José Watanabe: Banderas detrás de la niebla
Editorial Pre-Textos
De José Watanabe (Perú, 1946) la editorial Pre-Textos ya había publicado otro libro de poemas en 2005, La piedra alada. Con Banderas detrás de la niebla se reafirma la impresión inicial: Watanabe es un poeta de raíces telúricas que no excluye un cierto sentido mágico de la realidad. Su realismo, de trazos muy vigorosos, configura también una suerte de expresionismo que resulta a veces, por la elección de motivos, por autocomplacencia en lo incisivo de algunos rasgos, hiriente. Naturaleza, delicadeza, brutalidad y realismo mágico remiten, por otra parte, a dos herencias culturales (la japonesa y la peruana), que sin duda interactúan en el proceso, deliberado pero con aportaciones del inconsciente, de su escritura poética. Que la evocación de la madre inicie el libro, y que se haga a través de paradojas no exentas de un humor grave, melancólico (“A este cadáver le falta alegría”), recuerda la figura tutelar de César Vallejo y la importancia del matriarcado como eje afectivo en las sociedades primitivas: “ya se está yendo con su costumbre de ir bailando / por el camino / para mecer al hijo que llevaba a la espalda”.
Como primitivismo se podría entender ese regusto del poeta en lo orgánico, lo elemental, en una naturaleza que con frecuencia es ávida, cruel, acechante. Una visión que no consiente el estatismo, el reposo lírico: “¿había visto una serpiente / o me había asaltado una vibración, un vértigo antiguo / que dormía sobre la yerba…?” Hay una indiferenciación, de gran intensidad a veces, entre lo terrestre y lo animal, lo humano y lo telúrico. La ley del más fuerte impera frente a lo mínimo, lo delicado, lo que apenas esboza su presencia. La tierra devuelve, avasallador, el eco de una estampida (“¡quién más terrestre y cuadrúpedo que un búfalo!”), pero ignora los brincos asustados de suaves conejos “entre los cascos de la horda”. La belleza de lo natural, decía, niega cualquier forma de ensimismamiento: “en la mano de un dios enfurecido (…) también te dio miedo la súbita oferta de fulgurar y desaparecer”. Miedo atávico (y fascinación) hacia esas realidades, el relámpago por ejemplo, que configuran leyendas o un sistema de pensamiento mítico.
El poema que da título al libro, “Banderas detrás de la niebla”, parte de una anécdota del pasado: el paseo de un adolescente por un puerto herrumbroso en una noche cerrada de niebla. Parece, en realidad, una típica pulsión romántica de esa edad narcisista e inconsciente: “acaso buscaba el terror gozoso de la evanescencia”. Ya en medio de un peligro real, el cuadro fantasmagórico lo deshace un simple y misterioso reclamo de vida: “Entonces vi banderas que alguien, a lo lejos, agitó detrás de la niebla”. La vida, dinámica, afirmativa, es más poderosa al fin que las veleidades nebulosas de la ensoñación. Tributo al orientalismo que antes he citado (el padre de Watanabe era japonés) son poemas como “Basho” y “Los amantes”. Por otro lado, una afirmación como “la poesía que tanto amo solo puede ser / una fugaz y delicada acción del ojo” debe contextualizarse dentro de la técnica del haiku; técnica, por cierto, no muy frecuentada aquí, donde es mayoritario el poema relativamente extenso, ajeno en cualquier caso, las más de las veces, a una tendencia que confía en la suspensión del sentido, en la fugacidad y la capacidad sugeridora de unos pocos signos. No obstante, si fragmentásemos algunos poemas de Watanabe (el procedimiento se podría aplicar, salvo en el caso de poemas narrativos, casi a cualquier buen poema que esté en la órbita de lo sensorial) sí encontraríamos la intuición y la visión rápida que caracteriza al haiku, aunque el poeta prefiera, en definitiva, no sólo la amplificación, incluso la redundancia.
La eternidad de lo instantáneo certeramente apresado en unas sílabas es la lección que Basho nos transmite desde el tiempo; porque por efecto de una música imprevista (su célebre rana) “hace cuatro siglos que tiembla el agua” de un estanque lejano.
Como contraste entre la inmovilidad y lo dinámico puede leerse “Los amantes”, texto que se inspira en un grabado erótico de Hokusai. Parece en efecto congelada (en el poema al menos) la luz irreal, casi espectral, o lunar, de un hombro, un muslo, en un acoplamiento inmóvil. Y mientras, las sedas, las ropas delicadamente estampadas, ondulan, se deslizan, se acumulan en pliegues breves y rápidos. Son el estallido de una mínima floración roja. De los cuerpos, de su fuego interno, se proyecta “un río de varia coloración” invirtiéndose así los términos en un misterioso juego de apariencias: movilidad de lo inerte, estatismo de lo vivo.
Las creencias populares son también, en espacios no contaminados por un exceso de racionalismo, una fuente de poesía; así, en “La alameda de pinos”, de camino a un pueblo desconocido, frente a la advertencia de no mirar a unos caballos blancos que atraen la muerte, el poeta decide no cerrar los ojos. No negarse, pues, a un sentido mágico de la existencia; y a imitación del sol que brilla en las hojas cuando caen, no eludir, sino iluminar, el rostro de la muerte.
El animalario poético de Watanabe, fiel a un realismo que no teme ser feísta, nunca es excluyente: “Ratas y gaviotas” son dos opuestos en el mismo sentido en que lo son el aire y el agua, o el agua y la tierra. Entran en la misma dimensión estética con un mismo fondo de mar arrullador: “las ratas y las gaviotas / no son viejas alegorías. Todos / hemos entrado en una rara inocencia”. Tan mezclados están en esta poesía el mundo animal y humano que hasta el cortejo amoroso nos parece un rito de apareamiento (“rondando por ahí, oliendo la tierra, las plantas, el lecho”) que solo quiebra, como gentileza insólita, un regalo: “el esposo le obsequió a la esposa / una bata con un salmón rojo en la espalda”. Gracia que devuelve asimismo a la alegría del agua, de otra realidad elemental.
Comunicación enigmática a través del olfato, del sonido, de una vibración en el aire, se observa en otro bello poema, “El caballo”, que ocurre (porque es narrativo) en un espacio desolado, casi metafísico; en la frontera del desierto, “en el comienzo azul de las estribaciones andinas”.
Termina el libro con un largo poema en cuatro partes, “El otro Asterión”, que lleva dos citas iniciales: una de Ovidio (Metamorfosis) y otra de Borges (La casa de Asterión). Nada podrá parecer más lógico, al hilo de lo comentado, que el poeta cifre la tragedia del destino en un ser fabuloso, mítico, que reúne la doble condición de animal y humano: “ese último nervio tuyo tan fino que se hace alma”. Por la espada de Teseo muere Asterión al final del poema, iluminado también por la gracia postrera del sol, asomándose desencantado, y más humano que nunca, a la ficción del mundo: la estatua derribada de un dios, un anciano que sube por un sendero de cabras, “un asno que agoniza o duerme bajo un olivo”… La vida, una vez más, indiferenciada e indiferente. Hermosa y terrible al mismo tiempo.
Eugenio García Fernández