Autor: 11 enero 2009

Alfonso López Alfonso

VIDA Y LITERATURA

A finales del siglo i a. C. el mayor de los poetas latinos, Virgilio, estaba a punto de terminar la Eneida, una obra épica y fundacional que reescribía la historia de Roma hasta los albores imperiales. El escritor no se encontraba del todo contento con el resultado, sentía que a lo escrito le faltaba algo, que le faltaba precisión, exactitud, que debía ser más fiel a lo que había inventado, y por eso decidió embarcarse para conocer las costas griegas que tenían una presencia desencadenante en su epopeya. Su plan no salió bien: llegar a Atenas, encontrarse con el autonombrado hombre-dios o emperador Augusto, coger una insolación y regresar del viaje con la muerte susurrándole plácemes al oído fue todo uno, pero el caso es que a Virgilio algo le había incitado a ir más allá de su imaginación, a atornillarla, si se quiere, a una realidad algo geológica. Eso es lo que ahora nos interesa.

No es que el escritor a quien pretendo retratar tenga nada que ver con Virgilio, pero esa búsqueda suya, ese intento de fijar las cosas de la literatura a la tierra, a la geografía, de alguna manera se lo acerca. Virgilio es Virgilio, y por eso llevamos siglos rindiéndole tributo a su obra y a lo que en ella se cuenta. Sin embargo, no hace falta ser Virgilio para sentir un paisaje, para taladrarlo de sentimiento o para que él nos taladre y determine nuestras acciones y opiniones, nuestra manera de estar en el mundo, nuestra personalidad; como diría Eduardo Jordá, cualquier vida, por insignificante que sea, está resumida en un paisaje. Si hubiera que resumir la de Gumersindo Díaz Morodo, que firmaba casi siempre como Borí, habría que hacerlo entre las montañas y los bosques hermosos de Cangas del Narcea.

Virgilio, sin vida y sin su tumba napolitana, seguiría siendo para siempre, igual que Shakespeare, igual que Dickens, igual que Kafka, igual que cualquiera de los grandes escritores que la historia de la literatura universal ha dado. De los grandes escritores importa poco la vida porque han dejado la obra para hablar por ellos, para contar lo que de verdad importa, emociona, divierte, conmueve.

Hay como una regla inversamente proporcional no escrita que viene a decir que cuanto mayor es la calidad de la obra, menos se necesita la vida y al revés, cuanto menor es la obra, más necesaria se hace una vida apasionante. Pedro Luis de Gálvez escribió bastante, pero lo importante hoy es lo que sableó, sobre todo después de coprotagonizar una novela de Juan Manuel de Prada. Quizás entre sus sonetos hubiera alguno que no merecería tragarse el tiempo, pero el personaje fue su obra maestra; si se quieren más ejemplos, algo parecido pasa con Alejandro Sawa y con tantos otros de los que Rafael Cansinos-Assens y César González Ruano hacen pasar por las páginas de La novela de un literato y Mi medio siglo se confiesa a medias.

En otro tono y con otra intención, Constantino Suárez, Españolito, con esa obra maestra del acarreo titulada Escritores y artistas asturianos, consiguió a su modo armar una galería de personajes pintorescos. Claro que para entrar en ella hay que escoger y no todos tienen vidas que merezcan realmente la pena, pero hojeando cualquiera de los siete volúmenes, tanto los que el propio Españolito dio a la imprenta antes de que la guerra civil interrumpiera empeño de tal magnitud como los que sacó adelante después José María Martínez Cachero, nos encontramos con diversas autobiografías que, de formar parte de una obra de ficción, no se creería nadie. Son autobiografías porque la obra de Españolito, por su naturaleza, fue de colaboración, y para construir su extenuante índice de autores contactó por correo con una serie de corresponsales —a ser posible cada uno en un concejo de Asturias— con el fin de que ellos le remitieran noticia de todos los escritores y artistas de los contornos y, de paso, le dieran cuenta por extenso de su propia obra para introducirlos con honores en la enciclopedia. Una manera de agradecerles los esfuerzos denodados, el trabajo fiel y constante que a menudo duró varios años. Muchas de estas autobiografías tienen algo de delirio, no porque lo que cuentan sea irreal o falte a la verdad, que no faltará más de lo que suele faltar cualquier autobiografía, puesto que a todos, a qué engañarnos, nos gusta salir guapos en las fotos, sino porque las hazañas que cuentan no desentonarían en una novela picaresca. Si para muestra basta un botón siempre puede el paciente lector acercarse a la del prolífico Alfonso Camín, pero hay más, muchas más, y entre las que especialmente me interesan están esas que parecen seguir un patrón y vienen a retratar a una serie de escritores procedentes del medio rural que emigran muy jóvenes a América y adquieren una formación a base de partirse el pecho por el mundo. Con el tiempo vuelven al lugar de origen con una pequeña fortuna y allí montan una imprenta para sacar sus cosillas adelante, contactan con los paisanos que dejaron en la tierra a la que emigraron y les dan cuenta periódica del atraso endémico que sigue caracterizando la tierra de la que salieron y a la que ellos acaban de regresar con las mejores intenciones. Escudado por esos patrones no es difícil tropezarse entre las páginas de Escritores y artistas asturianos con Gumersindo Díaz Morodo, Borí, el contacto de Españolito en Cangas del Narcea y uno de sus más activos colaboradores. La biografía que allí expone, junto a la correspondencia que sostuvo con Españolito, de la que están localizadas únicamente las cartas de este, dan idea de un personaje con una vida desbordante, de esas que merecen trascender por sí mismas.

La existencia de Gumersindo Díaz Morodo se deslió en un nadar empecinado contra la corriente. Para salirse del carril convencional hace falta bastante tozudez y la pizca de valentía que a menudo distingue al que lo hace del gregarismo del rebaño. De la lucha tanto interna como externa que caracterizó a Borí da idea el hecho de que en su pensamiento político empezó estando cerca de Canalejas, fue luego el secretario del comité local del Partido Reformista de Melquíades Álvarez y más tarde se lió la manta del sindicalismo socialista a la cabeza para acabar, justo antes del inicio de la guerra civil, como deja ver la correspondencia con Españolito, cercano a un liberalismo algo libertario, muy acorde con una personalidad inconformista, combativa y manifiestamente republicana. Pinón de la Freita, amigo personal de Borí, dejó de él un apunte cargado de humorismo afectuoso que lo retrata muy bien: «Gumersindo Díaz Morodo / (Bori por apodo) / ni alto, ni bajo, ni flaco, ni gordo / y un poquito sordo / que vive siempre en lucha por la idea / en Cangas del Narcea».

CONTRA ESTO

Hijo de Antonio Díaz González y Josefa Morodo González y último de ocho hermanos, Gumersindo Díaz Morodo nació el 13 de enero de 1886 en la casa de los Guajiros del barrio de El Corral, en la por entonces villa de Cangas de Tineo. En esa misma casa vivió hasta 1936 con otros tres hermanos solteros. El padre, republicano, fue alcalde del concejo durante la I República, según cuenta el propio Díaz Morodo en su entrada autobiográfica para Escritores y artistas asturianos, «corriendo el peligro de ser fusilado por tropas carlistas, que invadieron la villa, por su negativa en facilitarles provisiones. Poco después se estableció en un pequeño comercio, y luchando por sus ideales republicanos siguió hasta su fallecimiento, ocurrido el 20 de enero de 1924».

En 1900 Díaz Morodo emigró a Cuba, donde ya residían tres hermanos suyos, y allí se dedica al comercio. En 1902 unas fiebres lo ponen al borde de la muerte y a raíz de la enfermedad, de la que se recupera milagrosamente en la Quinta Covadonga gracias a los métodos no muy ortodoxos de un enfermero que lo baña en agua hirviendo, se queda sordo. Sus hermanos lo mandan de vuelta a Cangas, donde nace para el periodismo con el seudónimo de Borí. Comienza a leer a Marx, Lassalle, Kropotkin, Bakunin, Reclus, Grave, Tolstoy, Víctor Hugo y Zola. Empacho que le trajo algunas consecuencias: «Mi espíritu sufrió recia sacudida y me sentí por completo rebelde. Y aquí mismo, en este concejo, tenía la plena prueba, pues todo era miseria y desolación: media docena de señores y señoritos manejaban como señores feudales al resto de los habitantes, que desde hacía muchos años estaban privados hasta de la emisión de las urnas de su voluntad. Esclavos del terruño y esclavos del cacique; doble esclavitud que acrecentaba mi rebeldía». En 1908 comienza a trabajar como tipógrafo en la imprenta del semanario El Narcea, donde cambia los textos que le toca componer, al parecer sin queja alguna por parte de los firmantes, siempre satisfechos. «Pero el semanario local no servía para dar a mi espíritu toda la expansión que apetecía. Una circunstancia de política nacional provocó entonces mi lanzamiento a la lucha. Las proyectadas reformas de Canalejas en la cuestión religiosa provocaron la protesta de las gentes de iglesia, constituyéndose por todas partes juntas tituladas católicas, encargadas de organizar manifestaciones. También aquí se constituyó una de esas juntas, la cual repartió un manifiesto tan plagado de embustes, que ya no pude contenerme. Una noche me encerré en la imprenta, y a la mañana siguiente se repartió profusamente por la villa un manifiesto firmado por mí». No se hace esperar la contestación desde el púlpito y menos aún la progresiva radicalización del periodista. Poco después comienza a colaborar en periódicos de lucha como el semanario republicano La Justicia, de Grado, o La Aurora Social, de Oviedo. En 1914 se hizo con una vieja imprenta y comenzó a tirar el periódico El Distrito Cangués: «Yo era todo en él: lo componía, lo imprimía, lo administraba, lo distribuía, lo empaquetaba y hasta lo llevaba a correos. Y no digo que lo escribía porque, aparte de algo de colaboración, lo demás se componía sin cuartillas. No tenía tiempo que perder. Cuando más, unas concisas notas me servían de orientación para que, componedor en mano, saliesen de la caja el artículo o los artículos que deseaba, aunque pasasen del centenar de líneas». Predicó el mejoramiento social y polemizó bastante con el alcalde José María Díaz. Algunas veces hubo de defenderse pistola en mano contra intentos de asalto a la imprenta para apoderarse de la edición del periódico. Menudearon las denuncias en su contra y los procesamientos. Las multas llegaron a alcanzar la suma de cien mil pesetas y tuvo sus más y sus menos con el calabozo: «De todo lo que ocurría en el concejo resultaba yo el único responsable. Llegaba con mucho aparato el Juzgado a la imprenta y se desarrollaban diálogos lacónicos, sin apenas palabras, como este: «¿Edición? Agotada. ¿Moldes? En las cajas». Si pedían el original o las cuartillas, señalaba mi cabeza, y si se persistía en la demanda, presentaba un cuchillo al juez y, doblando el cuello, invitaba al corte para que se llevase el original». Por esas dificultades se fue con imprenta y periódico a El Puerto de Leitariegos, pero un auto de procesamiento sin tiempo para el depósito de fianza acabó con el periódico. Mucho de todo esto es lo que se deja ver en las crónicas que manda al semanario Asturias de La Habana desde al menos 1916. En una de estas crónicas, fechada por él el 18 de octubre de 1916 y publicada por la revista el 19 de noviembre del mismo año, con la excusa de dar noticia del traslado del juez Rafael Serra aprovecha para quejarse amargamente de su actuación: «Si como particular, el señor Serra gozaba de toda estimación, como administrador de la Justicia no podemos decir otro tanto, bien que nos pesa. Su parcialidad quedó bien de manifiesto recientemente, entregándose por completo al caciquismo que aquí padecemos. Al cronista le persiguió sañudamente, complaciendo en todo a los caciques, dictando contra mí tres injustos procesamientos e incoando sumarios. No cesando en sus persecuciones hasta no dar alevosa muerte al semanario que aquí publicaba titulado El Distrito Cangués, periódico independiente de toda política, consagrado exclusivamente a la defensa de los intereses de esta región. Al tener como juez que proceder contra el alcalde y otros caciques por hechos delictuosos más que suficientemente probados, se marcha de este pueblo». Metido en esa dinámica Borí irá dejando testimonio de su enfrentamiento con las autoridades locales a lo largo de su colaboración en la revista Asturias. En crónica fechada el primero de septiembre de 1917 —número 167— comunica a sus lectores que poco les puede informar de lo que pasa por Cangas, pues se ha visto obligado a salir de la villa, a desterrarse, firmando su crónica en «Villacualquiera», que, suponemos, todo lo más lejos estaría en Cornellana, donde tenía un tío cura al que visitaba con alguna frecuencia; en junio de 1918, número 213, nos refiere que «continúa dando que hablar y que hacer el atropello caciquil de que fui víctima en el mes de abril. En la sesión del Congreso del día 26 el diputado don Juan Uña se quejó al Ministro de Gracia y Justicia de la arbitrariedad conmigo cometida al tenérseme veinticuatro días en la cárcel sin elevar la detención a prisión, contestando Romanones con la promesa de informarse de lo ocurrido y exigir las consiguientes responsabilidades. En la discusión intervino también otro diputado, el señor Barcia, el cual, juzgando gravísimo el caso, anunció una interpelación. Desde hace días se hallan ya en la Cámara popular los informes sobre este escandaloso asunto; y, por de pronto, al juez de Occidente, de Gijón, se le instruye expediente. Ya veremos por fin si se consigue que no quede impune esta nueva hazaña del caciquismo».

LA VIDA PERDIDA

La vida de Borí, como estamos viendo, es una novela de aventuras. Su personalidad grandilocuente desborda cualquier marco, ¿qué decir, si no, de ese gesto de ofrecer la cabeza como copia original para que se la corte el juez? ¿Pero qué hay de su literatura? ¿Escribió Borí algo aparte de las crónicas políticas y sociales del concejo? Pocas son las páginas suyas que logran levantar el vuelo por encima de lo estrictamente local, de las anécdotas —algunas tragicómicas, como casi todas las que tienen que ver con accidentes con armas de fuego—, de los nacimientos, matrimonios y defunciones que transcribe. Lo logra con las referencias autobiográficas porque todo en él tiene algo de agitado gesto, de la expresividad exagerada de quien intenta que el mundo lo entienda porque no puede oír sus gritos; y lo logra también muy de cuando en cuando al dejar caer los copos lentos de la nieve aquí o al describir los efectos de la gripe de 1918 entre sus convecinos o una subida al santuario del Acebo más allá. Es suficiente para intuir que alguna vez quiso ser más que un cronista local, que intentó, quizá llevado por aquellas primeras lecturas de Víctor Hugo y Zola, hacer sus pinitos literarios. No hay muchas pruebas de ello, pero sí, al menos, una. Entre las cartas que recibe de Españolito hay unas cuartillas que Borí le había enviado y que este le devuelve. Fechadas en 1909 con el título de El héroe chusma, son una composición dramatizada en verso, muy breve, que consta de «Prólogo», «Acto único» y «Epílogo». Su literatura más creativa, como su prosa periodística, no se libra ni del acento social ni de la crítica a los estamentos —en este caso el ejército—, pues lo que aquí se cuenta es la historia de un soldado que muere inútilmente tras escuchar las soflamas hinchadas de su general. Esta composición es muy posible que fuera la manera que Borí tuvo de responder a los hechos desencadenados aquel año en Marruecos, en el Barranco del Lobo, y que terminarían con la Semana Trágica de Barcelona: «Cayó el soldado en la chumbera espesa, / el corazón partido por un balazo, / y allí quedó, para servir de presa / a las fieras, tendido en un ribazo. / Siguió avanzando la legión de bravos / al ronco son de la trompeta fiera: / del deber militar, ¡pobres esclavos!, / van a la muerte en pos de una bandera… / Y allá, en la tarde, al declinar el día, / óyese de las lobas la disputa, / al avanzar, veloces y a porfía, / en busca del cadáver del recluta…» ¿Es esta toda la obra literaria de Borí? Seguro que no, tuvo que escribir más, bastante más, pero es lo único encontrado de momento.

CONTRA AQUELLO

Tras el fracaso con El Distrito Cangués a Borí lo acogió El Noroeste, de Gijón, donde continuó sus campañas contra el caciquismo. Cuando la huelga revolucionaria de 1917 fue perseguido y tuvo que huir unos meses. Se le acusaba de haberse hecho dueño del cuartel de la Guardia Civil, de haber intervenido en la oficina de telégrafos y de haber impedido la concentración de tropas. «La verdad es que yo no me suponía tan héroe. Al regreso a la villa pasé a ocupar una celda en la cárcel, que ya me era bastante conocida». En la entrada de Escritores y artistas asturianos habla también Borí, como lo hizo desde El Noroeste y las páginas de la revista Asturias, de una de sus detenciones, la que, con bastante repercusión periodística, tuvo lugar en abril de 1918: «Pasan días y días y nadie sabe por qué estoy preso. El juez de aquí (Cangas del Narcea), todo un buen juez, don Rodrigo Valdés Peón, protesta airado contra el atropello, protesta a la que se unen muy pronto El Noroeste y los periódicos de izquierda de Madrid. El maestro Castrovido se indigna en El País; Nakens me envía una recomendación para el infierno; El Socialista protesta también… Como el asunto provoca escándalo, el Gobierno ordenó al juez de Gijón que me pusiese inmediatamente en libertad. Habían pasado veintiséis días, y al salir de la cárcel me encontré tan ignorante del motivo o pretexto de la prisión como al entrar en ella».

A la vez que colabora en El Noroeste lo hace también en revistas asturianas editadas en La Habana, además de la tan citada Asturias, donde compartirá espacio con Alfonso Camín, María Luisa Castellanos, José Díaz Fernández, Constantino Cabal, Juan Antonio Cabezas, Adolfo Posada o Leopoldo Alas Argüelles, por citar solo un puñado de los destacados, y en El Progreso de Asturias y Crónica de Asturias, hasta 1923, año en que se inicia la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Entonces el delegado gubernativo le prohibió escribir para los periódicos so pena de desterrarle, y Borí aprovechó la ocasión para desterrarse voluntariamente en viajes por España que invirtió en consolidar sus ideas políticas y sociales. Nuevamente en Cangas, después de dar algunas conferencias, en 1927 consiguió constituir la agrupación obrera Nueva Vida, afecta a la Unión General de Trabajadores de España, sociedad que la dictadura clausuró a los pocos meses por considerarla un foco revolucionario. En 1930 renace la agrupación y Díaz Morodo le consagra su esfuerzo, dando como resultado algunas mejoras salariales y sociales para los cangueses. Es de suponer que durante los años de la II República, en las intermitencias que le dejaba una salud algo maltrecha, tendría una presencia pública al menos tan importante como la que había tenido hasta el momento, si no más, lo que parece desprenderse de noticias como la que aparece en 1932 en el número 37 de la revista local La Maniega, donde se da cuenta de un viaje de Borí a Madrid. Pero como en tantos otros casos todo este trabajo idealista en espera de mejoras se volverá contra él cuando llegue la guerra civil.

CARTAS DE ESPAÑOLITO

El empeño de sacar adelante Escritores y artistas asturianos llevó a Constantino Suárez, un escritor con enorme capacidad de trabajo, a abandonar la literatura de creación para centrarse en la investigación de los ensayos biográficos que se proponía concluir. El volumen de correspondencia que esta actividad le obligó a recibir y expedir tuvo que ser difícil de sobrellevar. Víctor O. García Costa publicó en 1983 en el Boletín del Instituto de Estudios Asturianos la correspondencia entre Españolito y Manuel García Pulgar, Pulgarín, su contacto en Argentina. En ella, por carta del 2 de diciembre de 1933, se ve lo agotador de tan abultado epistolario: «Desde que he acometido la ímproba tarea de acudir a testimonios vivos para completar datos de asturianos contemporáneos no dispongo ni de un minuto, abrumado por la correspondencia epistolar que me veo obligado a sostener. ¡Y menos mal que siquiera la mitad de las cartas obtienen contestación! ¡Es algo abrumador!». Entre esta correspondencia que lo tenía desbordado está la que sostuvo con Borí desde marzo de 1934 hasta febrero de 1936. Son diecinueve cartas mecanografiadas a las que asoman, entre los temas cruciales para el devenir del país, desde la revolución de octubre de 1934 a la victoria electoral del Frente Popular de 1936, además, claro está, del asunto central que los ocupaba: completar de la mejor manera posible lo que al principio Españolito denominaba como «Galería de escritores y artistas asturianos» y que —se ve a medida que corren las fechas de las cartas— va modificando en función de lo que tiene.

El primer nombre que asoma a esta correspondencia es el de José Fernández Rodríguez, director de la Escuela graduada de Pravia en 1934. Es José quien le da a Españolito el nombre de Borí como adecuado informador sobre escritores y artistas de Cangas del Narcea. ¿Y quién es José Fernández Rodríguez? Descubrirlo es como una premonición. Ni Españolito ni Borí imaginaban aquel 14 de marzo de 1934 en que está fechada la primera carta cómo iban a cambiar sus vidas en poco más de dos años, pero quizá menos que ellos lo imaginaba ese tercero que los puso en contacto: José Fernández Rodríguez. No se puede tener nombre más del pueblo, más, en el buen sentido, vulgar. Ni se puede tener trayectoria más trágica. La historia la cuenta su hija Áurea Matilde Fernández en un libro bello y emotivo: José y Consuelo: Amor, guerra y exilio en mi memoria. Es la historia de amor que vivieron sus padres y la fatigosa lucha por la supervivencia a la que se vio abocada toda la familia tras el estallido de la guerra civil. José nació en Besullo el 29 de junio de 1896. Siete años mayor que su vecino Alejandro Rodríguez conoció al Casona niño y durante mucho tiempo también al dramaturgo, el hombre de éxito que dirigía el Teatro del Pueblo de las Misiones Pedagógicas. En Besullo se encontraban durante los veranos, a los montes de los alrededores iban de caza, por allí daban paseos peripatéticos y discutían sobre política y cultura. Seguramente compartieron más de uno de aquellos paseos estivales de los años treinta con el matrimonio de los también maestros Balbina Gayo y Ceferino Farfante. Poco podían sospechar todos estos personajes en aquellos días de vino y rosas que no mucho después el destino les tenía preparada una emboscada a cada uno. Una emboscada que incluyó el exilio para Alejandro Casona —el más afortunado— y la muerte para todos los demás. ¿Su delito? Haber puesto su inteligencia y su ahínco en dejarles a sus hijos un país más educado, más culto, más sano… menos clerical y reaccionario.

José Fernández era hijo de Benigno, carpintero, y Secundina. Conoció desde niño los secretos del oficio de su padre y se fue pronto a trabajar a Oviedo. Allí estudió Magisterio y se enamoró de Consuelo Muñiz, sobrina del director de la Escuela Normal de la que ambos eran alumnos. Consuelo tenía a su padre en Cuba y dependía de su tío, que desde el principio vio con malos ojos la relación con José porque tenía la sobrina reservada para su pupilo favorito, un tal Manuel Álvarez, quien andando el tiempo y llegada la guerra denunciaría a José. En 1924 José y Consuelo se casaron con el consentimiento —por carta— del padre de la muchacha y la oposición de su tío Benigno Muñiz. La pareja consiguió plaza en la aldea praviana de Villavaler y ese mismo año de 1934 en que pone en contacto a Españolito y Borí, después de dirigir algún tiempo el colegio de Pravia, José aprobaría las oposiciones a inspector de enseñanza. Tras las elecciones de febrero de 1936 José fue nombrado inspector jefe de enseñanza en sustitución de su enquistado enemigo Manuel Álvarez. Para entonces José ya militaba en Izquierda Republicana. La familia se trasladó a vivir a Oviedo, donde los pilló la insurrección de Aranda el 19 de julio de 1936. Ese día José sale con su mujer a informarse de cómo van las cosas y, asustado por la situación, manda a su esposa de vuelta a casa. Ni su mujer ni sus hijos volverán a verlo. Se queda durante los días siguientes en casa de un amigo sacerdote de Besullo y el 5 de agosto lo detienen. El 12 de diciembre, cuando su cuñada Elena se presenta a llevarle una cesta de comida le comunican que lo han traslado a una cárcel de la retaguardia. Lo cierto es que a José, como a tantos otros maestros, lo habían fusilado. En realidad no solo lo fusilaron, también tiraron su cuerpo al mar en la playa de la Concha de Artedo, cerca de Cudillero. La familia, con Consuelo a la cabeza, consigue salir de Oviedo en julio de 1937. Vía Portugal llegan a Cuba, donde son recogidos por el abuelo y comienzan una nueva etapa sin tener la constatación de la muerte del padre —las autoridades franquistas de Oviedo les habían certificado que estaba «desaparecido» para que pudieran hacerse los pasaportes y abandonar el país, pero no tuvieron constancia de la muerte hasta 47 años después, cuando su hija Áurea regresa a Asturias.

Intencionadamente, pero nos hemos desviado un poco del tema, así que volvamos a la correspondencia entre Españolito y Borí. Preguntándose por escritores y artistas cangueses llegan a esta correspondencia, claro está, pues la tierra obliga, muchos Uría y muchos Flórez, y también los nombres de Mario Gómez, Luis Álvarez Catalá y, como un faro titilante y solitario en un oscuro mar del norte, el del más talentoso de todos: Alejandro Casona. El 22 de abril de 1934 escribe Españolito: «Alejandro Rodríguez, en las letras Alejandro Casona, no solo es uno de mis más íntimos amigos, sino compañero, además, en el Patronato de Misiones Pedagógicas, donde yo presto servicios en la Secretaría. Es uno de los valores nuevos más positivos, no digo de Asturias, de España». El 4 de mayo del mismo año, Casona volverá a aparecer en una carta: «Casona, con quien he hablado de usted, me manda expresarle a su vez, sus afectuosos recuerdos». Y lo hará por última vez en una carta de mediados de 1935 que no se conserva completa, en la que Españolito le contesta a Borí acerca de una obra de Casona, seguramente Otra vez el diablo, puesta en escena por Margarita Xirgu en abril de ese año: «He visto hace un momento a Casona y le he comunicado sus noticias y recuerdos. Le agradece la felicitación. No ha publicado todavía la comedia, y tomará nota para cuando la publique enviarle un ejemplar. Es una obra preciosa, como de su gran ingenio».

Poco a poco, a medida que pasan los días y se cruzan las cartas, van saliendo los pormenores del trabajo, se dejan ver algunos principios profesionales que, como todos los principios, no siempre se cumplen y se va creando, en fin, una especie de camaradería de la que no sale nada bien parado Niceto Alcalá-Zamora, por entonces presidente de la II República, y en la que se puede ir palpando el crescendo de la agitación social y el enfrentamiento político del país. Hay referencias a la desafortunada Revolución del 34 y termina el epistolario el 26 de febrero de 1936, ganadas ya las elecciones por el Frente Popular. «Yo tengo también fe en un triunfo casi arrollador de izquierda, si saben desarrollar la propaganda de captación del mayor contingente de la burguesía. Las masas de izquierda están total y absolutamente captadas; se necesita atraer los más votos posibles del otro bando, porque en él hay muchos millones para sostener el pabellón, aunque esté tan descolorido y sucio como lo han dejado desde el Poder» (16 de enero de 1936); «Mi buen amigo: Bien quisiera que su silencio no estuviera fundado en motivos de salud, ya que de humor no le supongo mal, dado el triunfo de los nuestros en la última contienda electoral. Estamos ya en la tercera República. Confiemos en que los hombres que la van a gobernar sabrán hacer las cosas definitivamente bien» (26 de febrero de 1936).

TRISTES GUERRAS

Las cosas se hicieron definitivamente mal y acabaron de la peor manera que podían acabar. La guerra vino a amargar esa victoria electoral de la que Españolito habla en la última carta y que tanto él como Borí consideraban propia. Después del 18 de julio de 1936 las cosas cambiarían mucho tanto para uno como para el otro. Para empezar, ninguno de los dos viviría demasiado tiempo. Españolito, que fue el primero en morir, lo hizo en Madrid, en un Madrid que el 4 de marzo de 1941, cuando él se despidió del mundo, rondaba el millón de cadáveres —según las últimas estadísticas—; un Madrid en el que escaseaba todo y en el que él se ahogaría especialmente por la falta de libertad y de tabaco; un Madrid que nada tenía que ver con aquel en el que había vivido y trabajado intensamente antes de la guerra, por el que había paseado y recorrido los teatros asistiendo a los exitosos estrenos de su amigo Alejandro Casona. Dejó los tomos de Escritores y artistas asturianos mecanografiados, pero de los siete solamente pudo ver publicados los tres primeros.

Dos fotos aparecen ilustrando la reseña autobiográfica de Gumersindo Díaz Morodo en Escritores y artistas asturianos: su retrato y su panteón en el cementerio civil de Cangas del Narcea, que mandó construir con la sola inscripción de «Borí». ¿Qué querrá decir Borí? ¿Qué significará? ¿Será como el Rosebud de Ciudadano Kane? ¿Tendrá algo que ver con beorí, que es una especie de jabalí de tierras sudamericanas? No es inverosímil. Por un lado, Gumersindo Díaz Morodo fue emigrante; por otro, la contundencia condenatoria de su prosa más política siempre llevó impreso ese olor algo montaraz de quien enviste con furia al enemigo cuando intenta acorralarle, quitarle libertad de movimientos. Gumersindo Díaz Morodo, Borí, fue un escritor valiente y peculiar. No era un estilista. No estará nunca en los manuales de historia de la literatura ni del periodismo porque era un escritor del montón, incluso de la parte de abajo del montón. No le haríamos ningún favor intentando engrandecerlo porque él tiene un mérito que no muchos de los escritores de, digamos, la parte alta del montón alcanzan: tiene una vida digna de contarse. No pudo disfrutar del panteón que se había construido —hoy desaparecido— porque cuando estalla la guerra civil, como tantos otros cuyo único delito había sido herir superficialmente con la pluma, se ve en la necesidad de dejar Cangas junto a un hermano y algunos amigos al entender por dónde vienen los tiros. La guerra los llevará a Francia, donde van a parar a un campo de concentración próximo a Carcassone, en el departamento de Aude, del que no saldrán hasta 1940 y esto gracias a que Caridad Rodríguez-Castellano les ayuda económicamente enviándoles 1600 francos. Se dedican después a hacer trabajos de cordelería en Salsigne, pero su situación no deja de ser precaria. Para Borí, el hombre que escupía fuego con la pluma, Francia fue una dura tierra de acogida demasiado lejos de su Cangas. Francia fue solo una alternativa a la muerte y, finalmente, la muerte misma, porque allí cerrará los ojos para siempre después de la II Guerra Mundial, entre los años 1946 y 1947, cuando contaba sesenta años de edad. Todavía estará allí, como tantos, pasando frío, esperando que alguien lo traiga de vuelta a casa. ■ ■


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