Julio José Ordovás: Papel usado
Eclipsados, Zaragoza, 2007
Desde hace años los lectores de Clarín, Turia, el Heraldo de Aragón o el suplemento literario de ABC sabíamos que Julio José Ordovás es un extraordinario lector, un estupendo crítico y un muy buen escritor de reseñas. Faltaba su libro, y en 2004 nos llegó Días sin día (Xordica), un diario que confirmaba que ha nacido para leer y escribir. Un año después apareció Frente al cierzo (Institución Fernando el Católico / Ibercaja), un curioso libro de paseos por «once ciudades aragonesas» (según avisaba el subtítulo), y, mientras seguimos esperando esas novelas con las que tanto pelea, aparece ahora su tercer libro, una reunión de sus artículos en el Heraldo, bien editados por la prometedora y entregada editorial zaragozana Eclipsados.
En realidad, casi todo es zaragozano en esta historia: la editorial, el autor, el diario donde se publicaron estos textos y la mayoría de los asuntos de los que tratan. Es concretamente en la segunda parte, titulada «La zaragozana gusanera» (expresivo —y no muy afortunado— sintagma extraído de un poema del también maño Miguel Labordeta), donde se reúnen textos nacidos de noticias, lugares o personajes locales. Y sin embargo no es un libro localista porque Ordovás casi nunca se queda en lo particular (pocos libros menos costumbristas, menos folclóricos…) sino que parte de su ciudad, de lo más cercano y conocido, para reflexionar sobre aspectos mucho más generales. Su relación de amor y odio con Zaragoza, de admiración de algunas cosas y desprecio de otras, es fácil de compartir ya no por los que procedemos de allí, sino por cualquiera que viva en casi cualquier ciudad española actual. En realidad, hay que suponer que casi cualquier habitante sensible del planeta se vería reconocido en muchas de las crónicas y reflexiones de Ordovás, y en las crudas y pesimistas opiniones que suele extraer de ellas.
Hay, en efecto, quien cree que Ordovás siempre escribe enfadado, que sus artículos siempre van contra algo…, y algo de verdad hay en ello, pero nadie podrá decir que le faltan razones (si no fuese un tópico inaceptable, yo hubiese titulado esta reseña «Rebelde con causa»). Sin embargo, no puede ser casual que la última frase del libro sea la que es, y quien lea artículos como «Democracia», «Todavía» o «En la higuera» verá la otra cara de este escritor, su lado celebrativo, positivo, casi hímnico (ese carácter que le hace disfrutar y asentir con los poemas de Rilke, Eugenio Montejo o Sánchez Rosillo), y además él mismo bromea sobre su mal humor («Dado mi natural optimismo, había ya empezado a temer lo peor», p. 119), o declara su intención de evitarlo junto a la fatalidad de no conseguirlo: «Ya sé que el mundo no solo no está bien hecho sino que cada vez está peor, pero al menos por un día me gustaría no tener que escribir ninguna palabra de esas que se escriben con sangre o con mala saña. Que otros hagan el trabajo sucio por mí» (p. 123). Sus enfados proceden de la rabia de que el mundo no sea mejor, de que nosotros no lo seamos. Si un día logramos organizar esa especie de «conspiración universal de las buenas personas», que tanto urge, habrá que contar con Ordovás, porque nos vendría tan bien su inteligencia alerta como su bondad crispada, su ternura precavida (y yo no quiero ser amigo de nadie que crea que «bondad» o «ternura» son palabras cursis o inadecuadas). «Me enfurece la gente que se enfurece con facilidad», escribe (p. 74).
Y está además, su capacidad de observación. Él es un escritor que escribe después de observar, y no de esos otros que primero escriben y después levantan la cabeza solo para comprobar qué efecto han producido sus «genialidades». Quien no sabe leer o no lee no debería escribir. Ordovás ha leído muchísimo más y muchísimo mejor que muchos catedráticos, y además necesita la literatura. No intenta disimularlo, todo lo contrario, pero aunque lo intentara no lo conseguiría. Se le nota mucho su absoluta adicción a los libros, y a menudo la expresa en inolvidables y consoladoras apologías de la lectura, que forman algunas de las páginas más hermosas de este libro, junto a algunas necrológicas (las muy sentidas de Ramón Gaya o Joaquín Aranda, y la «perifrástica», sorprendente y muy eficaz de Roberto Bolaño) y algunos pequeños cuentos o ficciones.
Creo que todo lector atento e incisivo estará de acuerdo conmigo en que este libro es toda una declaración de felicidad, aunque para formularla se dé un curioso rodeo, o, si se prefiere, se juegue un poco al despiste. Vivimos en la jungla, el mundo es un estercolero y la gente se odia. Casi nadie piensa en los demás, cada día hay menos respeto, más dinero, menos silencio. La cultura y el arte permanecen, pero ya no persiguen la sabiduría sino el poder. Y sin embargo hay razones de sobra para estar más o menos extrañamente contentos. Hace tiempo que la balanza está decantadísima hacia el lado del egoísmo y la sordidez, pero al final siempre queda el bien, el consuelo, la alegría. La vida es lo último que se pierde, y mientras tanto seguimos vivos.
Juan Marqués