Sabino Méndez: Hotel Tierra
Anagrama, Barcelona, 2006
Hay quienes utilizan la literatura para evitarse, para no tener que mirarse directamente a los ojos, quizás porque ya no se toleran o porque el único tipo de intimidad que pueden soportar es con las palabras. También hay quienes quieren observarse de cerca, para compartir sus miserias con el lector. En Hotel Tierra, Sabino Méndez es una mezcla de los dos anteriores. Por un lado, invita a participar de sus lecturas con una frialdad y un distanciamiento bastante llamativos, como si a su alrededor hubiese pocas cosas o personas que le interesasen de verdad; y por otro, relata de una manera más humana, con cierta fragilidad, su deterioro físico después de años de adicción a las drogas. Nada de esto tendría especial importancia si no fuese porque estamos ante alguien que formó parte del grupo Loquillo y los Trogloditas, la persona, de hecho, que escribió las letras de algunas canciones que han acabado convertidas en documentos de una época, himnos para varias generaciones. Llama la atención que un testimonio como el suyo, acerca de un tiempo caracterizado por la euforia, la ocurrencia y la ilusión, pueda considerarse cualquier cosa menos eufórico, ocurrente e ilusionado. Él mismo se dibuja como un individuo que al principio se niega a admitir que tenga problemas para relacionarse con los demás, pero que finalmente reconoce su ostracismo vital, su dificultad para cultivar amistades firmes. ¿Para entender? A lo largo del libro se muestra inmune a casi cualquier presencia o emoción. Sus padres son fantasmas que apenas tienen presencia, incluso sus amantes cobran un relieve muy limitado; ni siquiera la mujer con quien acaba casándose ni el hijo que tiene con ella ocupan un lugar de importancia en esta crónica de soledad y lejanía emocional, de frío. Parece que en mitad de los conciertos la cosa no hubiese ido nunca con él, que sólo los libros, las drogas y en estos momentos la política catalana hubieran significado algo en su vida.
Sabino Méndez jamás deja entrever lealtades excesivas (sus diferencias con Loquillo quedan bastante claras, aunque a buena parte de sus compañeros de generación no los deja precisamente bien parados); tampoco se permite caer en el sentimentalismo ni en el entusiasmo. De ahí que a veces provoque la sensación de estar ofreciendo más un análisis clínico de sí mismo (refiriéndose a su riñón enfermo, a las reacciones físicas que le produce el mono o a la caída del cabello) que un análisis íntimo (centrado en sus estados de ánimo; en sensaciones táctiles en los diferentes lugares por donde pasa; o en intentos para
comprender a sus semejantes y para ser comprendido por ellos). Tanto el estilo como el tono describen a alguien que ha trabajado más con el bisturí que con la pluma, como le sucede a Michel Leiris en La edad del hombre o a Norman Mailer en sus libros autobiográficos, planteados más como combates que como exploraciones. Al igual que estos últimos, el autor de Hotel Tierra ha utilizado su materia en bruto, a golpes (a pesar de que el libro es una revisión y, por encima de eso, una reescritura de cosas redactadas con anterioridad). Podría decirse que, en términos generales, sus propuestas no muestran excesiva delicadeza y casi no se detienen en trámites de carácter introspectivo (para dar cuenta de qué ha significado él para los demás; cuál ha sido el impacto que han tenido las cosas en su espíritu; de dónde proceden sus necesidades y anhelos; o si hay objetivos cumplidos y otros todavía por cumplir). Al final, nos queda la sensación de haber navegado sin rumbo, sin haber desvelado nada y, lo que es peor, sin haber alcanzado una meta ni proponer un objetivo.
La metodología que sigue Sabino Méndez consiste en mantener las distancias, sobre todo cuando puede haber golpes de efecto o cuando un acontecimiento puede resultar demasiado dramático. Se suceden las muertes, por ejemplo, de Eduardo Benavente, compañeros de su banda musical o Roberto Bolaño, y todas ellas son descritas de forma escueta, sin epitafios ni adioses. Cada acontecimiento se agota en sí mismo. No existe interrelación entre las diferentes épocas. El tiempo narrativo es el presente desde la primera página. En casi ningún momento se vuelve a mirar hacia atrás, tampoco se intenta proyectar ningún deseo en el futuro. Algo así le quita peso a los acontecimientos, los transforma sólo en una letanía informe a la que, sin embargo, da cuerpo la actual concepción de la novela, en pleno proceso de mutación o de adecuación a sus mestizajes con otros géneros, abierta casi a cualquier propuesta, al menos de forma provisional. Desde luego, entre las intenciones del autor de Hotel Tierra no estaba incluida llevarnos a lugares donde nunca antes habíamos estado y mucho menos hacernos creer que hubo, hay o habrá algo lo bastante importante o significativo en su vida. En ningún momento se propone un foco narrativo (a no ser posiblemente la Universidad) o se dramatizan los hechos, para proporcionar un carácter emocional o plástico a la escritura.
Según Josep Pla, “observar es más difícil que pensar”, porque describir es siempre más complicado que juzgar. Por desgracia, las descripciones no sirven de mucho si detrás de ellas no hay una actitud, una mirada concreta, una visión del mundo. Vale de poco tener ínfulas literarias, aunque uno posea el don de la palabra, si no posee asimismo la gracia de la imaginación y la inteligencia. A ese respecto, Sabino Méndez muestra inquietud en algunos tramos del libro, donde a veces medita sobre la necesidad de practicar el dibujo para escribir mejor y donde deja entrever que la escritura (su escritura), al fin y al cabo, es ante todo una defensa contra la fugacidad del tiempo. Mientras sus amigos destruyen las habitaciones de los lugares donde se alojan, tiran televisores por la ventana, beben hasta caer de culo, insultan, provocan o se pasean desnudos por los pasillos de los hoteles, él observa atónito cómo todo el mundo hace la vista gorda, cómo nadie se queja siempre que paguen los desperfectos, cómo los ejecutivos de las discográficas les consiguen las drogas que necesitan, cómo no hay consecuencias sociales, policiales o judiciales… El caso es ¿hasta cuándo puede mantenerse un equilibrio así? Y, lo que es más importante, ¿cómo dar cuenta de lo que sucede cuando ni siquiera uno mismo lo entiende? Se puede intentar, pero no existen garantías de conseguir resultados concretos. “Considero cualquier intento de escritura un experimento: a veces sale y a veces no sale”, nos dice Sabino Méndez al comienzo del libro, en unas páginas de carácter programático.
Cuando uno llega al final de Hotel Tierra, piensa en Zazie, la protagonista del libro de Raymond Quenau que, cuando sale del metro donde ha pasado todo el rato metida en líos y causando estropicios, sólo reconoce haber envejecido. La música ya no suena, las bombillas de los hoteles de paso están apagadas, un libro en blanco sobre la mesilla, teléfonos que no suenan… ¿Quién va a dar forma a todo lo que ha quedado atrás, al sonido informe, a los tiempos salvajes? Una generación entera hipotecó los libros de sus padres, que acabaron en rastros y almonedas, malbaratados, para buscar a cambio esas cosas que uno no puede aprender en ningún sitio más que en su propia piel.
Sabino Méndez ya es el que era. Tiene menos pelo y seguramente su apariencia ya no es la de un rocker. ¿Deberíamos lamentarnos por la vida, en muchos sentidos, absurda que ha llevado hasta entonces? ¿Celebrar sus escasos años de éxito? ¿Las letras de sus canciones? ¿La posibilidad de que uno de sus libros sea adaptado al cine? ¿O más bien deberíamos alegrarnos de ser quienes somos y dejar que sea él quien cargue con el fardo de su experiencia?
Hilario J. Rodríguez