Autor: 7 noviembre 2008

Antonio Moreno

Para la escritora Jan Morris una imagen de la felicidad sería marchar en automóvil por alguna carretera solitaria de Castilla; conducirlo acompañada por no recuerdo qué música, alguna pieza jazzística tal vez, o puede que algún concierto de Mozart, aunque no importa mucho ser precisos en este punto, porque el contenido de esa representación de la dicha tampoco cambiaría demasiado.

La vida de Jan Morris —nacida en 1926, hoy aún vive— resulta bastante singular. Fue, entre otras cosas, oficial británico del 9.º Regimiento de Lanceros de la Reina —cargo que hoy nos evoca los tiempos de un Kipling, más que los de la propia Morris—, corresponsal del Times, y también formó parte de la expedición que por vez primera coronó el Everest, en 1953. En 1972, a los cuarenta y seis años de edad, cambió de sexo en Marruecos, donde fue intervenida. Entonces debió divorciarse de la mujer con la que tuvo cinco hijos y con quien, según informaron los periódicos, ha vuelto a casarse este mismo año, el 2008, puesto que en realidad nunca había dejado de convivir junto a su familia. El deseo de las dos ancianas es que cuando mueran las entierren cerca de su casa, bajo un epitafio que rece: «Aquí hay dos amigas, al final de una vida juntas». Tras su metamorfosis, Morris continuó viajando y escribiendo excelentes libros de viajes y de historia. De todo esto habla la escritora en Conundrum (1974), el absorbente libro autobiográfico —en 1976 se tradujo al español con el título de El enigma— en donde refiere su trayectoria vital hasta aquel momento.

Es sin duda una vida novelesca. Sin embargo, de El enigma sobre todo recuerdo —mi memoria es mala— un episodio trágico que no viene al caso y aquel sencillo emblema del bienestar perfecto: un coche avanzando bajo el sol por alguna carretera solitaria de Castilla.

Hay algo hipnótico en el hecho de recorrer en plena canícula uno de esos caminos del interior de la Península. Es temprano y el aire todavía conserva el frescor nocturno de la altiplanicie, o bien ya se acerca el mediodía solar y los campos agostados deslumbran con sus mieses pajizas. Todo es amarillo y azul durante muchos kilómetros, a veces sin una nube, sin un solo árbol. Otras veces la carretera nada más discurre junto a cualquiera de esas hiladas de postes de madera con unos cables, o pasa al lado de un riachuelo a cuya orilla crecen unos cuantos álamos. El aire es seco, al fondo el asfalto tiembla reflejando unos alcores, sin que aparezca ninguna población a lo largo de vastos trechos; y, cuando se encuentra, a menudo el poblado se limita a una humilde recua de casas escuálidas y ruinosas de adobe al pie de una gran espadaña o del campanario que puede divisarse desde lejos. Muchos de esos lugares parecen eso, un campanario. Un campanario en mitad de la meseta. El aire carece de humedad y actúa como una especie de lente para que miremos mejor. Y ya son varias las menciones que he hecho del aire porque en esas extensiones lo que predomina es eso, el aire. Pese a su solidez, Castilla es volátil de tan etérea.

Suena una música elegida y el coche continúa su marcha, sin un rumbo demasiado firme. De vez en cuando aparece un halcón sobrevolando los terrenos, y brillan los montones de heno, como si nadie los hubiese colocado ahí, a no ser la luz que los hizo crecer. Hay minutos en los que uno piensa que el paisaje, de tan indemne, de tan puro, parece surgido de un fondo a medio hacer de Zuloaga, o de alguna página inacabada de Azorín o de Unamuno. Pero esta asociación no deja de ser un espejismo más, como el del asfalto convertido en azogues líquidos en el horizonte de la carretera. Así es como muy gradualmente, poco a poco, nuestro corazón, o nuestra mente, o nuestro pecho —pero qué más da— se expanden, crecen y entonan de nuevo el grito aquel de «Ancha es Castilla» que solía pronunciarse en la Reconquista porque Castilla estaba entonces tan despoblada como lo está ahora.

Esta felicidad del viaje por las carreteras desiertas me ha hecho recordar a Jan Morris y su escueta representación de la dicha. Supongo que en aquellos momentos de plenitud ella no tendría muy presente ni el género de su persona, ni su propia persona, ni nada de cuanto se considera «personal». Durante aquellos viajes suyos por Castilla, seguramente ella no sería otra cosa que una mirada. Algo, por otra parte, bastante parecido al aire.

Se dio la coincidencia de que pocos días antes de partir hablé por teléfono con Andrés Trapiello. «Iremos a León», le dije, «tras visitar antes zonas de Soria y de Burgos». Le comenté cuánto nos gustan todas aquellas tierras. A él, por lo que lleva escrito en sus diarios, la ciudad de León le suscita un sentimiento complejo, entremezclado de afección y antipatía, probablemente porque en esa impresión convergen recuerdos suyos muy antiguos de la infancia con juicios posteriores acerca de esa capital y sus moradores. Pese al efecto disolvente del desarrollo urbanístico en casi todas las ciudades, León aún sigue siendo un lugar provinciano donde han sobrevivido algunos viejos comercios con nombres peregrinos, como «La conformidad» para una tienda de muebles, o «El besugo», uno de los mesones más veteranos del Barrio Húmedo, cerca de la Plaza Mayor, en donde había mercado cuando llegamos a sus soportales. Las líneas de toldos dentro de ese añejo perímetro, el trajín, bajo el cielo deslumbrante, de vendedores y compradores, el olor alternado de agrios, de hortalizas y frutas, de flores y salazones, de sudor y colonia, toda esa concentración de realidad, en fin, la vivo como el principio fundador de una sociedad y de una cultura, por delante de escuelas o de libros. Y el hecho de que, frente a las grandes superficies comerciales y los centros de consumo, estos puestos y sus clientes pervivan con tanta vitalidad le hace concebir ilusiones a uno. ¿Tiene algún valor destacar que el segundo miércoles de agosto anduvimos por esas calles y por esta Plaza Mayor y, más abajo, por la de los romeros jacobeos, la de Santa María del Camino? Nunca habíamos respirado allí esta mixtura de olores con que la vida gusta declararse; nunca, seguramente, estaremos de nuevo allí otro miércoles, pero en cierto modo ya estuvimos anteriormente, y también estaremos más adelante.

«Cuando lleguéis a León, llámame y te diré algunos pueblos por los que vale la pena pasar; el paisaje de esa comarca es precioso», comentó Trapiello. Se refería al conjunto de los que suceden al suyo, Manzaneda, yendo curso arriba del Torío, el río cuyo nombre se agrega al de casi todas aquellas poblaciones, incluyendo el valle donde se hallan dispersas. Los topónimos son deudores del paisaje, y en este caso se deben a la corriente que los fecunda. Marchamos por la nacional 621 y, tras Robledo del Torío, cruzado el puente, tomamos un camino vecinal muy estrecho, como sumido en el terreno, que deja las aguas del río a la izquierda. Desde ese punto, junto a Canaleja del Torío, hasta Manzaneda la carreterita puede hacer unos diez o doce kilómetros a través de una vega verde festoneada por álamos y grandes chopos. La tierra, que parece guardar aún una señal del rigor del invierno, es oscura y vigorosa, pero también sencilla, entrañable, con ese reposo quieto y apartado que las lagartijas y los gatos adquieren cuando aprovechan las horas de sol. Ya estaría contento, me dije, si concluyese aquí el viaje y durante estos catorce días me dedicara únicamente a andar por los alrededores de este camino, a leer unas cuantas páginas, hablando poco y mirando mucho, paseando cada noche. Una carretera escondida, con el asfalto cuarteado por las heladas, moteada por las bostas del ganado y los terrones que dejan los tractores, incluye en sí un abreviado universo: no solamente conduce a unos nombres con letra pequeña —si es que se acuerdan de ellos— en los mapas, Villaverde, Palacio, Abadengo, sino a la intimidad de quienes la recorren día a día. Porque la misma carretera es muchas cosas juntas, el paseo de las tardes, el recorrido hacia el trabajo, el sueño, junto al río, de alguna esperanza o de una huida; el trayecto, en fin, hacia el corral de los muertos.

Nos acercamos a Manzaneda poco después del mediodía. No había nadie en todo el pueblo, salvo una cuadrilla de tres hombres que reformaban una casa cerca de la iglesia. Hablaban de sus cosas mientras fumaban y se cambiaban de ropa en el atrio. Hacía fresco, el aire propio de la altura. Al rato pasaron un par de perros y una mujer con una bata y sin ganas de abrir la boca para saludar. Manzaneda es en realidad un par de calles en forma de letra te: la que desde la carretera sube hacia la iglesia y, en medio de aquélla, la otra, recta, que termina en una senda orientada a un cerro de laderas poco pronunciadas con algunos pinos. Desde siempre debió de ser una aldea pobre; ahora sigue siéndolo, pero con ese tono un poco estrafalario que resulta de alternar las gastadas paredes de adobe con la albañilería manufacturada de estos tiempos. Y con todo es un lugar tranquilo, envuelto en su halo de silenciosa quietud. En algo recuerda a los útiles de un meteorólogo, a un pluviómetro, a un barómetro, o a uno de esos anemómetros con sus semiesferas en rotación constante midiendo la velocidad de los vientos, puesto que en sitios así nada más cuentan las horas de luz y el paso de las estaciones, que son el apartado recinto de la conciencia.

Desde donde acaba el pueblo, regresamos nuevamente a la iglesia, junto a la que hay un banco de madera que mira hacia la vega. Se estaba a gusto allí. El aire fresco de los montes, invadido por la claridad, era apacible. Los obreros se habían marchado ya. Ahora el único habitante que había a la vista era un viejo con una azada que labraba abajo, inclinado, su porción de tierra. Iba tocado con boina y vestía una ropa de colores parecidos a los del cercado donde laboraba, jersey de pico de un verde mate y pantalón marrón oscuro, igual que visten algunos curas. Detrás de él quedaba un camino angosto asfaltado, el seto de piedras y la puerta abierta al huerto; y a su izquierda, un rectángulo de berzas grandes plantadas al pie de un tilo. Al desocupado le agrada mirar cómo trabajan los otros. Hay algo relajante en ello, tal vez porque se sabe que quienes trabajan no tienen nada peor que hacer. Dentro de su sereno minifundio, aquel hombre, en cambio, no parecía tener muchas cosas mejores que hacer, porque tampoco parecía que estuviese trabajando. Más bien daba la sensación de estar concentrado en una ocupación que tal vez en otro tiempo sí fuera para él un trabajo, pero ahora ya no; ahora era una parte de sí mismo, como la cerca de piedras y la puerta, o como los repollos y la azada. Y en esa labor había no sé bien qué de callado y serio, ni jovial ni triste, solo transparente, necesario. Por eso muchos entre estos seres no viajan a ninguna parte. También por eso nos impresionan.

Lo más seguro es que aquel hombre ignore quién fue Virgilio, pero conoce mucho mejor que yo las Geórgicas. Está el hacer; está el decir. Entre ambos, quienes oscilan y ven en una u otra cosa el ser. Meditaba en estas vaguedades cuando íbamos en el coche camino de Vegacervera, algo mayor que Manzaneda, e igualmente situado a la orilla del Torío, donde las aguas del río se remansan. Vegacervera tiene un paseo junto a la ribera, tiene un albergue estival para niños, y tiene además un sendero paralelo al Torío que cruza algún prado con heno y atraviesa alamedas y sotos hasta llegar a unas altísimas hoces de calizas horadadas por la corriente.

Comimos en el hostal del pueblo. Tras la sobremesa, subíamos a nuestra habitación cuando nos detuvimos ante la ventana de un rellano de la escalera. Quien sube, viene de comer mientras oía distraído las noticias del televisor y lo que sucede en el mundo; quien arrastra el sopor del vino y la comida, ahora de repente sí que es sorprendido por una escena más que simple. Enfrente quedan el río y la luz poderosa del comienzo de la tarde. Hay un grupo de niños absortos en el agua de la orilla. Llevan un bote o el trozo cortado de una botella de plástico en una mano, y vigilan la claridad de las aguas someras en busca de algún ser vivo, tal vez pececillos o unas larvas, mientras todo se refleja en la superficie —el verdor de las hierbas, los rojos, el carmín tostado y los azules de sus camisetas, bañadores y cuerpos— y el sol parece bendecirlos sin que en ese momento ellos puedan saber todavía nada porque aún es pronto para saber. Lo mismo que la actividad del viejo labrador de Manzaneda no era fácil considerarla un trabajo, la de ellos no podría definirse con exactitud como un juego o una diversión. A lo sumo, se diría que es solo eso, una actividad enfrascada en su propio hacer bajo el sol del día, y así es como los recuerdo.

Supongo que eran dos de ellos quienes por la tarde se liaron a gritos en una discusión insólita acerca de la identidad de Eros y Cupido. Uno chillaba que eran sujetos diferentes; el otro replicaba que era el mismo ser con distintos nombres. Sonaban sus voces entre la arboleda, y mientras, pensaba yo que los dos tenían razón en lo que afirmaban, puesto que está claro que esos dos nombres ni suenan igual ni nos lanzan las mismas saetas. Eros nunca habría podido travesear en un poema rococó.

Una excursión por la zona, unas páginas leídas —¿cuáles fueron?—, un paseo con llovizna hasta las hoces, la paulatina caída de la luz: eso se llevó el resto de la tarde, haciéndonos entender que un día es más largo de lo que creemos.

Por la noche, después de cenar, salí a pasear un rato. La luna, que estaba llena, brillaba de distintos modos sobre el río, unas veces entera y nítida en los remansos y en las pozas; otras, esparcida en multitud de formas cuando las aguas se precipitaban por las piedras. Fumé un cigarrillo y regresé para dormir. ■ ■


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