Julio José Ordovás
Sentado en la terraza del Zurich, en una esquina de la barcelonesa plaza de Catalunya, Joan de Sagarra es inconfundible. Encima de la mesa tiene la prensa (el Corriere, La Vanguardia y Le Monde), un vaso de whisky y un cenicero en el que ha dejado el puro al tenderme la mano cuando me he presentado. Propone que vayamos al Ateneo. Estupendo. Apura de un trago el whisky, coge el puro y el bastón y me invita a seguirle. Bajamos por la Rambla, atestada de guiris y de paseantes ociosos (es domingo). Mientras caminamos, me va explicando el paisaje urbano y el humano (no recuerdo cómo me ha dicho que se llamaba el freak vestido de futbolista que hacía cabriolas con una pelota y que por lo que me ha contado es toda una atracción local). Torcemos al llegar a la calle Canuda. Entramos en el Ateneo y atravesamos su sombría solemnidad en dirección al jardín, donde nos sentamos al sol. El camarero no tarda en llegar con una botella de Jameson y un vaso con hielo. Le pregunto si aquí se puede fumar. Sagarra me dice que afuera, en el jardín, sí se puede fumar, pero adentro no, aunque él fuma donde le da la gana.
—¿Viene de antiguo tu afición por el whisky irlandés?
—Yo cuando escribía las rumbas en el Tele/Express bebía Johnnie Walker. Luego me pasé al Rhum Saint James, que es un ron de la Martinica muy bueno con el que se emborrachaba el almirantazgo británico. Y ahora, desde hace un tiempo, los whiskys irlandeses. Jameson, que es el más fácil de encontrar. Y el Padyy, que es fuerte y barato, lo tomo cuando voy a ver los partidos de rugby. Me cae muy bien Irlanda, y además me he aficionado a esto.