Autor: 7 enero 2007

Antonio Cabrera

Enero y los asfódelos

Quienes por razones de trabajo nos vemos obligados a pasar un tiempo significativo del día dentro de nuestro coche, recibimos a cambio —a qué negarlo— algún beneficio. Lo diré con redundancia: visto desde la óptica de la contemplación, conducir, sobre todo si se transitan carreteras secundarias, puede convertirse en un placer de sutil categoría, porque a través de su ventanilla al mundo el automóvil nos facilita una mirada de gran angular, ni precisa ni vaga, sobre paisajes cotidianos que adquieren, aun a pesar de su visión continuada a lo largo del año, el poder de sorprendernos o, si el verbo parece excesivo —que no lo es—, al menos el de enseñarnos el poliedro quieto pero cambiante de lo que está con nosotros. Iluminación siempre distinta, matices de color inesperados, cielo raso, nubes, quietud y brisa o viento quebrándola sin herida… Esto es lo que conforma el esqueleto del mundo que se abre ante quienes sujetamos un volante. El escenario general de todos los días se transforma todos los días. Y a veces incluso somos capaces de apreciar variaciones de detalle, si bien para ello deben producirse en las proximidades de nuestro paso, es decir, en los bordes de las carreteras.

Los bordes de las carreteras. Yo los reivindico. La invencible belleza vive también allí, mezclada con los sedimentos de la velocidad, bien nutrida en su impavidez por los detritus minerales y por la intemperie. A poco que ustedes se hayan fijado en ellos durantes estos días de tibieza, habrán constatado la llegada temprana, llena de temeridad, de unas flores pequeñas que crecen en espiga no apretada sobre tallos muy rectos, flores de un color blanco que engaña hacia el morado pálido y que presentan —lo verán si se detienen con la debida precaución y las miran de cerca— una raya roja en el interior de sus corolas. Son los asfódelos. Durante esta quincena última del mes, aprovechando nuestra primavera en invierno, una avanzadilla asoma para vernos pasar a toda prisa. Será en marzo cuando alcancen su momento de máxima expansión y lleguen a colonizar cualquier terreno soleado que permanezca baldío.

Que haya asfódelos en enero no es una anomalía y, no obstante, llama la atención encontrarlos, aún tímidos, en un lugar tan aparentemente inapropiado para unas flores que crecen en los poemas de Homero y de Wordsworth, nada menos, sumándose al esplendor en la hierba. De cuna humilde y destino triunfante, los asfódelos son flores para la delicadeza en el mismo grado que lo son para la aspereza de lo degradado: lucen igual en un jarrón esbelto que junto a la inmundicia y los cristales de botellas rotas. Con otras camaradas suyas, como el jaramago o las muchas margaritas sin nombre, forman parte de un grupo de flores que ha resistido a la simplificación de la mirada estética y se ha mantenido —indomable, real— tanto en el mundo como en la conciencia. Nada que ver con las orquídeas o los nenúfares. A pesar de la esdrújula, los asfódelos siguen siendo flores más románticas (de un romanticismo de realidades, como el inglés) que prerrafaelistas o modernistas. Flores para los pensamientos y la emoción, no para los vanos símbolos.

Tener que conducir todos los días tiene sus compensaciones: se le llena a uno la cabeza de vaguedades no del todo desaprovechables. Cuántas cosas se pueden consignar que solo son descubiertas cuando circulamos ante ellas. Una de las de notificación íntima más necesaria son las flores. Yo sigo en esto al poeta Larkin, que dejó dicho lo siguiente: “¿Y las hojas en blanco? / Si alguna vez las lleno / deberé registrar // celestes recurrencias: / cuándo nace la flor / y cuándo emigra el pájaro”. No nos damos cuenta, pero no hay nadie que no escriba un diario, aunque no lo escriba. Por mi parte, he echado un vistazo a las cunetas y he apuntado en el mío que los asfódelos han llegado ya.

Balada de la azotea

Todos tenemos accesos de comprensión súbita. Yo he sido afortunado con esta que quiero hacer constar enseguida: el mes de mayo es sin duda la época mejor para perder, sin perderlo, algo de nuestro tiempo en las azoteas, para regodearse uno en el placer suave y alto, y apenas considerado, que pueden concedernos. Abril no es de fiar en asuntos de intemperie y junio, que es un mes amigo, a menudo nos sorprende con rápidos acaloramientos ante los que conviene dejarlo murmurar a solas. Me ahorraré el catálogo completo de razones por las cuales los meses restantes no interesan al propósito nuestro de contemplar lo que hay desde estas atalayas urbanas. El lector puede imaginárselas al gusto. Mayo, en cambio, con su constancia, con su estabilidad, con su permisividad inteligente, nos insta a que nos acodemos en la baranda y dejemos flotar muy despacio la pluma que hayamos arrancado al tiempo.

He subido a la azotea con la intención de tender la ropa y quedarme después a repasar, unos minutos, el panorama que desde allí se abarca, parecido en poco al que unos pisos más abajo acotan las ventanas. Como las azoteas son recipientes de luz multiplicada, he entornado los ojos al penetrar en ella. Su luminosidad llega a un exceso muy superior al de la luz salvaje de los aires, pues reverbera acorralada por el blanco de la pintura plástica de las paredes y sobre las baldosas rojizas, no completamente mates, del suelo. Al extender en un alambre del tendedero la albura de una sábana, me he encontrado contribuyendo al resplandor con otro resplandor humedecido y fragante. Qué abundancia, qué inocua concentración de transparencia. Precisamente, el acto de tender la ropa en las terrazas —también lo he comprendido hoy sin esperarlo— pone de manifiesto una parcela inadvertida, una veta doméstica de contacto gratísimo con superficies hondas: los colores, los químicos aromas del lavado, la breve sensación de luz mojada, el balanceo simple de las prendas, sus sombras en el suelo, las pinzas contra el azul, el viento en popa del mantel colgado…

Una vez llevada a término mi tarea, y asomado allí donde es posible ver más cosas y más lejos, me he puesto a mirar, a divagar con guía. He pensado que la ciudad lleva una corona muy grande fabricada con las azoteas, las pequeñas coronas de tantos edificios. He pensado en la gente que jamás las visita. He pensado en ese rincón, presente en todas, adonde el sol no llega —su costado hacia el norte, el punto cardinal menos sumiso— y donde crece un musgo mínimo y oscuro o se acumula inútilmente el humus más estéril. He pensado en mis ojos, que en las alturas se engañan y creen no estar enfermos. He pensado en una bicicleta que guardo en el trastero, y me he visto paseando con ella entre los naranjales. He pensado (muy poco) en quienes se suicidan. He pensado en el vértigo. He pensado en una mañana reciente, a ras de suelo, junto al verde cereal del campo castellano. He pensado en las cúpulas de las iglesias y en que por aquí son azules. He pensado en un vaso de cerveza. He pensado en el milagro de los telescopios. He pensado que contemplar el paisaje desde una azotea nos hace sentirnos dentro del paisaje, y que en una ciudad, desde la acera, esa es una sensación imposible. He pensado que mayo es la época mejor para permanecer un rato en las terrazas, porque sus días son benévolos y su respiración, pausada.

Y en esto estaba cuando ha acabado posándose en el asfalto de la calle la pluma de mi tiempo, tan arbitraria, tan blanda. Como había comprendido algunas cosas, he querido escribirlas de inmediato. Para no olvidarlas.

Los vencejos

No hay más remedio que hablar de los vencejos. Son ahora una presencia ineludible, constante. Están formando parte del escenario que han desplegado los abiertos días de junio, y en esta amplitud cobran ellos un protagonismo insistente. Sin sus afilados contornos, sin su negrura velocísima, la intersección de la primavera y el verano que estamos atravesando no sería la misma, no tendría las calidades aéreas que tiene, ni el celofán sonoro de las tardes se haría tan visible, ni habría un placentero vértigo en su luz.

Los vencejos no lo saben, pero junio les pertenece. Ellos, simplemente, se limitan a hacer su labor obligatoria: reproducirse a resguardo de los huecos que les ceden nuestros edificios. Peleados como están con la arquitectura del hormigón más pulcro y del cristal y los metales pragmáticos, los vencejos prefieren ocupar para sus menesteres de cría las zonas urbanas con construcciones que echaron o echan mano todavía de la teja; no se encuentran mal en los palacios góticos, en los palacetes burgueses, en las casas altas donde la imperfección de la argamasa vieja dona grietas o en las fachadas entre cuyos caprichos ornamentales cabe el nada exigente nido donde incuban la puesta y alimentan después a la prole.

Es este esfuerzo por perpetuar la especie, y el consiguiente trajín que conlleva, lo único que los impulsa a bajar a nuestras calles. Su lugar propio se sitúa más arriba: todo el aire que hay a partir de los cien metros sobre el suelo hasta los mil o dos mil. Criaturas estrictamente voladoras, hasta el punto de haber perdido toda longitud en sus patas, reducidas a meras garras pegadas al vientre, muestran hacia nosotros una indiferencia minuciosa y rápida. Con excepción de las ocasiones demandadas por la crianza, los vencejos nunca se posan. Ni visitan las aceras, ni los árboles, ni nos contemplan desde los cables de la luz. No vemos su cara. No estamos en su mundo. Son una silueta curvada cruzando tramos de ­aire que nos resultan inaccesibles. Si nuestras ciudades desaparecieran, ellos volverían con mecánica naturalidad, con aleteo igual, a los escarpes y a los acantilados desde donde una vez se nos acercaron. Confundieron nuestros campanarios con paredes rocosas, eso es todo.

Ahora, en junio, vuelan a toda velocidad muy cerca de nuestras cabezas. Cuando atravesamos tranquilos una plaza, los vemos venir a nuestra altura, persiguiéndose, chillando agudamente, y esquivan las farolas y nos esquivan a nosotros con precisión de acróbatas. Somos un bulto móvil, ningún inconveniente para ellos.

En los barrios antiguos, allí donde las fachadas enfrentadas casi se tocan, sus vuelos y persecuciones estridentes dicen que el calor ya no tiene vuelta atrás y que las noches estivales van a obligarnos a pasear, a exiliarnos del sueño. En las avenidas anchas, cuando el atardecer maneja una paleta de rojos muy pálidos, de rosas intensos y de azules vencidos por el gris, garabatean por encima del tráfico dándole a la atmósfera urbana una calma empírica pero completamente impensable.

Llegaron en abril. Se irán antes de que concluya el verano. No está de más pararse un momento a contemplarlos. Un buen día, al comenzar julio, las nuevas familias, reunidas en grupos numerosos, retornarán a las alturas y, entonces, quizá para muchos los vencejos pasarán desapercibidos. En el aire comen, duermen y copulan. Sí, duermen. Parecen aves fantásticas, fruto descabellado de la lógica del vuelo.

Desaparecerán a mediados de agosto. Se habrán ido hasta África, muy lejos, por debajo de la línea del ecuador. Miraremos hacia lo alto y todo estará inmóvil. Se llevan el verano auténtico y hacen sitio a otro vértigo en la luz, ese en el que habla el heraldo otoñal de las tormentas.


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