Autor: 21 marzo 2009

Inmaculada de la Fuente

Carmen Laforet sigue siendo la voz más misteriosa de la literatura española del siglo xx. Guardó para sí zonas de sombra, enigmas personales y literarios que no quiso compartir con nadie ni revelar en vida. Selló de tal modo algunos de sus secretos que ni siquiera ella misma se atrevió a abrirlos más tarde. Se replegó en el silencio en la segunda parte de su vida, años después de haber escrito Nada, un icono de la literatura de la posguerra, algunas novelas más, diversos relatos y libros de viaje. Pasó del resplandor a la penumbra por propia voluntad. Marcó a varias generaciones de lectores que quisieron saber más de una autora que les fascinaba y a la vez se les desvanecía, incitándoles a seguir su huella. Hasta dibujar en el imaginario colectivo una figura tan mítica como inalcanzable.

Nada obtuvo el primer premio Nadal (1945) y revolucionó no sólo el mundo literario sino la vida misma de Carmen Laforet. Cualquier historia de posguerra empalidece ante esta brillante y asombrosa novela escrita en 1944 por una universitaria de 23 años. En pocos días, se vio encumbrada como escritora de un talento singular, como si ya estuvieran en sus manos los logros que sólo consigue un autor maduro. En parte se debió a su juventud y a su condición de mujer, pero sobre todo a la inusual perspectiva desde que escribió Nada. Una nueva edición de Destino ofrece en estos días esta novela mítica que cada vez que se relee aporta algo inesperado, como si admitiera diversas lecturas. ¿A qué se debe tal milagro? Sin duda a la frescura de su prosa y al estado de gracia en que Laforet la escribió.

Por otro lado, Carmen Laforet se casó en 1946 con uno de los más importantes críticos literarios, Manuel Cerezales, el mismo que tras haber leído el manuscrito de Nada le aconsejó que lo presentara al Nadal. Ambos hechos marcarían no ya su biografía, sino hasta su carácter y su destino literario. La joven libre que había crecido en el voluptuoso paisaje canario, de risa fácil y sentimentalidad volcánica aunque ingenua, empezó a morir tras aquel temprano éxito literario. Había narrado las desquiciadas vidas de sus parientes en una Barcelona a la que llegó en el otoño de 1939, y a través de ellos el delirante vacío de los vencidos y vencedores de la guerra civil. Había sabido mirar en aquellas vidas, en su existencia desbaratada y en su hambre sin subterfugios, y aun sintiéndose parte de esa historia había sabido construir un mundo de ficción. Era narradora y a la vez testigo de un tiempo detenido, de una atmósfera plana de trenes de carbonilla, épica forzosa e idealismos callados. Había entrado en la historia de la literatura. Nada acabaría siendo tan emblemática como La Colmena (Cela), Tiempo de silencio (Martín Santos) o Los hijos muertos (Matute). Iba a sufrir en lo sucesivo para encontrar personajes tan auténticos como los que tomó prestados en su primera novela. La libertad con la que observaba el mundo Andrea, su álter ego en la ficción, también se evaporó. La soledad de la escritora frente al folio en blanco se fue convirtiendo en una creciente pesadilla. ¿Adónde había ido a parar su voz?

Ahora su hija Cristina Cerezales entrega al lector algo de ese misterio sin desvelarlo del todo. Carmen Laforet (Barcelona, 1921-Madrid, 2004) se ha llevado consigo las claves últimas de su hermetismo y su opacidad. Pero Cristina Cerezales se ha asomado hasta la orilla misma del abismo, y desde esa arriesgada posición ha indagado en los dilemas que la envolvían. De algún modo ha asumido que existía una latente herida en Carmen Laforet como mujer y creadora. Una suerte de dolor y de sucesivos bloqueos a los que no siempre quiso o pudo enfrentarse. Empujada por ese deseo de saber como hija y lectora, Cerezales ha realizado un viaje a la conciencia de su madre y ha penetrado en el silencio de los últimos años de vida. El mismo empeño de muchos lectores que por razones obvias tuvieron que conformarse con su obra. Con el título de Música blanca (Destino), tomada de una cita de Alessandro Barico, Cristina Cerezales ofrece al lector lo que sólo ella puede contar de Carmen Laforet.

No es un retrato acabado ni perfecto, y no siempre mantiene el mismo ritmo e interés Música blanca, pero es una aproximación esencial. El relato aúna testimonio y ficción y se mueve en varios planos narrativos. Por un lado Cerezales relata de forma simultánea el camino de su madre hacia la muerte y su relación con ella desde una privilegiada compenetración física y espiritual. Por otro, aborda desde el final (2004) hasta el principio (1921), las cuestiones medulares de la biografía de Carmen Laforet: su iniciación literaria, la ausencia de su madre, Teodora, fallecida cuando la escritora contaba 13 años, el sobresalto que supuso su consagración a través de Nada, y su complicada relación con su marido, Manuel Cerezales. Sin duda, la muerte de sus padres le ha proporcionado a Cristina Cerezales una libertad adicional para hablar de un tema delicado de abordar por los hijos y durante un tiempo tabú para los estudiosos de Laforet. Sin embargo, el conflicto conyugal está estrechamente unido a la fobia que fue adquiriendo Laforet hacia la escritura. Este material que en algunas ocasiones podía rozar lo íntimo y plantearle a la autora-hija reparos y pudores está resuelto gracias a una formulación narrativa audaz. El relato combina la voz de la hija desde una segunda persona que incita a un permanente diálogo con el lector y con su propia memoria, a la vez que da la réplica a la de la madre, interiorizada o expresada a través de sus escritos, cartas o conversaciones. De ese modo se logra una composición a base de fragmentos que confluye en una dirección: la de dar una información calidoscópica y veraz de su madre.

MADRE E HIJA: VASOS COMUNICANTES

El tiempo real son los últimos años de Carmen Laforet, anegada ya en el deterioro físico y en una paulatina ausencia temporal de este mundo al que sin embargo regresaba de vez en cuando, víctima de una enfermedad degenerativa. Después de vivir un tiempo con algunos de sus hijos, entre ellos Cristina y Agustín, ambos escritores, Laforet pasó a vivir en diferentes residencias. En la última, muy cerca de la vivienda de Cristina Cerezales, transcurre gran parte del relato. A pesar de que en esos años finales apenas pronunciaba palabras y se necesitaban momentos de especial comunicación para captar su interés o su opinión, el relato avanza a través de un álbum de fotos familiares que madre e hija contemplan desde atrás hacia delante. Ante esas fotos, Laforet reacciona y emite opiniones o hace recordar a Cristina situaciones vividas por su madre. Como nexo de este doble relato, aparecen algunos flashes en los que la madre parece traspasar a la hija sus propios recuerdos. A estas diferentes perspectivas se suman los diarios de dos nietas que visitan con cierta frecuencia a su abuela. Cada punto de vista está impreso con un tipo de letra diferente, pero las voces de la hija y de la madre confluyen como vasos comunicantes.

Los lectores más fieles de Carmen Laforet seguirán con emoción este viaje hacia la muerte de su autora, sus dificultades para tragar o hablar, los altibajos de su peso y la exquisita atención de una de sus cuidadoras, Marta, en cierto modo su última amiga. Queda patente también el amor de sus hijos en estos años de encuentros y despedidas, que Cristina Cerezales registra con contención y naturalidad. Haberse excedido en los detalles podría hacer pensar al lector que había un afán de protagonismo o cierta justificación. Para evitar ese inevitable protagonismo Cerezales describe cómo la madre se reencontró y despidió en diferentes momentos de todos sus hijos y les fue donando a cada uno ese caudal artístico que tal vez haya determinado que algunos de ellos sean pintores o escritores. Como si esperara en cierto modo, que esa obra que no pudo concluir la acabaran ellos. No es de eso, sin embargo, de lo que trata el libro, sino de la música silenciosa con la que Carmen Laforet se fue apagando; de su adiós a este mundo desde la serenidad, e incluso desde la alegría. A pesar de que fueron muchos los claroscuros que la acompañaron y de que su franca risa canaria fue aprisionada a veces por la duda o la confusión mental, Cristina Cerezales subraya que siempre escuchó decir a su madre que hay que buscar siempre la alegría y no el sufrimiento, porque este ya vendrá por sí solo si tiene que venir.

Cerezales no elude el conflicto vital en que quedó atrapada su madre, y en el que no es ajeno el hecho de ser mujer y escritora en unos años opresivos y oscuros. Es difícil imaginar desde la mentalidad de hoy el combate que vivió entre su necesidad de escribir y su dedicación a los cinco hijos que tuvo con Cerezales. Se puede decir que hasta que se casó, aun viviendo de prestado en las casas de sus parientes de Barcelona o de su tía Carmen en Madrid, Laforet contó con esa habitación propia de la que escribió Virginia Wolf. La habitación de su imaginación, de su libertad algo anárquica en horarios que le permitía pasarse las tardes en el Ateneo y las mañanas escribiendo en casa, de su sed de mundo y su falta de prejuicios. Ese indolente y a la vez curioso vagabundeo que la convertían en una joven extravagante capaz de montarse en un tren rumbo a Ávila o Segovia sin pagar billete, consciente de que si algún revisor la descubría era lo bastante ágil como para saltar o escabullirse sin que nadie le tomara por una aprovechada. No obstante, quería ser madre, y en ningún momento imaginó que eso supondría una renuncia. En la práctica, sin embargo, lo fue, o al menos concitó una serie de sentimientos encontrados que intentó conciliar y que más de una vez la desbordaron. No es extraño que odiara la consabida pregunta de algunos periodistas de la época: «¿Prefiere ser novelista o dedicarse a sus hijos?» Qué cortedad de miras, qué estupidez. Sin embargo ponían el dedo en la llaga. Quería ser escritora, por supuesto, pero entre la presión mediática para que publicara algo en la línea de Nada —«una novela de personajes», como la definió Juan Ramón— y el bullicio de sus pequeños, no era fácil encontrar la habitación mental para escribir. Surgieron así los largos y maravillosos veraneos familiares en Arenas de San Pedro (Ávila) o en lugares de la costa asturiana o mediterránea, en los que los niños se volvían un poco salvajes y se sentían felices y la madre intentaba encerrarse a escribir.

Fue una lucha, batalla a batalla con las palabras, para proseguir. Rescató una novela anterior a Nada —al menos en esbozo— que reproducía el escenario de su infancia y juventud y reprodujo en ella parte de sus anhelos adolescentes a través de un personaje más vulnerable que Andrea, Marta Camino, protagonista de La isla y los demonios. Publicó más tarde una interesante novela con un final forzado, La mujer nueva (1955) y ya en 1963, la mejor de sus obras narrativa después de Nada, La insolación. Además de publicar excelentes cuentos. En paralelo, la relación con Manuel Cerezales añadió un punto de zozobra a una obra en cuesta arriba. Si Carmen Laforet era exigente con lo que escribía, tal vez temiera o ansiara aún más en algún momento la aprobación del crítico. Pudo surgir así un juego pendular de independencia y sometimiento intelectual al juicio del crítico por parte de la escritora: era lo bastante libre como para no aceptar intromisiones ni ayudas, pero el papel de creadora y de mujer le colocaba en una situación más frágil. Con impecable equidad ante la memoria de sus padres, Cristina Cerezales no niega los momentos de dificultades, también económicas, los cambios de humor de su padre o incluso posibles celos de la escritora. Reconoce que en algunas de las cartas de su madre a su padre en los años en que era niña y que luego ha tenido ocasión de leer le ha sorprendido ver a una mujer más sumisa de lo que ella creía. No lo era, aunque no siempre pudiera ejercer del todo su libertad. De ahí que ese espíritu libre que era Laforet estallara en los años setenta al separarse de forma inequívoca de Cerezales, renunciando a cualquier compensación económica, excepto a sus hijos, ya mayores (y alguno casado), que en conjunto siguieron en la casa familiar, ahora paterna. Resulta conmovedor leer cómo Carmen Laforet se mudó a un piso cercano en el que sus hijos pudieran tener también su habitación en una época en que en España no existía aún la ley del Divorcio.

Cristina Cerezales confirma de pasada una de las exigencias de Manuel Cerezales al separarse que ya se había publicado (ver Mujeres de la posguerra. Planeta, 2002), la prohibición de que Laforet escribiera de su vida en común. Algo legítimo desde el punto de vista de él, pero sin duda profundamente injusto para ella que tuvo que renunciar a narrar-reflexionar-reelaborar lo vivido durante tal vez los años más importantes de su vida. Quizá por eso y porque le faltaba aire se planteó marcharse a París o finalmente a Roma, donde residió varios años.

Uno de los pequeños misterios que jalonan la enigmática vida de Laforet fue «su conversión a la fe» en 1951. Más bien agnóstica o alejada de la religión en su juventud, con una filosofía de vida existencialista, o «pagana», como han afirmado algunos de sus amigos, esta conversión, de raíz mística y sin duda auténtica supuso un antes y un después en su vida. Uno de los artífices de esta conversión fue su amiga Lilí Álvarez, pero no se puede obviar que Cerezales era también creyente. Influida por este descubrimiento Laforet quiso introducir la fe en su literatura, pero erró en parte al traspasar sus vivencias a La mujer nueva. Ricardo Lezcano, Dick, escritor y articulista canario y primer novio de Laforet asegura que se quedó de piedra cuando escuchó decir a la escritora en una entrevista que al escribir La mujer nueva se había inspirado en la Comunión de los Santos. «No le conocía ese lenguaje. Tampoco le iba». Con los años, Laforet volvió a su ser libre, pero el poso de una espiritualidad esencial permaneció para siempre en ella. De hecho Cristina Cerezales introduce referencias a esta espiritualidad de su madre, lo que hace suponer que expresiones como Esencia divina o Espíritu Santo eran frecuentes en su pensamiento o su discurso al final de su vida. Estas citas son las que en algún momento pueden extrañar al lector, o hacerle pensar que tal vez la autora de Música blanca las considera capitales en su madre. Sea como sea, esta novela fragmentada de Cristina Cerezales insinúa más que explica la personalidad de Laforet. A la vez que revela que si Laforet se negó a publicar en su momento Al volver la esquina estando ya en galeradas no fue tanto porque no la convenciera como porque se sintió incapaz de volver a pasar a limpio todo lo que había ido corrigiendo a mano. El cansancio de vivir escribiendo era ya una tarea excesiva. Al final, Música blanca es un puzzle que lleva a atisbar el tormento y plenitud de una autora que dejó de hacer literatura con las palabras y terminó haciendo una novela con su propia vida. ■ ■


Una respuesta to “El silencio roto de Carmen Laforet”

  1. En novembro no Club de lectura mensual están a ler…. Nada de Carmen Laforet | O Ensanche:

    […] http://www.revistaclarin.com/1017/el-silencio-roto-de-carmen-laforet/ […]

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