Autor: 7 junio 2008

Israel Paredes Badía

(Texto comenzado el 17 de marzo de 2008, día de San Patricio, patrón de Irlanda, patria, a su pesar, o por ello mismo, de James Joyce)

No sabía de su existencia. Quizá fue ese el motivo por el que mi mirada se posó rápidamente sobre aquel punto bien señalado pero alejado de los lugares céntricos a visitar en el mapa turístico de Dublín. Había muchos puntos con el nombre de James Joyce, pero aquel fue sin duda alguna el lugar que sabía que tenía que visitar, al que dirigirme. Me llamó la atención que estuviera en el mapa tan alejado del centro; algo así lo convertía en un lugar extraño, como si no perteneciera a la ciudad aun siendo parte esencial de ella. La distancia de aquel punto imponía un desplazamiento hacia el este de la ciudad y del río Liffey, esto es, hacia la parte más pobre de Dublín, algo que se hace patente al recorrer esas calles. Al caminar se va encontrando poca gente, constatando un descenso paulatino de presencia humana hasta que tan sólo se cruza con algún paseante de manera ocasional. El paisaje se vuelve más gris, el color del hormigón; todo parece construido con premura, casi sin interés, ni el del utilitarismo. Hay algo triste en esa zona, pero también hay un sentimiento de vida difícil de explicar pero sí de sentir. De alguna manera, es ahí donde uno siente de verdad que se encuentra en Dublín, que está en la ciudad. Y no porque en el resto no lo haga, sino porque en esa zona existe algo más profundo que aquello que reluce en las calles más céntricas y limpias, en sus edificios más populares.

Fue hace muchos años cuando, tras ver Dublineses (The Dead, 1987), para mí la obra maestra de John Huston y una de las grandes películas de la Historia del Cine, leí el libro homónimo de James Joyce que se cierra con el cuento Los muertos y que sirve de base a la película de Huston. Y fue después cuando leí el resto de la obra de Joyce que, aunque impresionante, no pudo superar aquella recopilación de estampas de una ciudad y de sus gentes. No recuerdo qué edad tenía, pero sí que ambas obras dejaron, cada una a su manera, un extraño influjo en mi interior que tan solo salió a la luz el día que visite Dublín y, en concreto, el 15 Usher’s Island.

Hay experiencias, cualesquiera que sean, que anidan en nuestro interior para encontrar un día, sin esperarlo, un sentido. Entonces se comprenden muchas cosas. O, como poco, se tiene una nueva experiencia que nos acompaña de manera irrefutable para siempre, completando la anterior y, casi siempre, siendo antesala de otra más y así hasta que, es posible, un día todo adquiere un sentido total.

Sabía que tenía que ir, pero demoré el momento. Ignoro los motivos, pero sí que fui conscientemente dejando pasar las horas. No era falta de ganas, tampoco miedo, quizás el querer crear un cierto sentido de intriga, un suspense para conmigo mismo que hiciera el momento aún más importante. También pudo obedecer a que el tiempo no acompañaba a sumergirse demasiado en exploraciones urbanas y era preferible el esperar y moverse más por la zona céntrica. Pero en verdad, no sabría indicar los motivos, aunque sí que esperé, que dejé pasar dos días al menos. Dos días durantes los cuales no dejaba de pensar en aquella dirección que había surgido ante mí de una nada que supe o intuí era providencial. Durante ese tiempo visité otros lugares relacionados con la figura de Joyce. Es complicado escapar en Dublín de la sombra de Stephen o de Bloom. De alguna manera, asoman siempre. También el propio Joyce. Un busto. Una estatua. Una fotografía. Librerías cuyos escaparates niegan la presencia a las novedades a favor de toda clase de ediciones de Ulises, Retrato de un artista adolescente, Finnegan’s Wake o Dublineses. También surgía el símbolo de Joyce que el artista Constantin Brancusi diseñara en 1929 para adornar la portada de una edición de Joyce en los lugares más insospechados, convertido ya en un símbolo comercial que, no obstante, no deja de estar exento de gracia. En otras palabras, en cualquier esquina se presentaba el recuerdo de aquello que demoraba sin un motivo específico a no ser el simple hecho de estar demorándolo, que ya es en sí mismo un motivo. Aunque difícilmente explicable.

Una sensación surgida al mirar el Liffey en algún momento en que fijé mi mirada en él durante varios minutos sin buscar nada en concreto pero encontrándolo en varias ocasiones: aunque ya se sabe que un río nunca es el mismo por el continuo movimiento de sus aguas, sí lo es la presencia en sí misma y es esa presencia la que tuvo ante sí Joyce durante muchos años de su vida. Posiblemente, incluso durante su destierro o exilio voluntario en Trieste, Zurich y París el río Liffey apareciera ante él de alguna manera. Una presencia poderosa que debe condicionar a cualquier que se críe a su alrededor, sobre todo durante aquella época en que la vida pasaba más lentamente y un río debía ser algo más que en la actualidad. Un río que entonces, cuando Joyce lo veía y lo describió, estaba condicionado por esas fábricas de tintes que había en su ribera y le daban un tono rojizo que Joyce supo transformar en el río Anna Livia previo paso por los rojizos cabellos de la pelirroja Livia Svevo, mujer de Italo Svevo, alumno de inglés de Joyce en Trieste cuando el escritor irlandés apenas era conocido como tal.

Como decía, una sensación, la de haber estado ante ese río antes aunque no de manera física, o no de la manera en que estaba en ese momento, que no recuerdo si era de noche o de día, pues la fisonomía del río cambia enormemente de un estado a otro gracias a las luces de Dublín; es posible que fuera una sensación producto de varios momentos, uno diurno y otro nocturno, fuera como fuese, la cuestión es que tuve ese sentimiento, el de haber estado ante esas aguas, que por supuesto son cambiantes y por tanto nunca es el mismo Liffey pero sí su majestuosa presencia, de la mano de Joyce. Supuse, y sigo haciéndolo, que con todo Dublín tuve más o menos la misma sensación.

En un momento pensé que era una pena que no nevara. Llovía a ratos, en otros lucía un sol engañoso, el mismo que durante muchos años había disfrutado en Madrid, en esos inviernos donde el cielo reluce y es todo azul pero uno se ve azotado por un poderoso frío que contrasta con un sol cuya presencia en sí misma apenas ayuda a superar el cortante frío.

Sí, podría haber nevado y entonces todo habría sido más perfecto. Pero ya no nieva como nevaba, pensé, y, entonces, debía de ser yo quien creara ese efecto, un efecto literario en todo caso que en vez de estar escrito sobre papel debía de ir creándolo yo mismo a cada paso, pensar que nevaba aunque no lo hiciera, transfigurar el paisaje en otro. Pero me di cuenta que aquello era operativo hasta cierto punto, pues el paisaje que tenía ante mí era más que válido. Las exigencias literarias, en ocasiones, pueden ser un exceso.

Traslado la acción, durante unos instantes, a Londres. Una pequeña licencia que es posible me sirva más a mí que al posible lector de estas líneas, aunque espero que nos sirva a los dos. Al hablar de la nieve no he podido evitar pensar cuando fue la última vez en que viera nevar. Sé que fue después de visitar Dublín, de eso estoy seguro. El momento exacto, imposible de precisar en este momento y, me temo, en cualquier otro. Es más, creo estar confundiendo dos instantes, uno en una casa, otro en otra. Dos momentos diferentes en muchos aspectos, pero sí me veo de una manera precisa: mirando por la ventana como el suelo se va cubriendo de nieve, cómo los copos caen con una precisión casi enfermiza, uno tras otro; el frío que transmite el cristal de la ventana; su aroma. Y pienso, ahora, no entonces, en la nevada que cae sobre la casa de Los muertos mientras la familia se reúne a cenar. También en ese plano final de Dublineses que también supo transmitir ese párrafo final tan inolvidable, tan eterno. Y pienso que sí, que fue una pena que no nevara aquel día en Dublín, aunque los dos momentos tras la ventana en Londres tampoco estuvieron tan mal.

Dilaté mi visita a aquel punto que surgió ante mí como si lo hiciera de la nada y, ahora, cuando me propongo relatarlo, también demoro el hacerlo, quizá porque no sé si narrar un recorrido que recuerdo bastante bien o recrearlo a través de un recuerdo manipulado del momento que, a la larga, seguramente se acerca mucho más a la realidad que la propia narración de ésta, pues siempre tengo la impresión que cuanto más se quiere ficcionalizar lo real más se puede acercar a lo que sucedió en verdad. Por tanto, opto por la única posibilidad, o al menos la más cómoda, simplemente narrarlo.

Antes de emprender el camino me informé de las posibilidades que tenía para ir hacia el 15 Usher’s Island que, aunque no lo haya mencionado hasta este momento, el lector lo habrá presentido al ser el título de este texto. Allí se encuentra la casa que ahora lleva el nombre de James Joyce´s House, nombre claro y preciso de lo que se presenta en ella aunque no sea del todo cierto, pues no fue su casa propiamente dicha sino la de unos tíos, pero sí que de alguna manera la hizo suya al desarrollar su cuento, para muchos novella o novela corta dada su extensión, Los muertos, y donde John Huston rodó su obra maestra y póstuma, Dublineses. Un lugar literario, primero y, después, cinematográfico, que no podía dejar de ver, de sentir, de experimentar. He ahí el interés, el reducir de alguna manera mi presencia en Dublín en esos momentos a esa visita a pesar de que pasado el tiempo la misma se haya extendido hacia muchos otros intereses y recuerdos. No sabía qué me encontraría allí, qué habría, cómo estaría en su interior. Qué sentiría, qué me aportaría. Al fin y al cabo un pequeño punto informativo en un mapa apenas daba señales como para hacerse una idea clara a no ser el recurrir a la memoria y retrotraer el cuento y la película al presente y pensar, no sin ingenuidad, que allí en su interior me encontraría lo mismo que leí y vi. No, debía haber algo más y era labor mía el descubrirlo. Por eso me informé de las diferentes maneras de llegar hasta esa dirección, las cuales eran variadas, así que opté por la más barata y, a su vez, interesante. Ir andando. Desde el hotel me dijeron que tardaría aproximadamente tres cuartos de hora en caso de no perderme, algo que sería sumamente estúpido al no tener demasiada pérdida: tan solo había que seguir la ladera del río Liffey y se llegaba. A tenor del frío que hacía calculé que tardaría menos, como así fue, pues una de las razones más poderosas que nos hacen andar deprisa es el frío.

Por fortuna, era un día abierto y luminoso, apenas corría el viento y el paseo era agradable. Aquel momento me permitía recuperar esa sensación del paseante, sea cual sea la superficie que recorre y el paisaje en que se envuelve. Fue durante esos instantes en los que de verdad tuve la sensación de estar en Dublín, cuando tuve plena conciencia de estar allí, físicamente, porque existe ese momento dentro de una visita a una ciudad, sea cual sea, tengamos o no conocimiento previo de ella, cuando en la soledad de un paseo o bien en una mirada azarosa a un punto impreciso, sabemos en verdad que estamos ahí, porque el resto, en ocasiones, parece ser un paseo más automatizado. Al dejarte llevar por las calles, sin una idea precisa de adonde llegar, o teniéndola pero moviéndote con libertad por lugares que en teoría no están adheridos a la idea turística que transmite la ciudad, se siente el paisaje de una manera muy diferente, más personal. Aunque no fue un tramo demasiado largo, sí recuerdo que en algún momento me olvidé de los motivos reales que me motivaban a caminar, sin pensar en nada concreto, tan sólo mirando a mí alrededor. Solo cuando desde la calle de enfrente divisé la que intuí era la casa a la que me dirigía tomé plena conciencia de todo.

Las dos orillas del río están comunicadas a través del puente que construyera el arquitecto español Santiago Calatrava Valls, terminado en el año 2003. Una estructura moderna que resulta llamativa con el paisaje colindante, sobre todo de noche, cuando tras desaparecer el sol, comienza a relucir. A su alrededor todo parece estar de más, como si no fuera ese su espacio, cuando en realidad es el puente el que ha venido a violentarlo. Lleva el nombre de James Joyce. Y conduce hacia la casa donde me dirigía. Sobre él se divisa el centro de la ciudad en la lejanía. Una imagen inconcreta. Lejana. Al otro lado, la ciudad parece perderse. Dejar de existir.

Entonces, sin más premura, me fui acercando hacia la puerta. Hacia el 15 Usher’s Island.

Unos pocos escalones llevan a la entrada, una puerta amarilla bajo una sencilla construcción en pórtico nada llamativa. No hay nada que indique en ella a dónde se está accediendo. Podría ser la entrada a cualquier edificio antiguo. En apariencia, nada especial, o el simple misterio que alberga por sí mismo cualquier edificio cuya fachada no ayude a saber qué hay dentro. El suelo de piedra está tan deteriorado como las paredes, pero aun así proyecta una sensación casi de eternidad, como si nunca fuera a desaparecer. A la derecha, colgado de unos alambres, un pequeño cartel rectangular donde, en color rojo, se puede leer «Open». Nada más. Solo en el lado derecho, antes de subir la pequeña escalinata de entrada, podía verse un largo cartel que informaba sobre el museo que albergaba el 15 Usher’s Island. Había algo extraño en aquel conjunto. Parecía como si los responsables del inmueble tuvieran la idea de mantenerlo alejado del público a la vez que ansiaban el recibir visitas. ¿Era posible que un lugar tan específico y clave en la vida de James Joyce estuviera tan desmantelado, tan poco cuidado? Al menos, esa era la sensación que desde el exterior se transmitía. Como en verdad no me había creado una idea previa no puedo decir que me decepcionara, aunque tampoco puedo decir lo contrario. Sí que tuve una sensación extraña al observar todo el edificio desde fuera y desde varias posiciones. Había algo fantasmagórico en su fachada, sensación que una vez traspasé la puerta se hizo aún más aguda.

El 15 Usher’s Island se ha transformado en un museo. Cuando lo leí en el mapa que indicada ese punto casi insólito en el mapa de Dublín no le había dado demasiada importancia. En verdad, ninguna. Me había pasado desapercibido. Sin embargo, después, al recordarlo durante esas horas en que demoraba el momento de ir hacia allí, pensé que bien podría ser un museo dedicado a Joyce, a su vida en esa casa, a la obra que nació en ella. Y, en parte, solo en parte, así era. Pero en realidad era un museo que albergaba un puñado de obras, muy pocas, de artistas dublineses apenas conocidos o, para ser exactos, nada conocidos. Podían comprarse sus lienzos a unos precios que en más de una ocasión tuve que releer varias veces para constatar que ese era el precio y no un producto de mi imaginación. Lo más llamativo, una vez que se recorría las diferentes estancias que forman la casa, era la distribución completamente aleatoria y, en apariencia, sin sentido, de esas obras; sin embargo, no llegaban en momento alguno a desentonar del todo con el conjunto, como si crearan una extraña comunión a destiempo y caótica donde todo pudiera tener un lugar. Bastaba con estar ahí para encontrarlo. Yo intenté encontrar el mío durante aquellos instantes que pasé en su interior.

Al traspasar la puerta de acceso lo primero que tuve ante mis ojos fue una mesa con varios folletos, libros y revistas y, tras ella, una silla desocupada. Una rápida mirada al interior transmitía una sensación de desolación. Hacía un frío intenso, quizás aún más que en la calle, como si fuera una temperatura establecida entre las paredes desde mucho tiempo atrás. El aspecto de la entrada resultaba algo desolador, como dispuesto de modo apresurado, sin demasiado interés en crear un lugar de acogida llamativo al público. De repente, como surgido de la nada, apareció un joven de no más de veinte años que, tras saludarme, se dispuso tras la mesa. Su rostro transmitía claramente dos sentimientos: el del frío y el del aburrimiento. El primero era fácil de comprender en esos momentos; el segundo, poco después, cuando comprobé que no había nadie en la casa. Casi sorprendido de mi presencia, algo que indicaba que no debía ser un lugar muy visitado, me comunicó el precio de la entrada, bastante elevado por otra parte, que pagué sin cuestionarme demasiado al respecto. Tras darme un pequeño recibo hecho a mano, abandonó su posición y se dirigió hacia la sala que había a la derecha, desapareciendo en su interior. Sin saber bien qué hacer, seguí sus pasos, quizá simplemente para saber dónde se posicionaba y tenerle controlado, viendo como se sentaba en una pequeña butaca al lado de un calefactor. La imagen resultaba de algún modo extraña. Pensé en que ese joven podía ser un descendiente de Joyce, un familiar que trabajaba, por motivación propia o por obligación familiar, para salvaguardar la memoria familiar a pesar de tener que pasar penurias en esa casa. Al observar la sala destartalada con algún cuadro decorándola y haciendo, con sus colores, más patente la oscuridad y la decadencia del inmueble, pensé en que aquel joven bien podría representar el papel del viejo aristócrata testigo de los restos de su naufragio mientras visitantes ocasionales surgen de la nada para ser, a su vez, testigos de su derrumbe así como de su impertérrita conducta ante el mismo. Le dejé allí, al lado de la estufa, quizá el único lugar de la casa donde se podía sentir algo de calor. Y me encaminé hacia un pequeño pasillo que comunicaba la entrada con unas escaleras, a la izquierda, y con otro pasillo, a la derecha. Me decidí, para empezar, por subir a las plantas superiores.

No había apenas luz. El suelo parecía inestable, la madera carcomida. Olía a humedad. Un olor fuerte aunque no desagradable. Todo le daba al lugar un aspecto fantasmagórico, casi irreal. Conservo una fotografía tomada en mitad de las escaleras. En ella se observa la habitación a la que se accedía en primer lugar; al fondo, una ventana dejaba entrar una luz escasa que era suficiente para poder ver los escalones. Ahora, al observarla, intento recuperar las sensaciones de aquel momento, que era, a su vez, el intento de recuperar otras sensaciones pasadas. Pensar en aquel lugar como un escenario para una novela corta, primero, y para una película, después. Podía realizar el ejercicio mental y recrear esa escalera. Llegaban imágenes sin conexión pero con sentido, al menos para mí en ese momento. Supe, entonces, que estaba consiguiendo algo de lo que me había propuesto al ir allí, pero, aún así, faltaba algo sin que supiera qué era en realidad. Con una sensación similar seguía subiendo e introduciéndome en las diferentes habitaciones. Apenas quedaban muebles, como si se negara a la casa el poseer su fisionomía natural y se hubiera decidido despojarla de sus entrañas, desnudarla en su interior. Escasos retratos de familia colgados en algunas paredes sin mucho sentido, a veces confundiéndose con los cuadros expuestos en una extraña comunión entre arte moderno y memoria fotográfica que, por desgracia, no poseía ninguna conexión.

Y aún así había algo especial en todo el conjunto. Me veo a mí mismo moviéndome de un lugar a otro casi como un sonámbulo que ha despertado de su sueño en medio de la noche e intenta encontrar el camino de regreso a la cama. También como aquel que busca algo y no es capaz de hallarlo a pesar de tener la intuición de que no está lejos de hacerlo o bien que nunca logrará encontrarlo pero, aun así, debe seguir intentándolo. Tan solo dejándome llevar por las frías estancias que componía la casa. Mirando los cuadros más de reojo que fijamente, sin interesarme demasiado por ellos, observando los rostros de las fotografías, esperando escuchar una voz en el tiempo que me dijera algo, lo que fuera, aunque fuera un simple susurro.

En una de las habitaciones no había más que alrededor de una docena de sillas y un pequeño televisor con un reproductor de video. Sobre este, la caja de un viejo VHS de la película Dublineses. Podía verse la película en el mismo lugar en que fue rodada, algo que me resultaba realmente curioso. Y aunque estuve tentando de hacerlo, por alguna razón decidí no hacerlo. Me senté en una de las sillas y observé el monitor en negro, viendo mi reflejo y el del resto de la habitación. Estuve allí sentando durante un largo rato, dejando que mis ojos recorrieran las paredes, el techo, todo aquello que me rodeaba hasta que mi vista se situó en la ventana; entonces, me levanté y observé el río, el centro de Dublín en la lejanía. Escuché un sonido a mis espaldas que ni me asustó ni llamó mi atención, como si hubiera estado en todo momento esperando escuchar algo en esa casa silenciosa y espectral y al hacerlo, por esperado, apenas me supusiera nada. No volví a sentarme, sino que recorrí aquella habitación con calma, escuchando cada paso que daba al crujir la vieja madera que conformaba el suelo. Y poco a poco mis pasos me fueron alejando de allí y me encaminaron hacia las demás estancias que ya había visitado pero a las que volvía no porque quisiera verlas de nuevo, sino para despedirme de ellas en silencio. Y así, acabé bajando las escaleras sin mirar hacia atrás, quizá deseando en secreto que cada escalón que dejara atrás fuera borrando una parte de aquel lugar hasta que acabara desapareciendo en el momento en que saliera a la calle.

A los pies de las escalera me esperaba el joven, quien me observó con cierta intriga, quizá porque ni él mismo comprendía que aquella casa me pudiera haber interesado tanto como para visitarla y, sobre todo, para haber estado tanto tiempo en ella, porque aunque ahora recuerde aquella visita como algo que sucedió con cierta rapidez, fue más de una hora la que estuve allí sin ser consciente del tiempo transcurrido. No tengo conciencia de cómo pasó todo ese tiempo. Pero sí de que al despedirme de aquel joven me sentía mejor que cuando llegara, y no porque la visita me hubiera descubierto algo que no sabía o porque lo que hubiera visto me hubiera producido el placer que se espera sentir cuando se visita un lugar en concreto. No. Había algo más. Quizás una suerte de reconciliación interna que era, y soy, incapaz de saber.

✶ ✶ ✶

Salgo a la calle y veo cómo el día parece ir dejando paso a la noche, que llegará pronto. Dublín, pienso, es una ciudad preciosa por la noche. Daré un paseo y cenaré en algún pub. Hace frío, pero no importa. Camino y casi me he olvidado de dónde he estado. Quedan retazos pero poco más. Todo parece desdibujarse en mi memoria más inmediata. Sin embargo, de repente, pienso como en un momento dado en el 15 Usher’s Island tuve la sensación de que había alguien a mi lado aunque en verdad hacía tiempo que ya no lo estaba y más aún entonces, porque estaba solo. Y a partir de ahí, siento cierta desolación porque comprendo que aquel lugar era el perfecto escenario para sentirse totalmente sólo incluso en compañía. Pero esa desolación desaparece rápidamente según camino y voy dejando atrás la casa donde Joyce centró su magnífico relato y Huston lo visualizó. Desaparece porque me voy introduciendo en la ciudad, en el presente, y, entonces, el pasado, ese pasado propio y de los demás que pensaba podría recuperar, queda en la nada ante la realidad que se alza ante mí. Y pienso, o siento, o intuyo, que algún día me sentaré y relataré mi visita al 15 Usher’s Island como un viaje a un pasado imposible de recuperar mientras, ya en la lejanía, me es imposible divisar la puerta amarilla que posiblemente nunca más vaya a traspasar, al menos de manera física, porque acabo de hacerlo de otra manera. ■ ■


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