Autor: admin 5 mayo 2009

Luis Cruz

En frase de Saint-Saëns, «Rameau fue el mayor genio musical que ha producido Francia». Lo decía el músico encargado de supervisar la edición de sus obras completas en 1895. No sorprende esta afirmación admirativa si se tiene en cuenta que la recuperación de la música de Rameau comenzó con el interés de los románticos franceses por encontrar un espíritu diferenciador de la música nacional francesa.

Nadie mejor que Jean Philippe Rameau, adalid del «estilo francés» creado por Lully y ardiente defensor de la ópera francesa frente a la italiana, para encarnar ese esprit national; si tenemos en cuenta no solo su producción musical sino sus aportaciones teóricas al estudio de la armonía que culminaron en la fijación del acorde perfecto mayor y sus inversiones como bases para la modulación tonal, logro que pervive en nuestros días.

Autor: admin 3 mayo 2009

Alfonso López Alfonso

Lugares pequeños, dice el refrán, infiernos grandes. Puede. Uno, sin embargo, es aldeano de nacimiento y suele desconfiar de los lugares grandes, de las ciudades, de todos los sitios en los que la gente no se conoce personalmente. La aldea proporciona como una capa de seguro confort, el agradable reconocimiento de quien se mueve por terreno conocido. Es en la aldea donde puede sobrevivir la colmena, donde las abejas de Sylvia Plath vuelan y notan el sabor de la primavera. Cuando uno era muy joven, en la aldea solían pelearse por las cosas que realmente merecen la pena: por el agua o por la tierra. En la aldea, si alguien amanece muerto en extrañas circunstancias es probable que el asesino se encuentre en la casa de al lado. Las aldeas proporcionan esa clase de intimidad. Si te aprietan el gañote hasta asfixiarte se puede tener al menos la certeza de que lo hará una mano conocida. En la ciudad, en cambio, se puede matar por matar, sin ningún móvil, sencillamente porque no dejar rastro es lo importante para que no te pillen, como en Henry, retrato de un asesino. En la ciudad, como en el campo, la belleza a menudo se encuentra en cualquier parte; y en la ciudad, como en el campo, puede estar también en cualquier parte el horror. Así que está uno tentado a decir que, en el fondo, lo único que diferencia la ciudad del campo es el grado de intimidad con que se hacen las cosas. Está uno tentado a decirlo y no lo dice porque sabe, quizá porque lo ha leído en alguna parte, que en las grandes ciudades se puede llorar por la calle en perfecta intimidad.

Autor: admin 2 mayo 2009

José Manuel Benítez Ariza

HARAPOS.

¿Que cómo capeamos los españoles la crisis que empieza a despuntar? Comprando menos ropa. Eso dicen las encuestas. Con lo que rápidamente se nos viene a las mientes un deprimente panorama de gente desgalichada y deslucida, vestida con telillas de color de ala de mosca. También dicen que, en lo concerniente a la alimentación, no hemos reducido gastos. Y como otras encuestas anteriores (las hay para todos los gustos) habían dejado claro que cada vez comemos más y peor, y que tendemos a la sobrealimentación, el panorama se nos ensombrece más aún: gordos y mal vestidos, como si hubiésemos salido al encuentro de las miserias que dejamos atrás hace apenas unas décadas, pero, por si acaso, nos hubiésemos llenado antes bien la barriga.

Autor: admin 1 mayo 2009

Julio Martínez Mesanza

DE ÚTICA

Han pasado ya más de trescientos años desde que Catón pusiera fin aquí a sus días. Ese Catón que se consolaba leyendo el diálogo platónico sobre la inmortalidad del alma. ¿Qué alma era aquella que no conocía a su dueño? El río va llenando de arena el puerto y la ciudad se aleja poco a poco del mar…

Una ciudad celeste
para la masa candida.
Una ciudad celeste
para sus almas.
Una ciudad de fuego,
un cielo de cal viva,
una ciudad ardiente
que da la Vida.
Tus trescientas hermanas 
que conocen su dueño.
Tus trescientas hermanas
que están ardiendo.
Alma, ¿no las recuerdas?
 Tus trescientas hermanas,
la cal viva en el horno,
la massa candida.

Autor: admin 21 marzo 2009

Paul Brito Ramos

Párpados y escudos

La tortuga es ese lento ser interior que camina de espaldas a nosotros abriéndose paso en la oscuridad: ese arcaico animal del subconsciente, entre hombre y serpiente, que se vuelve lentamente al paraíso replegando el largo telón de los sueños. Aquiles a veces lo vislumbra después de una pesadilla, cuando la deslumbrante intemperie del miedo lo deja insomne, desnudo, sin caparazón.

El gran salto

Un poeta escribe miles de páginas en busca de un solo poema, de un solo verso que lo redima de la muerte. Un viejo policía se entrena toda la vida para un solo momento heroico. Un religioso desgrana el rosario todas las noches para hablar un segundo con Dios. Aquiles también persigue ese momento de epifanía en que pueda canjear la suma de sus pasos por la profundidad de uno solo.

Espejismo

Esperanzado en que la tortuga lo lleve a un oasis, Aquiles la sigue. Cuando el sol está justo en el cenit, ve que su sombra se ha escondido debajo de sus pies y que todas las visiones que antes bailaban a su alrededor han cedido bajo la gravedad del día. Como ya no ve la tortuga, piensa que también ella se ha escondido debajo de sus pies. Él, en cambio, no puede esconderse: no puede ser un espejismo para sí mismo.

Amor a primera vista

Hay una versión de la paradoja de Zenón que no ha llegado hasta nosotros, donde la tortuga era una medusa. Esa medusa tenía características mitológicas. Se decía que volvía de piedra a todo aquel que la mirara a los ojos. La primera víctima fue precisamente otra medusa, que quedó petrificada cuando se vieron por primera y última vez en un relámpago de amor eterno.

Desde entonces la tortuga está condenada a cargar con aquella costra de piedra que no es más que el escombro de su amante y el peso ineludible de su recuerdo, y a recorrer lentamente la extensión de lo que pudo haber sido su gran amor.

In-fracción

—Se ha ganado una infracción, señor Aquiles.

—¿Infracción por qué?

—Por exceso de velocidad, claro.

—Pero si ni siquiera puedo alcanzar la tortuga.

—¿De qué tortuga está hablando?

—De esa —respondió Aquiles.

El policía miró hacia delante y vio que la carretera estaba vacía. Se asomó al interior del vehículo en busca de latas de cerveza o algo por el estilo y vio que del parabrisas colgaba un adorno en forma de tortuga.

—¿Hace cuántas horas está manejando, señor Aquiles? Me parece que está desvariando. La única tortuga que veo es ese adorno.

Aquiles se quedó pensativo mirando el muñequito verde.

—De acuerdo, puede que tenga razón, pero yo le hago otra pregunta: ¿cómo puedo estar tan seguro de que yo no sea también un adorno colgando en el vidrio trasero de la tortuga?

El peso de la libertad

En una nueva carrera que instaura Zenón, la tortuga debe perseguir a Aquiles. El de los pies alados se siente dueño de una absoluta libertad, pues al fin puede correr sin la limitación infinita de la carrera original. Pero muy pronto se siente abrumado por esa libertad y comienza a sentir un extraño peso en su espalda.

Los muros del sueño

En su larga travesía por alcanzarla, cuando la noche no dejaba ver bien el camino, el griego se dormía en cualquier paraje y de pronto se sorprendía soñando con una amable tortuga que se devolvía para alentarlo. Aquiles la recibía con un abrazo efusivo y enseguida se ponían a hablar como viejos amigos, hasta que el griego sentía la cercanía del día y se apresuraba a despedirla.

Aquiles llegó a soñar lo mismo todas las noches hasta que su delirio se volvió más real que aquella absurda carrera donde él y la tortuga permanecían distantes y separados por los muros del sueño.

Las piedras de regreso

Aquiles iba dejando piedrecitas para no perder el camino de regreso. Cada piedrecita era la pieza de un rompecabezas que lo devolvería al pasado. Pero se daba cuenta de que la carrera se estaba tornando infinita y que si algún día regresaba, encontraría solamente ruinas, es decir, la suma dispersa de todas esas piedras.

La perfección

La madre de Aquiles, Tetis, lo había sumergido en la corriente del río Estigia para volverlo invencible. Al sostenerlo del talón derecho ese preciso punto había quedado vulnerable. Por esa razón, la pisada derecha del héroe no era perfecta y dejaba pequeños tramos incompletos. Esa imperfección iba sumando carencias hasta completar un abismo. El infinito no es más que una suma de deficiencias. Sólo alcanzando la perfección, Aquiles podía llegar a la meta.

Un mundo de ventaja

Para darle ventaja a la tortuga, Aquiles dejó que ella lo soñara primero. Cuando el griego quiso despertar, la tortuga ya estaba instalada en la realidad. Aquiles nunca debió darle ventaja a su contrincante, pues esa ventaja era nada menos que el mundo.

El héroe

Aburrido de esa carrera infinita, Zenón quiso invertirla. Ahora la tortuga debe perseguir a Aquiles. El griego es libre de correr todo lo rápido que quiera, pero muy pronto se siente absurdo y empieza a envidiar la suerte del reptil que, a diferencia de él, tiene un objetivo definido.

Aquel sentimiento de infinita libertad se vuelve tan agobiante como el de infinita impotencia de la carrera original. De ahí deduce que el poder infinito de Dios es igual de estéril que la impotencia infinita del hombre. Entonces decide ser un punto intermedio entre ambos: ser el héroe que describe La Ilíada. ■ ■

Autor: admin 21 marzo 2009

Eugenio Fuentes

A pesar de no ser muy conocida, Cuando el durmiente despierta es una de las obras más interesantes de H. G. Wells. Escrita en 1899, pertenece al ciclo de sus novelas de ciencia-ficción. Ha resistido bien el paso del tiempo y muchos de sus comentarios conservan humor, frescura y actualidad.

Su argumento es muy sencillo: después de seis días de insomnio, un hombre llamado Graham entra en un extraño estado de catalepsia que lo mantiene con vida durante doscientos años, hasta que despierta en el siglo xxi, más o menos en la época actual. Todas las personas a quienes conocía, amaba o temía están muertas. La sociedad ha avanzado mucho en tecnología, pero muy poco hacia la igualdad entre los poderosos y los humildes, entre ricos y pobres.

Autor: admin 21 marzo 2009

José María Álvarez
Bebiendo al claro de luna sobre las ruinas
Renacimiento, Sevilla, 2009

Recordando a Heráclito, se podría afirmar que es imposible leer dos veces el mismo libro. Cada lector, por su propia naturaleza, o por la naturaleza misma del Tiempo, es un mutante. Así, desde este punto de vista, no debiera importar tanto que un autor esté publicando siempre variantes de una intuición inicial, o variantes de una tradición elegida; o que se limite, cortésmente, a publicar un solo libro. Con todo, Bebiendo al claro de luna sobre las ruinas de José María Álvarez parece un alegato a favor de la memoria; se obstina en la repetición de aquello que parecía imposible: la experiencia de la lectura, los pequeños ritos de la vida, la invención de un sujeto lírico.

Autor: admin 21 marzo 2009

Luis Alberto de Cuenca
Hola mi amor, 
yo soy el lobo…
Antología y prólogo de Jesús Egido y Miguel Ángel Martín
Rey Lear, Madrid, 2008

La condición de letrista musical es una de las facetas menos conocidas del poeta Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950). Sin embargo, uno de sus poemas, escrito a finales de los setenta, alcanzó gran popularidad al convertirse en la canción «Caperucita feroz» de La Orquesta Mondragón. El grupo, liderado por Javier Gurruchaga, se caracterizó por divertidas puestas en escena que fusionaban música y teatro y convertían cada interpretación en un conjunto de secuencias humorísticas. El primer verso de aquel tema de la movida madrileña sirve de título para una antología poética, preparada y prologada por José Egido, e ilustrada por el dibujante leonés Miguel Ángel Martín, pionero del cómic underground y afamado dibujante de portadas discográficas.

Tanto la cubierta como las ilustraciones interiores siguen trazos de línea clara. La narrativa en imágenes ha dado pie a frecuentes aproximaciones críticas de Luis Alberto de Cuenca, quien considera al cómic una lograda expresión plástica de la modernidad; arte secuenciado con esquemas narrativos propios, que constituye un género cultural singularizado.

El breve prólogo, escrito conjuntamente por el editor y el ilustrador, resalta los caracteres peculiares que comparten los poemas seleccionados: una mirada actual y urbana que mezcla en sus percepciones humor amargo e ironía, el regusto pop alejado de la erudición enciclopédica, pero pertrechado de una tradición plural y el clasicismo formal de una expresión comunicativa. Todos estos caracteres se aglutinan bajo el epígrafe «Romanticismo feroz», que cumple la función de línea organizadora.

El venecianismo define el tramo de amanecida de la poesía de Luis Alberto de Cuenca, con entregas como Los retratos, libro de 1970, y Elsinore, segundo poemario, al que pertenecen el poema de arranque «la chica de las mil caras» y tres composiciones más. Eran libros que convertían al poeta en un representante más de la hornada novísima. Un artículo del autor, publicado en la revista Poesía, enmarcaba su estética en la sensibilidad del lenguaje como creación autónoma, escasamente influido por los referentes externos. Pero ese perfil va sometiéndose a una mutación continua; la expresión se depura y el poema se hace más sombrío y luminoso.

En el itinerario no hay rupturas sino momentos de una misma realidad poética; así lo resaltan en sus aproximaciones críticas Luis Muñoz, Juan José Lanz o Javier Letrán, quienes asimismo coinciden en considerar La caja de plata como título central y definitorio. Editada por primera vez en 1985, por Renacimiento, La caja de plata obtuvo el Premio de la Crítica. Sus poemas sirven de registro para una subjetividad en crisis, aunque también tiene el ritmo narrativo de un libro de aventuras. El poemario cohesiona referentes culturales históricos y mitológicos, a los que suma situaciones del cine negro y escenas cotidianas con apariencia de autobiografía. De este modo cristaliza un yo ficcional que tendrá amplia repercusión en voces emergentes de las décadas siguientes. Pareja voluntad expositiva hallamos en la entrega El otro sueño, que aporta siete composiciones. En el tramo final están representados los últimos poemarios del autor, El hacha y la rosa, Por fuertes y fronteras y La vida en llamas, en los que el devenir existencial se asimila a un estado del despertar que aporta escepticismo y melancolía. Junto a ellos están los poemas convertidos en canciones, escritos a principios de los años ochenta.

Hola mi amor, yo soy el lobo… aglutina una particular iconografía del sentimiento amoroso en el complejo entorno de la ciudad contemporánea. Lírica irónica, desenfadada y postmoderna que preserva rasgos del epigrama grecolatino en su agudeza para captar situaciones livianas o anecdóticas con brevedad, ingenio y emoción. Poesía que permite adentrase en el bosque de los sentimientos.

José Luis Morante

Autor: admin 21 marzo 2009

José Antonio Garriga Vela
Pacífico
Anagrama, Barcelona, 2008

La vida, en este país, durante la década de los sesenta, no era fácil. Todo tenía ese tono gris, tibio, deprimente y decididamente cutre que pocas series y películas actuales, por mucho que se empeñen, consiguen reflejar fielmente. Siempre, por unas causas u otras, acaban deformándolo, suavizándolo, edulcorándolo. El mundo, aquel mundo, bajo la dictadura, bajo la fuerza de la mano dura, bajo las leyes de un sistema forzosamente impuesto, siempre estrechamente relacionado con la Iglesia católica más siniestra y reaccionaria, terminaba siendo bien injusto para los perdedores, para los diferentes, para una buena parte de la sociedad. Un feo blanco y negro, tan diferente al luminoso blanco y negro de aquellas películas americanas que conseguían hacer los sueños un poco más cercanos y la vida un poco más llevadera, terminaba por inundarlo, por masacrarlo todo. Ahí, en ese tiempo, arranca la historia de esta familia.

Autor: admin 21 marzo 2009

Inmaculada de la Fuente

Carmen Laforet sigue siendo la voz más misteriosa de la literatura española del siglo xx. Guardó para sí zonas de sombra, enigmas personales y literarios que no quiso compartir con nadie ni revelar en vida. Selló de tal modo algunos de sus secretos que ni siquiera ella misma se atrevió a abrirlos más tarde. Se replegó en el silencio en la segunda parte de su vida, años después de haber escrito Nada, un icono de la literatura de la posguerra, algunas novelas más, diversos relatos y libros de viaje. Pasó del resplandor a la penumbra por propia voluntad. Marcó a varias generaciones de lectores que quisieron saber más de una autora que les fascinaba y a la vez se les desvanecía, incitándoles a seguir su huella. Hasta dibujar en el imaginario colectivo una figura tan mítica como inalcanzable.

Nada obtuvo el primer premio Nadal (1945) y revolucionó no sólo el mundo literario sino la vida misma de Carmen Laforet. Cualquier historia de posguerra empalidece ante esta brillante y asombrosa novela escrita en 1944 por una universitaria de 23 años. En pocos días, se vio encumbrada como escritora de un talento singular, como si ya estuvieran en sus manos los logros que sólo consigue un autor maduro. En parte se debió a su juventud y a su condición de mujer, pero sobre todo a la inusual perspectiva desde que escribió Nada. Una nueva edición de Destino ofrece en estos días esta novela mítica que cada vez que se relee aporta algo inesperado, como si admitiera diversas lecturas. ¿A qué se debe tal milagro? Sin duda a la frescura de su prosa y al estado de gracia en que Laforet la escribió.