársele un artista definitivamente acabado, opinión que persistirá en los años ochenta. Entre esos reveses se encuentra la que, hasta no hace mucho, se consideró su mejor película: el western tardío Yo vigilo el camino (1970), crítica frontal al carácter reaccionario, puritano y violento de la América profunda. No obstante, cosas de la vida, esa televisión que le diera notoriedad en su etapa precinematográfica, fue asimismo la que lo rescató del descrédito para reintegrarle el prestigio perdido de cara a su justa rehabilitación como respetado hombre de cine.

Este “periplo tan impresionante” de ascenso, caída y resurgimiento del realizador lo sigue en John Frankenheimer, desde el más fiable análisis, Francisco Javier Urkijo, autor que ya había publicado, en esta misma división de Cineastas de la colección Signo e Imagen de la editorial Cátedra, dos estupendos estudios sobre John Ford (1991) y Sam Peckinpah (1995). De nuevo haciendo gala de su inteligencia en el análisis específico de cada filme, así como de su habilidad a la hora de ubicar los hallazgos generales de la filmografía del cineasta estudiado dentro del marco histórico global (sociopolítico y cinematográfico), Urkijo nos hace recorrer la obra frankenheimeriana dividiendo su libro en una serie de capítulos tan didácticos como oportunos. Primero nos zambulle en una contextualizadora biografía del director, acto seguido nos acerca a sus trabajos televisivos, luego nos lleva por sus primeras películas, después nos hace trabar contacto con las obras maestras de su primera madurez (años 60-70), tras lo que se nos conduce al retorno de Frankenheimer a la TV que anticipa su gloria en la década de los 90, para concluir con ese definitivo retorno triunfal a la gran pantalla de la mano de una prestigiosa veteranía rodeada de reconocimientos.El asunto es que ante la incomprensión mostrada hacia las que a fecha de hoy son vistas como algunas de sus mejores piezas —así también lo cree Urkijo—, French Connection II (1975), Domingo negro (1977) o La cuarta guerra (1990), a John Frankenheimer, un veterano sexagenario en decadencia artística sólo valorado en tanto que artesano, “se le presentó de nuevo el medio televisivo ante su puerta, llamando con insistencia. Y con la televisión le llegó una verdadera nueva oportunidad que con toda su experiencia no dejó pasar de largo”. De esta manera llegaron, desde una humildad en consonancia con sus intereses dramáticos e ideológicos de denuncia, los atronadores y multipremiados éxitos catódicos de Contra el muro (1993), recreación del motín de los reclusos del presidio de Attica en 1971, Estación ardiente (1994), obra de denuncia pro América Latina, y Andersonville (1995), “obra maestra sin paliativos” en torno a la guerra civil estadounidense. Por tanto, mediante el desprestigiado género de la telemovie Frankenheimer readquirió renombre reencontrándose con el éxito. Este nuevo estado de bonanza, en cuanto a creatividad y valoración crítica, acabó haciéndose extensivo a la gran pantalla: el policíaco Ronin (1998), con Robert De Niro y Jean Reno a la cabeza del reparto, “volvió a significar un éxito de primera línea… llamó la atención de las audiencias más jóvenes por las cualidades que nunca habían abandonado al pulso del realizador. Y mereció aplausos unánimes por la solución de sus secuencias automovilísticas procedentes de las mismas voces que habían atacado similares procedimientos en sus títulos de los años setenta”. John Frankenheimer de Francisco Javier Urkijo nos parece una monografía necesaria acerca de un cineasta cuya obra precisaba de una nueva y adecuada (re)visión crítica. Si bien es cierto que, como el propio escritor reconoce, dentro de ella “hay ausencias”. Confiesa Urkijo que “desgraciadamente, no he podido completar el volumen con la exhaustividad con que me hubiera gustado hacerlo. Algunos filmes se han ido quedando demasiado lejanos en el recuerdo y no he tenido posibilidad de volver a ‘visitarlos”. Estas palabras se refieren a unas cuantas docenas de títulos televisivos y a los largometrajes Su propio infierno, El hombre de Kiev (1968), The Extraordinary Seaman (1968), nunca estrenada en España, The Iceman Cometh (1973), Sueños prohibidos (1973) y 99,44 % 100 muerto (1974). Algo que, desde luego, no debe empañar los logros de esta indeclinable propuesta, puesto que —como igualmente manifiesta su autor— siempre puede quedar espacio para la futura inclusión de un anexo donde se subsanen dichas carencias.José HavelEmilio Alarcos LlorachEn todas las ocasiones. 
Celebración y elegíaEdición y prólogo de José Luis García MartínValladolid, Junta de Castilla y León, 2006Memorias, amigos y ensoñaciones

Que nadie busque en estas páginas las sabias lecciones del preciso y metódico filólogo, tampoco las minucias históricas del lacónico y certero gramático, ni las del riguroso e intuitivo crítico literario. Como bien apunta el editor, García Martín, en el prólogo, aquí encontramos “discursos de agradecimiento por un premio o un doctorado honoris causa, presentaciones de libros, pregones de fiestas, necrológicas…” y, también, evocaciones, homenajes y agradecimientos, pero lo que nunca encontraremos es la pomposa prosa ceremonial académica ni las convencionales y consabidas fórmulas oratorias, tan pesadas y digestivas, en los protocolarios ritos académicos. La ironía del escéptico que siempre fue Emilio Alarcos sembró de humor tanto sus ensayos de largo aliento como su obra más circunstancial y aparentemente menor: “Mis ocupaciones habituales —dice en “Descubrimiento del mundo” — me han convertido en hablante y escritor seco, sin galas, cartesiano, parco en ditirambos y con manifiesta inclinación a la crítica y a la ironía”.

El humor de don Emilio es un humor fino, sabio, seco y contundente, parco pero preciso y certero como un fino estilete. Es importante destacar este rasgo porque viene a ser la sal y la vida del ensayo moderno y Alarcos, hombre serio y discreto, supo usarlo con extremada eficacia; tras su adusta apariencia profesoral se agazapaba un humorista frustrado (en el arranque del discurso que abre el libro, “Vivencias vallisoletanas”, se puede comprobar ese genio o ingenio del niño grande que siempre fue, gustoso en todo momento de romper sistemas y quebrar protocolos).

Lo que menos puede esperar el lector de un discurso tan protocolario como pudiera ser el de la concesión de un doctorado honoris causa es encontrarse por sorpresa con unas páginas antológicas sobre los recuerdos de infancia y adolescencia del doctorando. Valladolid, Salamanca, Oviedo y el Madrid de los tristes y estrechos años de carrera (“Dentro de los bolsillos había por lo común penuria, a lo más, glomérulos de hilachas, tamo y pelusa (tal vez alguna brizna de tabaco). Pero la ilusión y la esperanza no se perdían”; dice en “Cincuenta años en Gredos”) son las ciudades evocadas que recogen los pasos del personaje en fragmentos de una novela que don Emilio dejó desperdigada en estos y en otros escritos. Se trata de capítulos o fragmentos de una verdadera novela por la extraordinaria habilidad que esgrime para evocar ambientes y por la destreza y precisión con que sabe, en cuatro pinceladas, recrear a un personaje: “Entonces 
—cuenta en “Descubrimiento del mundo”— Valladolid era una ciudad de ritmo lento, era como el traje urbano que le queda ancho y flotante al que ha perdido muchos quilos. No pasaba nada, a no ser por los andenes de la compañía los rápidos y los expresos resoplantes con su diferente anuncio campanil según fueran ascendentes o descendentes, y por el paseo Zorrilla el renqueante y humoso tren-burra”.

Quizás un exceso de pudor y timidez o esas “molestas cascajeras de mi prosa lacónica y reseca”, de que habla en el discurso citado, le impidieran seguir los pasos de su admirado Baroja. Estas prosas, sin embargo, nos muestran al novelista que pudo ser y, también, al poeta que siempre fue; Alarcos fue un poeta secreto que en ocasiones pasaba copia a los colegas de algún poema satírico y circunstancial que circulaba después entre los alumnos (“Reconozco haber pecado en tiempos como poeta lírico y satírico, siquiera subrepticio y para uso interno”, confiesa en “El destino de las lenguas”).

También supo ser crítico, y no sólo un atinadísimo crítico literario, sino de la circunstancia social y, sobre todo, lingüística que le tocó vivir a este “castellano de natura, asturiano de pastura y europeo de ventura”. El discurso que cierra el libro, citado antes, “El destino de las lenguas”, es emblemático a este respecto. Hoy que a golpe de decreto se pretenden imponer las lenguas autóctonas, habría que recordar estas palabras de don Emilio pronunciadas ante reyes y presidentes: “Hoy día, mentes nutridas por el interés pretenden dirigir la lengua, cada una de las lenguas, como si ello fuera posible… Ninguna institución humana posee la autonomía y el poder decisorio de las lenguas… La lengua va por donde inconscientemente quieren sus hablantes. Pero nunca por donde pretenden los dirigentes que convierten la lengua en instrumento de acción… Subterfugios políticos de radio estrecho han inducido a identificar la lengua con esos entes gaseosos que se llaman nacionalidades… Nación y lengua no coinciden en sus circunscripciones respectivas. Hay naciones sólidas y multilingües, y hay lenguas vigorosísimas y multinacionales… Si el hombre actual de nuestro país, con todas sus variedades y divergencias, tiene algo que decir en el mundo, ha de decirlo en español… Cada lengua en su casa, y el español en la de todos”.

La cita es larga, pero estimo que merece la pena, pues no sólo define la circunstancia político-lingüística de hace doce años, en que fuera pronunciado el discurso, sino que se ajusta como anillo al dedo a la actual.

José Luna BorgeJosé Antonio LleraLos poemas de cementerio de Luis CernudaDevenir, Madrid, 2006Ficción biográfíca

El análisis de cuatro poemas de Luis Cernuda le basta a José Antonio Llera para uno de los acercamientos a su poesía más inteligentes que se hayan escrito hasta la fecha. Se trata de “Cementerio en la ciudad” (Las nubes), “Elegía anticipada” (Como quien espera el alba), “El cementerio” (del mismo libro) y “Otro cementerio” (Vivir sin estar viviendo). Se trata de minuciosos análisis de textos que no se limitan a analizar los textos: “No puede obviarse que estos poemas del exilio responden a una experiencia de la realidad: se trata de cementerios que el poeta visitó, al lado de cuyas lápidas se sintió mordido por la angustia o se detuvo a considerar su vida con un libro antiguo entre las manos”. Pero tal circunstancia biográfica se encuentra, en tanto que literatura, atravesada por topoi y figuraciones que no pretenden “embellecer la experiencia con el barniz de la cultura”, sino “construirla y darle sentido”. Este libro incide en la especial simbiosis entre ficción y autobiografía que se da en la obra de Luis Cernuda, un poeta que no renuncia a la herencia romántica, pero que en sus mejores momentos acierta a volverla del revés dándole un nuevo sentido. Dos apéndices —“Los cementerios de Juan Ramón Jiménez”, “Los cementerios de Miguel de Unamuno”— sitúan los poemas de Cernuda en su contexto. Escrito con rigor profesoral y con sensibilidad de poeta, Los poemas de cementerio de Luis Cernuda puede servir de ejemplo de la mejor crítica académica: la que se ciñe al texto sin desvincularlo del contexto, aunando concreción y teoría y no olvidando nunca las irrenunciables características del ensayismo literario: claridad, elegancia y precisión.

Laura Díaz


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