Israel Paredes Badía
(Texto comenzado el 17 de marzo de 2008, día de San Patricio, patrón de Irlanda, patria, a su pesar, o por ello mismo, de James Joyce)
No sabía de su existencia. Quizá fue ese el motivo por el que mi mirada se posó rápidamente sobre aquel punto bien señalado pero alejado de los lugares céntricos a visitar en el mapa turístico de Dublín. Había muchos puntos con el nombre de James Joyce, pero aquel fue sin duda alguna el lugar que sabía que tenía que visitar, al que dirigirme. Me llamó la atención que estuviera en el mapa tan alejado del centro; algo así lo convertía en un lugar extraño, como si no perteneciera a la ciudad aun siendo parte esencial de ella. La distancia de aquel punto imponía un desplazamiento hacia el este de la ciudad y del río Liffey, esto es, hacia la parte más pobre de Dublín, algo que se hace patente al recorrer esas calles. Al caminar se va encontrando poca gente, constatando un descenso paulatino de presencia humana hasta que tan sólo se cruza con algún paseante de manera ocasional. El paisaje se vuelve más gris, el color del hormigón; todo parece construido con premura, casi sin interés, ni el del utilitarismo. Hay algo triste en esa zona, pero también hay un sentimiento de vida difícil de explicar pero sí de sentir. De alguna manera, es ahí donde uno siente de verdad que se encuentra en Dublín, que está en la ciudad. Y no porque en el resto no lo haga, sino porque en esa zona existe algo más profundo que aquello que reluce en las calles más céntricas y limpias, en sus edificios más populares.