Rafael Toriz
En principio pareció una fantasía, un arrebato literario: el viernes 24 de abril desde muy temprano la caótica ciudad de México —territorio siempre signado por la demasiada gente— se mostraba desolada y fantasmal, casi en absoluto silencio. Una nimiedad tan poderosa como puede serlo un estornudo había logrado lo que sólo sucede en París y Nueva York: hacer del Distrito Federal el epicentro mundial del apocalipsis. En esta ocasión, para nuestra sorpresa, la catástrofe brotaba de las tierras del tequila.