Autor: 21 marzo 2007

Ricardo Virtanen: La sed provocadora
Círculo de Estudios Bibliográficos y Exlibrísticos, Madrid, 2006

Es a principios del siglo xx y como resultado de la ruptura de la política aislacionista bajo el imperio Meji (1968-1910) cuando se favorece el conocimiento de la cultura japonesa más allá de sus fronteras, y algunos poetas viajan a la Tierra del Sol Naciente cayendo subyugados ante la belleza de la lírica nipona y de sus grandes maestros. Los efectos de estos viajes no se hicieron esperar y comienzan a aparecer en Occidente haikus escritos en francés, inglés y castellano. Ha comenzado a seguirse la senda de Bashô.

Desde entonces, ensayistas, críticos y poetas no han dejado de lanzar teorías y diatribas sobre todo lo que rodea a esta pequeña composición de diecisiete sílabas en la que se alberga un breve e intenso universo “lejano e irreductible pero a la vez respirable y abierto”, como dice el poeta haijin José María Bermejo. No vamos en esta reseña a hacer hincapié en las distintas maneras que tienen los estudiosos de este género de juzgar las profundas transformaciones que ha sufrido a lo largo del siglo xx y principios del xxi el haiku. Baste decir que muchos de ellos nunca verán en un haiku occidental otra cosa que pura imitación de un género que, procedente de un ámbito con aspectos psicológico-culturales muy determinantes, difícilmente puede ser trasladado con naturalidad a una cultura como la nuestra. Para otros, sin embargo, todo es posible y todo vale: abandono del uso de la métrica característica, ausencia del kigo —palabra que sitúa el haiku en una estación determinada del año—, inclusión de palabras alejadas del habla cotidiana, empleo de pronombres personales y metáforas… El caso es que en la actualidad el haiku se escribe en más de veinticinco lenguas, por lo que parece lógico que junto a la escuela tradicional surjan nuevas escuelas y estilos diferentes que afirman y representan corrientes culturales muy diversas en sus fundamentos y que con osadía y talento se atreven a modificar las reglas sin que por ello la calidad poética del haiku quede menoscabada. Esto, lejos de restar vigor al mundo del haiku, contribuye a darle aún más vitalidad e importancia.

Aunque para muchos escribir un haiku es una cuestión de azar y de fácil ejecución (hay críticos que declaran su insensibilidad para reconocer que detrás de 17 sílabas pueda esconderse la belleza más perfecta: la de la exaltación de las pequeñas cosas), nadie como el escritor de haikus sabe cuán estrechos son los márgenes en los que se mueve al escribirlos. No es fácil, como dice el ensayista y poeta uruguayo Carlos Fleitas, “bailar en un centímetro cuadrado”. Hacerlo es un arte.

Y arte de buen bailarín es lo que nos ofrece Ricardo Virtanen (Madrid, 1964) en su último título publicado La sed provocadora. Como nos apunta José Cereijo en el breve y lúcido prólogo con el que se abre este libro formado por 48 haikus y 6 tankas (17 de los cuales ya fueron incluidos en Notas a pie de página, editado por lf ediciones en 2005), Virtanen no intenta hacer pasar a sus composiciones por japonesas. Estas se limitan a ser sinceras. Nacen a su propia manera y lejos de ortodoxias y controversias siguen su personal camino e intuición, haciendo real aquello que recomendaba el propio Bashô: “No sigas las huellas de los maestros, busca lo que ellos buscaron”.

En esta búsqueda Virtanen nos propone la belleza en cada instante que capta, encuadra, representa, evoca y deja balbuciendo, para que sea el lector en última instancia quien, cómplice, se convierta también en autor. Como buen haijin, sabe que serlo presupone poner en relación lo particular y lo general, lo más íntimamente percibido y el ritmo cósmico de la naturaleza, para promover una simbiosis entre el sujeto y el objeto casi mágica: “Contigo pasa / las páginas de un libro / la mosca atenta”.

Muchos de los haikus y tankas que forman La sed provocadora vienen a mostrarnos que la unión íntima con la naturaleza provoca en el ser humano la pregunta eterna del sentido de su existencia y, por lo tanto, es inevitable que al mirar al cielo, al oír el trueno lejano que ha sido precedido de un látigo de luz, al ver caer la lluvia mansamente sobre la tierra o el florecer de la primavera sobre los árboles, surja la conciencia del yo —expresado en primera, segunda o tercera persona— imbricado sin remisión en lo más ínfimo que el haijin canta: “Cada verano / mi corazón persigue / noches sin días.”; “Te queda acaso / la sed provocadora / de tus ausencias”; “Plantó cerezos / en su jardín de otoño. / ¡Nunca está en él!”

En este desafío de brevedad que siempre supone este tipo de composiciones, Ricardo Virtanen en su hermoso libro nos propone la emoción, la sensibilidad, la sugerencia y la iluminación propias de los buenos haikus y tankas, poniendo en entredicho a aquellos que consideran que nunca un occidental será capaz de captar la esencia de una cultura tan espiritual y exquisita como es la japonesa. Seguro que tienen razón. Cada cultura se rige por su propia idiosincrasia, pero ¿dejará un ser humano atento y sensible de sentir la armonía de la naturaleza, la comunión con todo lo que le rodea, la sutiliza que desprenden los pequeños detalles, la desnudez del silencio o la capacidad de mirar la realidad con tanta pureza que pueda percibir hasta el lenguaje más leve de todo lo que fluye, solo por el hecho de variar su lugar de nacimiento?

La respuesta para mí es obvia: hay un breve poema zen que nos recuerda que cuando cae la nieve, cada copo encuentra siempre su lugar. Y eso es lo que ocurre en la Sed provocadora: cada sílaba, cada palabra —aun en su afán de inacabamiento—, cada sentimiento, ocupan el lugar preciso.

Herme G. Donis


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