Autor: 7 enero 2007

Julio José Ordovás

Hemos quedado en la puerta de La Pedrera. Rodrigo Fresán llega puntual, con un libro gordo bajo el brazo. Ese libro, debería haberlo adivinado, es la nueva novela de Thomas Pynchon, Against the Day, que tardará aún una semana en salir a la venta en los EE. UU. (no solo parece que Rodrigo Fresán haya leído todos los libros, sino que además los ha leído antes que nadie).

Rodrigo Fresán es feliz como solo puede serlo un hombre que acaba de tener su primer hijo. Pero hay otro motivo que hace que Fresán esté radiante de felicidad en esta casi primaveral mañana de otoño: ha salido un nuevo disco de The Beatles, un disco disparatado y divertidísimo y extremadamente alucinógeno: Love.

—Alguna vez has utilizado la dicotomía beatle /rolling para diferenciar personajes opuestos (Drácula / Frankenstein) o incluso para diferenciar países que consideras antagónicos.

—Yo a los Rolling Stones los odio. Pero es una cuestión extramusical, una actitud, una postura ante el arte. Hay escritores, pintores y directores de cine que son rolling stones. Y del otro lado está la parte beatle, que es la aspiración a lo epifánico y a lo celestial, no quedarse en lo fácilmente terreno e inmediato, en lo supuestamente libidinoso. Yo soy un gran defensor de los escritores que escriben todo el tiempo el mismo libro, pero en todo caso lo que hacen los rolling stones es escribir todo el tiempo el peor libro que escribieron nunca.

—Con Argentina siempre te has mostrado particularmente crítico.

—Argentina es un país con el que es muy fácil ser crítico, no exige demasiado esfuerzo ver las grietas en el retrato del país. Yo salí muy joven por primera vez de allí, por todos los motivos incorrectos, más dramáticos, que yo capitalicé. Pero… No sé. Básicamente es un país que ha dejado de interesarme. Creo que incluso he superado la etapa crítica. Criticar o condenar algo implica una cierta relación. Mi relación con Argentina en estos momentos… en mis últimos libros no aparece. De todas maneras no es por un ejercicio consciente u obligado. Me parece que todo lo que tenía que decir y que narrar sobre la Argentina ya lo he dicho. Por otra parte, tengo y mantengo una actividad periodística bastante fecunda como corresponsal extranjero de Página 12. Y supongo que mi parte de Argentina se filtra más por ese lado, más por la parte de non-fiction que por la parte de fiction. En ese sentido, yo soy el autor Jekyll y Hyde, sin saber cuál es la parte Mr. Hyde y cuál es la parte Dr. Jekyll.

—Tus artículos para Radar, el suplemento cultural de Página 12, son un prodigio de humor y de erudición musical, cinematográfica y literaria.

—No te digo que me disguste hacerlos, pero… lo paso bien, me divierto… Siempre tuve la suerte de trabajar en medios que me permitieron escribir de lo que me gusta. En muy contadas ocasiones he tenido que escribir sobre algo que no me interesa. Pero antes el equilibrio periodista / escritor era mucho más armónico. Siempre digo lo mismo: antes era como cambiarme de sombrero y ahora es como cambiarme de traje de astronauta. También tiene que ver con que la literatura cada vez te pide más y uno le pide también más a la literatura ajena y propia.

—No sé dónde leí que decías que te costaba sentarte a escribir.

—Sí, a mí no me cuesta escribir, me cuesta sentarme a escribir. Una vez que me siento… Yo no he pasado por el famoso bloqueo del escritor. De hecho, tengo una especie de fondo depositado en libretas sobre futuros posibles libros formados. Creo que ya por los años que me quedan de vida nunca voy a estar en problemas en ese sentido. Estoy cubierto. Y además se me siguen ocurriendo cosas.

—Sí, alguna otra vez has hablado de tus libretas abiertas. ¿Pero realmente existen esas libretas?

—Yo en el ordenador escribo y co­rrijo. Pero todo lo que son apuntes y frases sueltas están en mis libretas. A mí me preguntan muchas veces si cambia la metodología de la escritura y yo por un lado te podría decir que no, pero por otro lado el gran cambio que ha habido en mis libros es que al principio, hasta el tercero o el cuarto libro, las historias, las tramas se me presentaban resueltas y eran como un esqueleto al que había que vestir. Y con el correr de los años y de los libros lo que se me presentan son frases, momentos sueltos a los que yo tengo que ubicar en una estructura que en principio es invisible y que se va armando a medida que me siento a escribir. Por eso, gran parte de la escritura de mis últimos libros pasa por el momento de la escritura. Uso siempre el mismo símil. Al principio era como que yo estaba parado en la punta de un muelle y llegaba un barco ya armado y ahora es como que estoy parado en la punta del muelle y me llegan noticias de un naufragio en alta mar y entonces tengo que salir yo en busca del barco y a veces llego y lo encuentro en llamas, a veces lo encuentro hundiéndose y a veces tengo que ponerme el traje de buzo y sumergirme en las aguas a ver qué saco a la superficie. Me preguntarás qué es mejor y no sabría decirte. Hay momentos en que uno siente una inevitable nostalgia de cuando llegaba un cuento que sabía cómo empezaba, cómo transcurría y cómo terminaba. Pero hay momentos en los que también me doy cuenta de que es mucho más divertido y mucho más arriesgado, y de que el producto final es mucho más interesante siguiendo esta última modalidad submarina.

—En alguna ocasión has diferenciado al escritor que lee del lector que escribe.

—Sí, yo soy un lector que escribe. Y creo que los escritores que valen la pena son los lectores que escriben. A mí el modelo Thomas Mann, el escritor como luminaria iluminadora en una sociedad y como faro tótem, no es una figura que me interese. Sobre todo porque es una figura que con el correr de los años se ha desvirtuado cada vez más. Los escritores que han suplantado a Thomas Mann en ese aspecto —no daré nombres pero son bastante obvios—, la verdad es que no me interesan. La figura del escritor demasiado presente, demasiado palpable fuera de su obra, no… El escritor como comentador social, como conciencia de un determinado momento a mí no me interesa porque a mí me interesan las ficciones.

—Borges es sin duda el ejemplo supremo de lector que escribe. ¿Cómo es tu relación, como argentino y como escritor, con Borges?

—Borges está en el adn de todos los lectores argentinos, para bien o para mal. Una de las cosas que a mí sí me gratifican de la tradición literaria argentina es que pasa de la tradición a la traición. Somos todos como hijos de nuestras respectivas bibliotecas, como corpúsculos independientes pero que estamos todos un poco unidos por Borges, que era un lector devorador ciego. Y la idea de que la propia obra puede estar en las obras de otros, de que las obras de otros son imprescindibles para la propia obra. Lo que distingue bastante a la literatura argentina de otras literaturas sudamericanas es que no está plantada en el suelo, sino que en todo caso está plantada en las paredes, y en las paredes es donde se ponen los estantes, donde está la biblioteca generalmente. Por eso creo que no hay límites para una ficción argentina. A mí (y esto lo digo con todo cuidado) la idea de que la ficción argentina tenga que pasar inevitablemente por los desaparecidos, por los militares, por el caos social, me parece genial que haya escritores que se ocupen de eso, pero no creo… En fin.

—Lo que sí está claro es que la literatura argentina va por un lado y el cine por otro.

—A mí el cine argentino, la idea de lo social, esas películas donde se dice boludo cada tres palabras y la gente grita y todo el tiempo se habla de presidentes y de dinero y de militares y donde en todas las familias hay inevitablemente un desaparecido, no me interesan. No me parece mal que exista ese cine, pero… Y no es que yo esté proponiendo una opción dandi, aristocrática, exquisita de una Argentina que ya no existe, la Argentina de Bioy o de Borges o de grupos de escritores hablando única y exclusivamente de literatura mientras la historia transcurría por afuera. Y donde los escritores se iban, como Cortázar. No es que yo esté muy informado, pero parece ser que ahora en Argentina hay un apoyo 
—para mí como escritor— un tanto exagerado en la realidad inmediata, como si hubiera una necesidad de contar eso, y hasta creo vislumbrar por entrevistas una actitud de reproche hacia los que prefieren escribir sobre otras cosas. Es un tema complicado.

—Roberto Bolaño y tú conseguisteis dar con una “clave infinita” que os permitió escribir novelas interminables, novelas que se disparan en múltiples direcciones.

—No sé si tú verás en mis libros una intención de ruptura o de llevar la novela por otro lado o de renovar, y te lo juro, no hay nada de eso en absoluto. Yo me considero un escritor completa, total y absolutamente realista, en el sentido de que el modo en que escribo mis libros y las estructuras con las que armo mis novelas es el modo en que yo veo la realidad. No me siento diferente. Aunque posiblemente soy diferente en mi modo de ver las cosas, pero no es una percepción mía puntual y constante. Con el tiempo me he dado cuenta de que lo que acaba entendiéndose como guía de un determinado autor no es más que lo que quiso hacer que probablemente no le salió. Y ese momento frustrado, bastardo, se va refinando hasta convertirse en algo noble para segundos y terceros. Estoy seguro de que Fellini veía la vida como la refleja en sus películas, y lo mismo Kafka, y lo mismo el modo en que los Beatles ensamblaban las canciones o que Bob Dylan compone. Creo que no es una decisión que tomaron sino que no había otra opción, no podían hacer las cosas de otra manera. Y a mí me pasa lo mismo. Por ejemplo, yo nunca hubiera podido escribir Mantra de una forma estructurada y decimonónica, aunque me pongas un revólver en la nuca y me digas que te va en ello la vida. Muchas veces tengo fantasías de decir cómo me gustaría escribir una novela decimonónica, en la que el capítulo número tres termine exactamente donde va a empezar el número cuatro, pero evidentemente en el disco duro de mi cerebro o en mi adn falta ese programa o no está ese gen.

—En tu amistad con Bolaño, vista desde fuera, parece que había un estímulo mutuo.

—Éramos muy amigos, hablábamos de muchísimas cosas, no hablábamos mucho de literatura, la verdad sea dicha. Yo no leí ningún libro de Roberto en manuscrito ni tampoco él leyó ningún manuscrito mío. No había ese vínculo de amistad de escritores. No caminábamos por la playa de Blanes con el viento agitando nuestras capas y conversando sobre literatura, sino que hablábamos de temas bastante banales, de Gran Hermano muchísimas veces. Lo que sí compartíamos mucho eran lecturas. Teníamos una amistad más de lectores que de escritores.

—Muchas veces has dicho que la patria de un escritor es su biblioteca. Tu pa­tria, entonces, es indudablemente anglosajona.

—Sí, pero desde chico. Todo el mundo empieza leyendo autores anglosajones o extranjeros, los clásicos infantiles no suelen ser españoles. Para mí no hay ningún misterio. Luego cuando uno empieza a leer solo no va organizándose como en una carrera de postas, sino que un escritor te lleva a otro, lo mismo que en la música o en cualquier corriente artística. Mi especialización está exagerada también por el prisma del periodismo. Uno de los libros que a mí más me formaron, o me deformaron, y con los que siento más deuda es Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut. Pero es un error que a la hora de las percepciones de las fuentes de uno u otro escritor se tienda a pensar en autores o en países cuando en realidad hay que pensar en libros. Mi relación es con el libro, no con el autor ni con el país. Lo puse, creo, en La velocidad de las cosas, la idea de cómo va evolucionando el lector, los diferentes estadios de la lectura. Cuando empiezas a leer lo que te preocupa primero es la figura del héroe, el grado de identificación que puedes desarrollar con el protagonista. Cuando después lees de una manera más organizada la preocupación ya pasa por la trama y por cómo está construido o deconstruido el libro. Si te especializas un poco más, ya te preocupas un poco por el escritor y quieres leer todo lo que ese escritor escribió. Y el grado máximo de la lectura es la preocupación por el estilo, aunque la mayoría de los lectores no acceden a ese grado porque no lo necesitan. Muchos lectores siguen incluso a los ochenta años preocupándose por el ­héroe.

—La voluntad de estilo es manifiesta en todos tus libros.

—El otro día estuve entrevistando a John Banville y la última pregunta que yo le hacía era: “¿El estilo es rey y la trama es soldado raso, o viceversa?”. Y él me respondió: “El estilo avanza dando largas zancadas triunfales y la trama camina por detrás arrastrando los pies”. Y yo estoy bastante de acuerdo con eso ahora. Cada vez me interesan más los escritores cuyos libros transcurren dentro de la cabeza de los personajes. Y esos escritores pueden ser el mismo Banville o Nabokov o Philip K. Dick o Proust, quien tal vez llevara más lejos que nadie el libro / tumor, esa especie de libro que parece actuar dentro de la cabeza del narrador y que se va convirtiendo en metástasis recreadora del mundo.

—Tus libros están llenos de fantasmas. Y a veces es un fantasma el que escribe.

—Uno de los subgéneros cuentísticos que más me gustan son los cuentos de escritores de Henry James, que en realidad son cuentos de fantasmas. James no solo revoluciona el cuento de fantasmas sino que revoluciona el cuento de escritores porque convierte al escritor en un fantasma. Una de mis más grandes fantasías, y probablemente sea lo que me hizo ser escritor, y que es una asignatura pendiente para la que ya estoy tomando ciertas medidas, es escribir una larga y ambiciosa novela de fantasmas. La idea del fantasma es ya de por sí una idea muy literaria. Me gusta mucho la idea de que los vivos rescriben a los muertos, de que un fantasma es como una ficcionalización de un muerto que alguna vez fue vivo, o el modo en que los fantasmas miran a los vivos cuando vuelven. El fantasma es el más difícil y complejo de todos los monstruos de la literatura fantástica porque todos los otros monstruos, el vampiro, el hombre lobo o Frankenstein, vienen con accesorios tipo Barbie muy fáciles de manipular, mientras que el fantasma es aire frío, una corriente de aire. La última de Stephen King, Lisey’s Story, es una novela de fantasmas y es admirable, sin duda su gran libro.

—Se te ha adjudicado la etiqueta de escritor pop porque en todo lo que escribes hay una mezcla de todas las artes y no has padecido esos prejuicios que a muchos escritores les obligan a escribir única y exclusivamente de literatura.

—No me parece que sea algo novedoso: Scott Fitzgerald escribía sobre jazz, el Manhattan Transfer de Dos Passos está lleno de interferencias y de ruidos extraliterarios, Keruac también escribió sobre ­jazz y bebop. También a Murakami lo acusan en Japón de fascinación por Occidente porque los personajes de sus novelas comen en McDonalds o escuchan a Dylan. Para mí lo raro es la idea de escritores como envasados al vacío prescindiendo total y absolutamente de lo extraliterario, como si las ficciones tuvieran que estar compuestas solo de literatura y todo fuera broncíneo, dorado y clásico.

—Si hay dos escritores por los que siempre has mostrado una especial devoción, esos son John Cheever y Philip K. Dick. ¿No son dos escritores opuestos?

—No. Me parece que son dos escritores que básicamente trabajan con la idea de la realidad alternativa, lo único que varía es el territorio. La paranoia de Dick no está muy lejos de la neurosis de Cheever. Son escritores que escriben sobre gente que está incómoda donde está. El tema de ambos es la incomodidad y la extrañeza y el autoexilio. Ambos estuvieron, además, condicionados por revistas. Tanto uno como otro lo que hacen es convertirse como en tumores en dos géneros ya establecidos con coor­denadas muy precisas y revolucionarlos desde adentro. Yo pienso que los dos escribieron sobre extraterrestres o sobre aliens, que es una palabra menos comprometida a nivel planetario.

—Has traducido las canciones de Bob Dylan, que saldrán muy pronto reu­nidas en un libro de más de mil páginas, escribes artículos sin descanso, estás sumergido en un montón de relatos y novelas… Tu capacidad de trabajo es asombrosa.

—Cada vez menos. Y ahora con el niño paso mucho tiempo viéndolo a él. Cuando nació Daniel me hice un autorregalo por paternidad, la caja completa con los 156 episodios, en 29 dvd, de The Twilight Zone. Entonces mi vida varía entre ver episodios de Twilight Zone y ver crecer a mi hijo. Esa serie me marcó a mí mucho de chico. Rod Serling aparecía como anfitrión de cada capítulo leyendo poemas que escribían todos los grandes escritores fantásticos de la época. Para mí fue el mejor taller literario que tuve nunca en lo que es la narración clásica, el ensamblado con las piezas cada una muy en su sitio.

—Después de Jardines de Ken­sington, ¿volverás a vampirizar a otro escritor, como hiciste con Barrie?

—Alan Pauls siempre se ríe de mí y me desafía a escribir un libro en el que no aparezca ningún escritor. No lo sé. Mis temas siempre terminan siendo la infancia y la muerte. Jardines de Kensington es un libro sobre la infancia, la muerte, la literatura y la locura del arte jamesiana.

—Jardines de Kensington es uno de tus libros más accesibles.

—¿Tú crees? La mayoría de mis libros son como locomotoras corriendo a campo traviesa, y la diferencia que tiene Jardines de Kensington es que es un libro que corre sobre los raíles de la vida de Barrie.

—Tu prosa tiene una enorme carga poética.

—Soy un pésimo lector de poe­-
­sía. Me gustan los poemas de Bo­laño, los de Cummings, los de Do­nald Justice y Dylan Thomas. Lo más cerca de la poesía que he estado ha sido con los discos de Serrat cuanto cantaba los poemas de Miguel Hernández y de Antonio Machado. No sé si es una tara mía. A diferencia de lo que me ocurre con la ficción, que sí puedo decir si esto es bueno o es malo, con la poesía me siento incapaz de discernir lo excelso de lo banal. Uno tal vez se mantiene inconscientemente lejano de ciertas cosas, incluso de cosas sublimes, porque le pueden perjudicar. Yo por ejemplo no he leído Rayuela. Dos veces que intenté leerla, en la tercera página sentí un rechazo casi físico, no porque no me gustase sino por imposibilidad de leerla. Y mucha gente que ha leído Mantra dice que está completamente influenciada por Rayuela, y tal vez si yo hubiese leído Rayuela no hubiese escrito Mantra. Creo que hay una parte de uno que, inconscientemente, te cierra puertas a ciertas influencias.

—Resulta inevitable verte como el hijo primogénito de Cortázar, aunque tú no vosees.

—Muchísima gente me lo ha dicho. No sé. Las verdaderas influencias son inconscientes. Todos los escritores que toman el camino de querer parecerse a alguien tarde o temprano acaban cayendo en lo paródico.

—Pero tú, a diferencia de Cortá­zar, nunca te has comprometido políticamente.

—Muy pocos escritores han conseguido algo interesante desde un punto de vista político. Son muy fáciles de embaucar, son muy ingenuos, muy románticos, y la idea que tienen de la revolución es completamente literaria.

—Lo peor es que a veces se les juzga políticamente, y no literariamente. Como a Borges.

—Borges tiene una frase muy buena en ese sentido. Cuando se le criticaba su complacencia con los gobiernos militares y el haber hablado bien incluso de algún presidente militar argentino, él dijo una de sus boutades: “A mí todo el mundo me decía que todo estaba bien y yo soy ciego”. Tenía la coartada perfecta.

—Alguna vez te has manifestado en contra de que se haga una crítica literaria, digamos, negativa.

—Yo hablo siempre a título estrictamente personal. Y digo que no soy un crítico sino un evangelizador de la literatura, y trato generalmente de hablar de lo que me gusta mucho, porque hay muy poco espacio en los suplementos culturales. Criticar mal un libro de un grande me parece necesario e importante, ahora, cargarte sanguinariamente, en plan motosierra, un primer libro, eso desde luego es algo que no voy a hacer nunca. Salvo que ese libro se convierta en un fenómeno de masas en plan El Código Da Vinci. Lo que ocurre ahora es que la velocidad de la carrera literaria está más cercana a la velocidad del pop. Antes a un escritor se le permitían cuatro o cinco libros publicados para formarse, ocurrió con Fitzgerald, con Faulkner o con Hemingway. Y ahora en la primera tienes que hacer diana. Y si tienes un editor muy buena gente te puede permitir lanzar un segundo flechazo. La cosa está bastante complicada.

—¿Qué es y dónde está exactamente Canciones Tristes?

—A algunos les parecerá un acierto estilístico o estético, pero para mí es algo fundamentalmente cómodo, en el sentido de que cada vez que necesito que aparezca Canciones Tristes en el mapa la hago aparecer y estoy en casa. Hilando fino, Canciones Tristes remite a Buenos Aires. Buenos Aires es un poco así, una ciudad construida en base a una cierta esquizofrenia / parque temático en ruinas, donde hay barrios que parecen de Londres, otros de París, otros de Madrid. Si bien el verdadero núcleo fundacional de Canciones Tristes es una ciudad de la Patagonia, Viedma, donde iba a pasar mis vacaciones de chico. Pero eso no me ha impedido que de repente Canciones Tristes sea un campo de concentración alemán o un barrio de Hollywood o un barco o un cine. Básicamente es un talismán privado. Canciones Tristes es una especie de ciudad voladora.


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