Bruno Mesa
Arriesgar una tradición es como proponer una fantasía teratológica o un bestiario, porque lo que uno intuye memorable puede ser para el lector una deformidad, lo que uno atisba revelador otros lo diseccionan con espanto y desprecio, y aquel autor que uno sospecha gigante es para algunos un pigmeo. Una tradición es muchas cosas, entre ellas una comodidad de la crítica, un espejismo geográfico o un prejuicio idiomático, según el apuntador y la obra; para quien firma es una lenta acumulación de placeres, de libros y de asombros; también de obsesiones, de inevitables renuncias, de libros que nunca acabaré, de la sabia ignorancia que propugnó Monterroso, de la usura del tiempo y del grato azar de las librerías. De esa singular tradición quisiera hablar aquí.
Mi tradición es un país caótico y libre, más anárquico que ordenado, ni seco ni lluvioso, sino las dos cosas, según la comarca y el temperamento. Este es un país donde es posible ser feliz, pero donde la felicidad, la vida o el orden no son obligatorios. La mayoría de los habitantes de este país están muertos, pero sus fantasmas siguen aquí viviendo la otra vida, la que nace en las bibliotecas y se dilata en cada lector.