Autor: 21 enero 2009

Mario Vargas Llosa
El viaje a la ficción. 
El mundo de Juan 
Carlos Onetti
Alfaguara, Madrid, 2008

En nuestras letras, y en comparación con los países de nuestro entorno cultural, se ha tomado poco en cuenta la critique d’ècrivain, pese a que disponemos de una sólida tradición desde finales del xix y principios del xx. El ensayismo o la crítica literaria de Clarín, Unamuno, Azorín, Baroja, Antonio Machado, Juan Ramón, Cernuda, Bergamín, Guillén, Salinas, etcétera, siempre me ha parecido muy sugestiva —además de oxigenante y hasta purgativa para con determinados excesos— y aleccionadora porque nos ayuda a leer la literatura guiados por una interpretación que, a la agudeza crítica, le suma una envidiable elegancia y precisión expresiva. Además, el ensayo literario firmado por grandes escritores, aparte de proponernos nuevas y fecundas aproximaciones a la obra de un autor, suelen contener reflexiones estéticas de indudable interés. Mario Vargas Llosa pertenece a esta especial estirpe de escritores que transitan por esa otra cara de la literatura pues, desde el principio de su trayectoria, ha ido simultaneando la creación narrativa con la reflexión crítica, con varios libros dedicados al estudio de autores u obras tan distintos como Joanot Martorell y su Tirant lo Blanc, Gabriel García Márquez, Flaubert y Madame Bovary, el proceso de creación de su propia novela La casa verde en la deliciosa Historia secreta de una novela, sin olvidar ese iluminador ensayo teórico que contienen las Cartas a un joven novelista, ni los más recientes La verdad de las mentiras y La tentación de lo imposible.

Ahora Vargas Llosa publica El viaje a la ficción (El mundo de Juan Carlos Onetti), cuyas páginas se abren con un breve capítulo homónimo que funciona a modo de preámbulo y resulta ser un hermoso tratado sobre las relaciones entre ficción y vida, donde el escritor peruano rinde un sentido homenaje a la primitiva figura del contador de historias (que protagoniza otra de sus novelas, El hablador), rescatando una lejana vivencia juvenil. De los dos miembros del binomio, el novelista apuesta decididamente por la ficción, «esa otra realidad inventada por el ser humano a partir de su experiencia de lo vivido y amasada con la levadura de sus deseos insatisfechos y su imaginación», porque «soñar vidas distintas a las que tenemos es una manera díscola de comportarse, una manera simbólica de mostrar insatisfacción con lo que somos y hacemos y, por lo mismo, significa introducir en nuestra existencia dos elementos sediciosos: el desasosiego y la ilusión».

Después empieza Vargas Llosa a recorrer la vida y la obra de Juan Carlos Onetti, que le parece íntegramente concebida para mostrar cómo frente a la vida real los seres humanos construimos otra paralela —«de palabras e imágenes tan mentirosas como persuasivas»—, donde cobijarnos y «escapar a los desastres y limitaciones a nuestra libertad y a nuestros sueños opone la vida tal como es». Como es natural, en su doble recorrido Vargas Llosa se detiene más en la obra que en la vida del escritor uruguayo, pero no pasa por alto algunos aspectos de la mitología forjada sobre Onetti, desde su relación con las mujeres (incluido el largo episodio con la poeta Idea Vilariño) o con el alcohol, al encarcelamiento sufrido a durante la dictadura y la posterior huida a Madrid.

De especial interés es la atención que presta Vargas Llosas a los primeros pasos del escritor en ciernes, como el cuento de 32 páginas que constituía la primera versión de lo que acabaría siendo El pozo, una nouvelle de corte metaficticio por la que confieso tener una especial predilección, protagonizada por Eladio Linacero, un antihéroe agotado por su toma de conciencia del envilecimiento de la existencia humana y de la inutilidad de todo intento de comunicación que intenta liberarse de su tedio a través de la escritura. En este apartado inicial, es también de interés el rastreo de las colaboraciones de Onetti en el mítico semanario Marcha —truncada al poco de empezar y recobrar años más tarde—, o las páginas donde se examina la primitiva y paradójica concepción de la novela que tenía el joven Onetti, más pegada a una literatura nacional y patriotera que a lo que podemos considerar lo específicamente onettiano y que se sitúa justo en el extremo opuesto.

Bloque aparte lo conforman los capítulos o subcapítulos dedicados a abortar la relación del escritor Onetti con sus posibles maestros, empezando por el temprano vínculo con Roberto Arlt, quien, pese a su prestigio no logró que algún editor publicase la segunda novela de Onetti, Tiempo de abrazar. El magisterio de Faulkner y el trazado de los paralelismos entre Yoknapatawpha y Santa María es tema ya más conocido (si bien ineludible), así como el deslumbramiento del novelista uruguayo por James Joyce (por el que Onetti pagó cierto peaje en alguna de sus primeras novelas, como Para esta noche) y la proximidad de su mundo de ficción con el de Cèline. Si tuviera que elegir entre estos capítulos me quedaría con el dedicado a comparar a Borges y Onetti porque Vargas Llosa lo hace a partir de las muchas y grandes diferencias que hay entre ambos.

Por lo demás, y como ya nos tenía acostumbrados en anteriores trabajos, el autor realiza un detallado análisis de las más destacadas novelas de Onetti y sigue paso a paso la forja de un personaje, el «indiferente moral», su peculiar antihéroe que reaparecerá en sucesivas reencarnaciones —Linacero, Brausen, Díaz Grey— y del que para mí su mejor exponente es el inolvidable Larsen, Juntacadáveres, criatura tan poderosa que Onetti tuvo que resucitarlo en Dejemos hablar al viento, tras haberlo hecho morir de pulmonía en El astillero. Todos ellos, como los decribe Vargas Llosa, son «individuos que miran el mundo y se miran a sí mismos con un desinterés metafísico, cuando no con desprecio».

Ana Rodríguez Fischer


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