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Novedades en Café Arcadia

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  • Coraje y alegría: El arte de perder  Sábado, 22 de junioLOS NUEVOS MÁRTIRES Hojeo el periódico mientras llegan los amigos con los que he quedado para comer. Cuando llegan, no puedo por menos de comentarles una noticia.             —Di …
Autor: admin 4 enero 2007

Rosa Navarro Durán

A nadie se le escapa que entre los escritores contemporáneos hay hilos, visibles o invisibles, de sentimientos. Si pensamos en los poetas, por ejemplo, y rastreamos comentarios, alusiones, rumores, no nos será difícil trazar un mapa de enemistades o afinidades, de odios o devociones. Como cualquier mención explícita podría incluirme en esta tupida red de lizos, prefiero quedarme en la difusa generalización. Los textos de los poetas trasminan esas simpatías o antipatías, y en ellas hay claves para ahondar en algunos poemas.

Autor: admin 3 enero 2007

Carlos Javier Morales

a reciente publicación de una significativa an­
tología poética del grancanario Domingo Rivero (1852-1929), en la colección “Cuadernos del Acantilado”, pone a disposición de cualquier 
lector los poemas más granados de un autor tan exigente y original en sus versos como desconocido más allá del archipiélago canario. Sin embargo, Domingo Rivero, como trataré de justificar en estas páginas, representa una de las facetas más genuinas de la poesía modernista española: aquella que pasó por encima de toda retórica preciosista y altisonante; y no por desprecio a la solemnidad de Rubén Darío o de su mismo paisano Tomás Morales, sino porque, en su entendimiento de la poesía como expresión íntima del contacto del yo con el mundo dentro de la existencia cotidiana, cualquier culturalismo ajeno a su entorno inmediato, cualquier referencia exótica superpuesta a su experiencia diaria y corriente, le resulta pretenciosa, inauténtica. El modernismo suyo, de emoción interiorizante y depurado de toda resonancia llamativa, nos presenta al poeta en su total desnudez: con todas las ventajas que nos ofrece ese despojamiento sincero a la hora de conocer su verdad íntima, sí; pero también con todos los riesgos que esa senci­-
llez de medios comporta para quien juzga ligeramente un poema por su pirueta verbal o por su mera notoriedad sonora. De manera que, pese a la tardía publicación de sus versos (más adelante repasaré algunas de las vicisitudes editoriales), Domingo Rivero se nos presenta hoy como una figura indispensable para comprender los frutos más maduros del modernismo español y, en consecuencia, para apreciar cómo una estética tan repleta de novedosas técnicas expresivas, que tal fue el mo­dernismo hispánico, no ahoga lo que de auténtico puede haber en los grandes poetas (léase Martí, Casal, Silva, Darío, Unamuno, Juan Ramón, los Machado, Alonso Quesada…).

Autor: admin 2 enero 2007

José Luis Atienza

Si uno hace el esfuerzo de teclear en un buscador de Internet (y les aseguro que esta actividad, tan natural hoy día para la mayoría de las personas, es gravosa al máximo para mí, que no solo prefiero el tren al avión para hacer mis viajes —para darme ocasión de atravesar lentamente los espacios y estar más pegado a los paisajes, y no por miedo alguno a volar—, sino que añoro los desplazamientos en diligencia —que alguno de mis muy humildes tatarabuelos quizás pudo realizar con ocasión de un acontecimiento excepcional—, aspiro aún a pasear algún día en calesa por el campo, echo de menos los no vividos tiempos sin teléfono —aquella dichosa era en que un mensajero podía llamar en cualquier momento del día a la puerta, portador de un rápido billete garabateado por una mano amiga urgiéndonos, por ejemplo, a presentarnos en su domicilio para compartir cena y quizás lecho—, me resisto a dejar de manuscribir cartas —¡siempre con estilográfica, por cierto!— y cada día espero con impaciencia la llegada del cartero —hasta el punto de que, si estoy en casa, en cuanto oigo el timbre me precipito escaleras abajo, ¡el inmueble en que vivo carece de ascensor!, anhelando encontrar en el buzón otra cosa que monótonas comunicaciones bancarias o inmunda publicidad que, sin embargo, en ocasiones, ¡ay!, por un instante, hace aletear mi corazón pues la dirección impresa en el sobre imita la escritura manual—, me plazco, en fin, para no prolongar más esta enojosa letanía que me designa como hombre de otro tiempo, en utilizar reloj de bolsillo para hacer perdurar a través de mi cuerpo algo de la presencia y de la gestualidad de mis antepasados), si, repito, uno hace el esfuerzo de teclear en Internet, en lengua francesa y entrecomilladas, las palabras que dan título a este texto, no podrá no asombrarse de lo que, en décimas de segundo, el ciberespacio le devuelve envuelto en forma de 47 600 resultados: “Ruta del Ron: una pasión francesa”, “El mar, una pasión francesa”, “Israel-Palestina: una pasión francesa”, “Disney: una pasión francesa”, “La rosa, una pasión francesa”, “El comunismo, una pasión francesa”, “El pacifismo, una pasión francesa”, “La industria: una pasión francesa”, y también, el duelo, la caza, la genealogía, el blog, Racine, el vino, la bosanova, el impuesto, los cursos de jardinería, la escuela, el laicismo, Egipto, el güisqui, la prevención…, además de otros muchos sustantivos que aparecen —en repetidas ocasiones, como los anteriores— adjetivados del mismo modo en esa interminable lista.

Todo parece susceptible de alimentar la pasión de nuestros vecinos, a pesar de que, o quizás por ello mismo, uno de sus hijos más preclaros, Jean-Paul Sartre, les aldabonease hace ya tiempo la conciencia gritándoles que la vida es una pasión inútil. Pero hay una realidad que se impone a esa fragmentación de objetos parciales sobre los que los hexagonales depositan inmoderadamente sus afectos, algo que no solo concita la unanimidad sino que aparece como un absoluto: la lengua, su lengua, por la que experimentan una pasión desmedida, hipertrófica, solo igualada, ¡e incluso superada!, por la que hacia el francés y lo francés sienten algunos creadores originarios de otros países, lenguas y culturas, que adoptan lo francés como propio o como objeto de todos sus desvelos de estudio. En el entredós de esa puja, se genera un espacio de juegos de espejos y seducciones, de admiraciones, adoraciones y mutuos encantamientos dignos de estudio, que podríamos ilustrar con estas palabras de Théodore Zeldin —sociólogo e historiador británico, profesor de la Universidad de Oxford, autor, precisamente, de una célebre y monumental Histoire des passions françaises (Payot, 1994)—, capaces de hacer enrojecer de orgullo y autosatisfacción a los galos: “Francia ha sido para mí un laboratorio maravilloso, de gentes que tienen una historia muy rica, que son capaces de expresarse muy bien, con belleza pero también con lucidez y precisión, sobre todo lo que es la actividad humana. Es como si tuviese un amigo o una amiga que me pudiese decir todo sobre la vida, porque los franceses han explorado la vida desde todos los lados y han reflexionado sobre ello, y si hubiese escogido otro país sin literatura o con una literatura mucho más mediocre no hubiese podido hacer lo que he hecho” (declaraciones a la Colección La Mémorie Vivante, de la cadena de TV temática Histoire).

Autor: admin 1 enero 2007

José Manuel Benítez Ariza

Nadie lo es

“Billy Wilder, autor de cuatro obras maestras…” Bueno, con haberlo sido de una hubiera bastado. Pero no es la primera vez que leo u oigo comentarios que le perdonan la vida al afamado director. Por supuesto, hay películas de Wilder mejores, más complejas, más ricas que otras. O que parecen resistir mejor el tiempo. Pero incluso eso, como tantas otras cosas, cambia también con el tiempo. Así, Avanti! (1972), que pareció en su día una película menor, se revela ahora como una historia complejísima, que incluye no solo los consabidos chistes sobre el americano fuera de contexto, sino también una toma de temperatura a la comedia italiana como manera de entender el mundo. Un, dos, tres (One, Two, Three, 1961), por mucho que se considere una mera reconsideración de Ninotchka (1939), resulta hoy una película extraordinariamente lúcida, que habla no solo de las debilidades del comunismo, sino también de la escasa valía intrínseca del capitalismo para ser su única alternativa.

Autor: admin 30 noviembre 2006

Pasos en la arena. Edición de Luis Edurardo Rivera
Periférica, Cáceres, 2005

Remy de Gourmont fue un crítico y novelista de prestigio en el París de principios de siglo. El tiempo no ha sido benévolo con sus grandes obras, muy representativas de la estética simbolista, pero ha respetado sus escépticos aforismos, que siguen la línea de Chamfort y de Antoine de Rivarol: “Hay una persona con la que nunca llegamos a ser completamente sinceros, aunque sepamos que nos conoce a fondo y que podemos contar con su benevolencia: nosotros mismos”.

No fue fácil la vida de Remy de Gourmont. Una enfermedad de la piel le desfiguró el rostro a los treinta años y le convirtió en un ermitaño recluido en su oficina del Mercure de France y en sus libros. El título de estos aforismos procede de una cita del Robinson Crusoe: “Un día, yendo a buscar mi canoa, descubrí con claridad sobre la arena las marcas de un pie humano. Nunca he sentido un espanto tan grande…”

Autor: admin 30 noviembre 2006

Cecil Chesterton: Los Chestertons
Renacimiento, Sevilla, 2006

¿Qué es una biografía? Un intento de explicar un misterio. Intento casi siempre vano porque, por muy objetiva y rigurosa que se pretenda, es muy difícil, por no decir imposible, dar con todas las claves y resortes de una vida humana, que resulta siempre, al fin y a la postre, impenetrable y oscura. Siempre sabemos que hay, al fondo, o en el fondo, algo que no conseguimos atrapar. Cualquier vida es un denso misterio. También, por descontado, la de Gilbert Keith Chesterton. Que ni siquiera él mismo, o él menos que nadie, consiguió explicar del todo en su Autobiografía (que apareció en 1936, el año de su muerte).

Autor: admin 29 noviembre 2006

Carlos Drummond de Andrade: Sentimiento del mundo
Hiperión, Madrid, 2006

¿Puede un libro de poemas publicado en Brasil en 1940 interesar a un lector español de hoy mismo…? Sentimiento del mundo de Carlos Drummond de Andrade, recientemente editado en nuestro país, nos demuestra que sí, que la buena poesía no está sujeta, como los productos perecederos, a una fecha de caducidad. Intentaré, pues, a través del recorrido por algunos poemas significativos, ilustrar su interés, su actualidad. Para empezar, los títulos de Carlos Drummond de Andrade (ya desde el título inicial, el del libro y el del primer poema) tienen un sentido abarcador, universalista, ambicioso. Sentido que no excluye, en alguna ocasión, tintes claramente irónicos. “Tengo apenas dos manos / y el sentimiento del mundo”, dicen los dos primeros versos. Es decir: está la humildad de lo concreto, de lo mínimo, frente a la vastedad del mundo, de su concepto mismo.

Pero al lado de un cierto sentimiento de impotencia, el que deriva de fuerzas desiguales, está también un voluntarismo, resuelto aunque no inconsciente: la lucha es necesaria a pesar de todo, de la propia individualidad, de las proclividades de la historia, incluida la historia de la literatura. Se apela asimismo a lo material básico, “fuego y alimento”, integrándose el autor en la urdimbre dialéctica de las revoluciones de principios del siglo xx. No obstante, una palabra emblemática de aquella retórica se envilece, o se contamina de pesimismo histórico, ante las tercas evidencias de la realidad: “ese amanecer / más noche que la noche”. Autocrítica e ironía son dos registros que no debemos olvidar aquí. Rasgo este de modernidad que matiza un discurso equidistante tanto de la fe del carbonero como del escepticismo decadente de algunos estetas. “Confidencias del itabirano” (Itabira es la ciudad donde nació el poeta) nos introduce en algunos procedimientos estilísticos peculiares: la reiteración de la oración simple, la yuxtaposición aparentemente simplista, la paradoja, la ruptura de una lógica semántica, la inversión de un orden gradativo que puede, también, señalar ambivalencia en la lectura: “Tuve oro, tuve ganado, tuve haciendas”. Por encima de todo destaca en el poema el determinismo vital que imponen algunas circunstancias, la imposible deserción de unas raíces: “Itabira es solo una fotografía en la pared. / ¡Pero cómo duele!”. “Poema de la necesidad” es una especie de letanía ingenuista (?) en la que no faltan contradicciones que exigen, naturalmente, una relectura: ¿cómo se puede conciliar, por ejemplo, la lectura de Baudelaire, cuyas flores mórbidas son símbolo de placeres solitarios, de individualismo exacerbado, con el sueño colectivista de una revolución que, además, debe ser blanca, incruenta…? Es preciso “anunciar el fin del mundo”, reza, con mayúsculas, el poeta. El fin, por apocalíptico que parezca, es también, como los bárbaros de Kavafis, una promesa de regeneración, de savia nueva. Y en cualquier caso la voz de los profetas, de los agoreros del desastre, puede tener (eso solo ya bastaría) una función de revulsivo, de sacudida de conciencias instaladas en el letargo y en una inercia decadente. De decadencia, en fin, nos vuelve a hablar “Tristeza del imperio”. Un imperio ¿carioca? que parece diseñado no sobre los patrones de un sibaritismo romano, sino sobre los clichés de un hortera enriquecido, sea este de la latitud que sea. El mal gusto también es, por desgracia, universal: “Soñaban la futura liberación de los instintos / y nidos de amor que serían instalados en los rascacielos de / Copacabana, con radio y teléfono automático”. “El obrero en el mar”, único poema en prosa del libro, parte de una imagen que tiene su origen en la iconografía evangélica. El texto, lejos del tono panfletario, crítico incluso con ese lenguaje simplista, nos presenta a un obrero semidesnudo, mesiánico, “apenas más oscuro que los otros”, que anda sobre las aguas: ¿hacia dónde? ¿hacia una tierra de promisión como Moisés cuando, huyendo de la esclavitud de Egipto, abre un camino en el mar Rojo…? No solo Cristo en el lago de Tiberíades es aquí un referente. El poeta, por otra parte, sabe que entre él y ese ser enigmático (en el fondo todo obrero, al margen de falsas demagogias, lo es para un intelectual) hay una distancia insalvable: son realidades sociales y espirituales distintas, divergentes incluso. Por eso el poema, muy bello y misterioso en todo momento, no revela al final, coherentemente, el sentido, o destino, de ese viaje prodigioso. Subraya, eso sí, una separación casi cósmica que sin embargo acoge un poderoso signo de comprensión lejana, quizá utópica… “Niño llorando en la noche”, con ese encanto de una sencillez engañosa (engañosa por difícil de conseguir), seduce casi desde el primer verso, o versículo. Inconsolable, ese niño puede ser metáfora del dolor del mundo; un dolor que no está ubicado en ningún sitio concreto, o que se ubica en todos, porque el dolor es universal, atemporal… Abierto así el llanto a la indiferencia de la noche, a un inmenso vacío de conciencia, al silencio culpable de todos los que, en sentido amplio, duermen, ignoran, no oyen. Pero siempre habrá alguien, un poeta de guardia por ejemplo, que oirá, con sensibilidad agudizada, incluso “el rumor de la gota del remedio (¿no debería traducirse bálsamo?) cayendo en la cuchara”. Carlos Drummond de Andrade aboga por una poesía contaminada, impura, claramente antiacademicista: “En vano asesinaron la poesía en los libros”, “los sobrevivientes están aquí, poetas directos de la Calle Ancha”. Nos recuerda en este sentido aquella admonición de otro autor populista, Pablo Neruda: “Quien huye del mal gusto cae en el hielo”. No es ajeno tampoco a una imaginería, no muy frecuente, de índole vagamente surrealista: “Un gusano comenzó a roer las levitas indiferentes”. “Privilegio del mar” denuncia otra vez el estatus, no idílico pero sí “mediocremente confortable”, de una clase insolidaria. Para ella “el mundo es verdaderamente de cemento armado”. Pero, ¿qué ocurriría si ese buque fondeado en la bahía fuese un barco ebrio, “un crucero loco”, un acorazado como el de los filmes rusos de antaño…? No cabe preocuparse: los marineros son fieles, las aguas tranquilas, el mundo inamovible. “Podemos beber honradamente nuestra cerveza”. La pax burguesa, no obstante, siempre tiene en esta poesía el acecho, o la insinuación, de una inminencia: ¿inminencia de qué…? Es algo que no se hace explícito, que queda ahí colgado, como una amenaza, como una incógnita: “Los inocentes de Leblón / no vieron al navío entrar / ¿Trajo bailarinas?/ ¿Trajo emigrantes?/ ¿Trajo un gramo de radio?”. El adjetivo “inocentes” es, por supuesto, irónico. Significa cínicos, o lo que es peor: tontos inconscientes, tontos culpables. Inocentes que en la arena caliente, adormecedora, disfrutan pasándose por la espalda “un aceite suave”. Todo el mundo, quizá, está narcotizado, magnetizado, idiotizado por una especie de gigantesco “Bolero de Ravel”. Tanto que “los tambores apagan la muerte del Emperador”: de nuevo la ignorancia, real o fingida, de ese peligro, esa inminencia… Los pecados de omisión son tan graves aquí como los pecados de acción. Y la teoría que no cede paso a la praxis tan culpable como la inercia del conformismo. Las palabras, en efecto, no son inocentes. Configuran, con demasiada frecuencia, lenguajes nocivos. Así, un poema como “De la mano” podrá leerse como brevísimo manual de crítica de poesía: la lírica decadentista de los estetas, el futurismo verbalista de las orgías revolucionarias, el romanticismo crepuscular, el ombliguismo de los suicidas, el escapismo de los exóticos, la bobería de los místicos seráficos… Frente a todo ello “el tiempo es mi materia, el tiempo presente, los hombres presentes, la vida presente”. Toda una declaración de principios. Poesía de ahora mismo, sí, la de Carlos Drummond de Andrade.

Eugenio García Fernández

Autor: admin 29 noviembre 2006

El ala y la cigarra. Fragmentos de la poesía arcaica griega no épica
Traducción de Juan Manuel Rodríguez Tobal
Hiperión, Madrid, 2005

Seguramente, el lugar más común al que se suele acudir cuando se reflexiona sobre la traducción es el célebre adagio que hay que enunciar en ese dialecto del latín conocido hoy como “italiano” para no despojarlo de su indudable gracia: me refiero a aquello de traduttore, traditore, o sea, “el que traduce, traiciona”. Con él se ha pretendido siempre reflejar la resignada insatisfacción que necesariamente invade a quien intenta trasladar un texto elaborado en un determinado código lingüístico y literario a otro diferente: de una lengua a otra, vaya.

Autor: admin 28 noviembre 2006

Álvaro García: Poesía sin estatua
Pre-Textos, Valencia, 2006

Reseñando el poemario Intemperie (1995), dijo Juan Carlos Suñén que Álvaro García era un poeta “con pensamiento”. Si a un poco avezado lector le quedase alguna duda, será despejada con la lectura de este excelente ensayo, un conjunto de lecturas de poesía mediante el cual el autor hace la de la suya propia, esto es: perfila su poética.

La propuesta de poema que defiende Álvaro García consiste en que la obra escrita se corresponda con una “poesía sin estatua”. Esto quiere decir varias cosas. En primer lugar, “se trata de construir un artefacto cuyos resortes sean suficientes, sin servidumbre realista o psicologista que despiste su contenido hacia lo referencial (…) contra la idea de ser estatua, la idea de hacerse ‘piedra’, es decir, materia” (p. 93); es decir, ser capaz de hacer desaparecer la “estatua” del yo concreto que hizo el poema, para disolver este en una épica interior (p. 12) que pueda ser reproducida, revivida, por cualquier lector, emancipándose de las circunstancias concretas de su composición. Dicho de otro modo: frente a la estatua que se cree en disposición de “exigir la mirada de todos”, el poema debe ser algo esencial y puro como el aire que soporta el pedestal vaciado (p. 52). En un momento posterior, el poema sin estatua debe descubrir el mundo y no contar la vida, sino “tener en cuenta sus procedimientos” (p. 115). Por ello, el poema debe consistir en un movimiento que, imitando al de la vida, logre la metamorfosis hasta el Nadie del autor. Estamos, por supuesto, en la órbita del oscurecimiento del artista que preconizaban los modernos: Eliot o Baudelaire; antes Flaubert, después Larbaud o Pessoa. “En términos ideales —escribe García— el autor de un poema se transfigura en Nadie. Debiera intentar ser nadie en concreto para ser Poesía que diga a muchos, en distintos lugares, traducible a culturas distintas y en distintas épocas” (pp. 39-40). Para añadir una frase mayúscula, al final de un párrafo memorable: “La poesía es como la pintura: la ‘gracia’ y el sentido, en los autorretratos, no está en reflejar cómo la edad va marcando una identidad al modo de las fotos de un archivo policial, sino en cómo va diluyendo o ampliando esa identidad, el sentimiento de identidad (…) El cuadro o el poema no solo vivirán más tiempo que su autor; ya de entrada viven más vida, viven en más vidas” (p. 42). Pero claro: como decía Pound, para despersonalizar, tiene que haber personalidad previa; o, como sintetiza García, “nada de esto es posible sin la potencia de percepción y de acción lingüística que nace de la vivencia concreta, pero tampoco será posible si solamente hay vivencia” (p. 48).

Autor: admin 28 noviembre 2006

Emilio Alarcos Llorach: Mester de poesía
Visor, Madrid, 2006

Los lectores interesados en el estudio del lenguaje conocen a buen seguro las numerosas aportaciones de Emilio Alarcos a la diversidad babilónica de las doctrinas lingüísticas. Sus estudios gramaticales culminaron hace poco más de diez años con una sucinta Gramática de la Lengua Española (1994), que ha conseguido una extraordinaria acogida entre el público general. No menos conocidos son sus abundantes estudios de crítica literaria, entre los que sobresalen La poesía de Blas de Otero (1955) y Ángel González, poeta (1969), ejemplares por muchos motivos, y en particular, por las agudas reflexiones sobre la lengua poética. Al hilo de estos estudios críticos, y por necesidades del guión, Emilio Alarcos fue elaborando una poética implícita, expuesta parcialmente en otros trabajos de carácter teórico, como los titulados “Fonología expresiva y poesía”, “Secuencia sintáctica y secuencia rítmica”, “Poesía y estratos de la lengua”, que alguno de sus numerosos discípulos haría bien en exponer de manera ordenada.