Autor: 25 septiembre 2008

Rafael Toriz

A Mariana Veiga

Somos la ciudad y somos algo distinto:
somos su pregunta y su negación,
su conciencia y su poema

(Octavio Paz)

Esplendorosas y miserables, rudimentarias o maravillosas, las ciudades verdaderas son un imán de las pasiones. Pesadas como la culpa o ligerísimas como las nubes, todas las ciudades encierran un misterio. Quebrantar sus fortalezas o abandonarse a sus embrujos son las únicas posibilidades para palparlo y, con un poco de suerte, acaso hacerlo nuestro.

Describir las ciudades es descubrir el cuerpo propio. Caminar sus calles es poseer pasos perdidos y olvidados; de allí que viajar implique obedecer las intuiciones.

Estas palabras diferidas son el testimonio de mi viaje sin retorno al corazón de la metáfora.

Varado en el sur de los lamentos

Recuerdo plenamente aquel descalabrado octubre en que arribé a Buenos Aires. Lo recuerdo perfectamente porque llegué a la ciudad con la desesperanza típica de los condenados y la resignación callada de los ciegos. Vine a la ciudad con la árida certeza del que ya no espera nada.

La sensación, por otra parte, no era en absoluto novedosa. Fugitivo por naturaleza y cobarde por vocación siempre he preferido huir del dolor de las ciudades para patear mi tristeza en otras calles, bajo otros soles. Vine a Buenos Aires sin otra intención que la de perderme en los latidos del último país del continente.

Recuerdo ahora aquel octubre en que, impávido, mi único deseo era disiparme en una ciudad desconocida, alejado de todo y de todos para beberme la ciudad a lo largo de mi estancia. Sería, para beneplácito de mis arrebatos románticos, el hombre que se encuentra solo y sólo espera. Ahora veo con claridad que siempre estuve equivocado.

Vine, sin embargo, con el pretexto de atender un par de congresos que, por el lado que se les viera, no ayudarían en lo absoluto a paliar mis amarguras pero si para justificar algunos gastos y mi ausencia en el trabajo. De más está repetir lo que ya sabemos acerca de los congresos. Entre la infamia y la ociosidad lo único que saqué en claro de soporíferas mesas de filósofos y literatos fue una lúbrica borrachera demencial en la noche de San Telmo. Al día siguiente, en el furor criminal de la resaca, pediría perdón a la Virgen de Luján por todos mis pecados y también por los que habrán de cometer mis hijos.

Con el trajín de los días corroboré algunos detalles que solo acontecen en las grandes capitales. Descubrí, como sucede en la Ciudad de México, que todo en esta ciudad es una huella, signo discreto que revela al infinito. Supe también que el teatro porteño es una joya, sus prostitutas embusteras y que en esta tierra los helados deberían llamarse poemas. Confirmé sin sorpresa pero con pesar lo que siempre he sabido: relatar lo vivido, para variar, sería imposible. Mi única defensa ante el olvido y el silencio han sido las blanquísimas carillas de los cuadernos Rivadavia.

Entonces me sumergí en la ciudad. Adoré un subterráneo de madera (aunque yo le llamo metro) y comí donde gallegos. Encontré tesoros en Plaza Italia y, pese a que abomino el turismo literario, fui a dar a la casa de Gombrowicz en Tandil. Comprendí entonces que si no quería hacer de mi estadía en la Argentina un desabrido viaje folclórico tendría que predisponer mis sentidos a experiencias novedosas. Corto de ideas atendí una de las recomendaciones de Witoldo; «¡Sé ligero, nada te es posible, lo único que te resta es la ebriedad!». Fernet en mano, me dispuse a explorar y escribí: «Caminas en llamas, sólidas llamas. Los libros, los putos libros y la culebra de la tristeza en el fuego de la noche sin Orión. Mujeres que pasáis por la quinta avenida, por Florida, por el jardín de las arterias, por las piedras y las luces tan lejos de mi vida: tan cerca del carajo. Bestias, palabras: enferma la forma. Una flor inmensa, hórrido hierro, estúpida. Cáncer, el cáncer, mi cáncer. Alcoholes apolillados, alcools apollinados. Poeta en Nueva York, poeta en Neza York, pedazos en poeta. Solo en la carcajada de un escenario vacío en medio de toda la carne, la inmensa carne. Buenos Aires, buenos bagres: masiosare. Caminas en llamas, sin llamas lo llamas y muerto aparece entre labios y hielo, entre sombras y nada. Hablo, desgarro y escribo. Supuro, suspiro. No digo. Las piernas, tus piernas, una cascada en la garganta y una cascada tus piernas. Una cascada mis ojos y una cascada tu lengua y el eco de la voz que no llega y no escribe: que no te escribe. Tatuar lo perdido y buscar lo partido. La lengua. La puta lengua. La perra lengua que no dice. Lengua. Escribes, Buenos Aires, porque sólo se palpa la inmensidad y la nulidad de una vida quebrada. En latidos, ahogada».

Luego, lentamente y sin aviso, me fui quedando en la ciudad. Entonces me perdí en su vientre espléndido, en sus calores espesos y en sus inviernos de julio. Hice de sus barrios mis referentes y sin notarlo plenamente desperté un día cualquiera como un habitante más de la reina del Plata. Comprendí entonces las palabras del cronopio al decir que Buenos Aires, como toda gran ciudad, es una enorme metáfora, y recordé para bien las palabras de Lawrence Durrell cuando sostuvo que «una ciudad es un mundo cuando se ama a uno de sus habitantes».

He realizado varios viajes a mi país desde entonces pero vivo con la extraña sensación de que ahora mi regreso es a otro lugar, a un hogar inventado: he aprendido que para el marinero metafísico todos los puertos se desplazan. Me he acostumbrado de mala gana a no condimentar los alimentos con chile y a engordar con alfajores. Vivo en Billinghurst, entre Cabrera y Gorriti, junto a un hospital psiquiátrico que ya no me asusta con sus gritos por las noches. A veces meriendo en la parrilla de la esquina y otras más curioseo en la librería de la cuadra, donde la librera es solícita y encantadora. Llamo al jamón de pavo pavita, facturas al pan dulce y colectivo al pesero. Bebo menos tequila y no tengo laburo. Fumo cigarros en paquetes discretos y extraño las aguas de frutas y los mares azules. Frecuento un bar entre Piedras y Alsina con un par de caballeros sin mácula y en las madrugadas australes monologo con mis muertos.

Camino eternidades y descubro a cada paso calles de las líneas de mi mano que, ignorándolas, siempre me han pertenecido. Desentraño la ciudad, le doy la vuelta como a un guante y luego me percato de que aún no entiendo nada. Su misterio sigue siendo una promesa de la que vivo enamorado.

Finalmente, en la noche de este puerto, he quemado mis naves. ■ ■


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