Autor: 6 noviembre 2008

Antonio Colinas

Ascendiendo en la tarde por una empinada escalera de piedra alguien me dice que ha sido recientemente excavada y que la han datado en el siglo i. Viene orillando entre ruinas el valle del Cedrón desde el Monte de los Olivos. Dicen que con toda seguridad fue la que Él subió aquella noche de su detención hasta estas alturas donde se hallaba la casa de Caifás.

Como en tantos otros lugares sagrados o históricos de esta tierra aquí lo verdaderamente auténtico es el subsuelo: aljibes, canales, grutas y cavernas. Ahora, otra gruta, los restos de una posible prisión y en la pared de roca una mancha como de sangre con figura humana.

Esta geología subterránea de la ciudad, las grutas y cavernas que lo mismo pudieron albergar el nacimiento de un dios que ser el recinto de una prisión. Y los canales aún secretos, algunos de ellos inundados por el agua, como el que nace de la fuente Gihon, mucho más antigua aún que las más antiguas piedras de la ciudad. Secretos refugios de tesoros escondidos para siempre y de las sangres derrotadas que huían. Los canales profundos por donde también pudieron huir los últimos resistentes del año 70, según nos cuenta Flavio Josefo en ese libro perturbador que es La guerra de los judíos y que ahora releo, tantos años después, en la edición de José Janés.

¿Estaría pensando Zacarías en el manantial de Gihon cuando deseó un manantial para esta ciudad? No, sin duda escribía en sentido figurado. El suyo era un manantial futuro, cargado de simbolismo.

En el mediodía ardoroso nada me dice el aire de aquel gallo que cantó tres veces en la madrugada. Y, sin embargo, con seguridad, el lugar fue este.

No sé qué sucedió al atardecer. Había quedado solo y me vi de repente caminando al borde del valle de la Gehenna. No sabía hacia dónde me dirigía. Caminaba sonámbulo. Luego, ya de noche, me encontré sentado en el suelo, frente a la puerta de Jafa, como quien despierta de un sueño. Y no me quería mover de allí, aunque la noche avanzaba, aunque los viandantes eran cada vez más escasos, aunque me habían dicho que no vagara en la noche avanzada por la ciudad.

No sé qué pasó durante ese tiempo en el que yo caminaba a orillas del valle de la Gehenna. Recuerdo sólo algunas sensaciones junto al que fue valle infernal y escombrera de animales muertos, derrumbadero de los antiguos Baales. Y más allá, Hacéldama, el campo del ahorcado. Y a izquierda y derecha los montes del Escándalo y del Mal Consejo, de resonancias igualmente fatídicas.

Busco el lugar en donde, según los planos, pudo estar la Torre Antonia. Las mejores y más turbulentas páginas sobre ella las escribió Flavio Josefo. Hoy hay una escuela, una madrasa palestina, sobre lo que fue antiguo fortín militar. En los alrededores, solo un leve rastro de los días de entonces, unos pocos signos sobre las losas del suelo: aquella especie de damero en el que jugaban los soldados mientras al lado ardían las hogueras y estaba la columna del cautivo.

Jerusalén: ciudad de segunda categoría en los primeros tiempos bíblicos. Solo David, en la segunda etapa de su reinado, la tomará y hará de ella una capital. Ciudad de la paz, a pesar de tantas y de tantas guerras contra sus muros. Pero, sobre todo, ciudad sagrada por excelencia para las tres religiones monoteístas. Porque, según ellas, aquí tiene su asiento Dios, mora Dios. Y lo hace sobre aquella roca primigenia, hoy bajo la cúpula azul de una mezquita, que aún guarda el monte Moira.

¿Cómo explicar entonces las seculares guerras y destrucciones? La eterna dualidad, la cruel dualidad parece temblar siempre en estas lomas, aunque sobre ellas también tiemble siempre una extraña unidad, esa que brota inexplicablemente de lo sagrado, de los instantes en los que germina la armonía. Pero ¿qué armonía? ¿La de las plegarias, la de la brisa en los olivos, la de la luz que arde y arde, y quema los ojos?

Jerusalén también como novia o esposa, descrita con suma poesía por Ezequiel: «Se formaron tus senos, tu cabellera creció; pero estabas completamente desnuda. Entonces pasé yo junto a ti y te vi. Era tu tiempo el tiempo de los amores. Extendí sobre ti el borde de mi manto y abrí tu desnudez». Son palabras dignas del Cantar de los Cantares, de no ser porque esta Jerusalén núbil es también expresión de extrema dualidad unas líneas más adelante: «Te aprovechaste de tu fama… Luego, te lapidaron».

¿Cuál es la causa del magnetismo que desprende esta ciudad, más allá de las ideas, de las religiones o del carácter sagrado de la misma? ¿Quizá su abigarramiento orográfico, sus contrastes, el ser tierra de transición entre las torrenteras de los desiertos y los oasis? ¿Estará la clave en ese pasar bruscamente de sus 700 metros de altitud a los menos 400 metros de las orillas del Mar Muerto? He pensado estos días en que, más allá de estos contrastes que la hacen única, el secreto está en su luz. Me refiero a esa luz que a lo largo de siglos ha conducido a verdades sublimes y a locuras, a la plegaria y al asesinato. Una luz que transita hacia otra luz inalcanzable que ya es todas las luces. Si, quizá la clave de las claves esté en esta luz blanca y fogosa que exalta o enloquece por igual a los humanos.

Ciudad de pequeñas colinas (Sión, Moira, Ofel, o la más alta, Et-Tur, el barrio sobre la ladera de los olivos y el mar de tumbas). Escarpaduras. Profundos torrentes (Cedrón, Gehenna, Tyropeion). Dualidad de lo alto y lo profundo. Laderas con ruinas roídas por la guerra, sobre todo en Ofel, donde estaba la primitiva ciudad, la de los jesubeos, y hoy no hay nada. Bueno, sí, aún el agua mana de la fuente. Y cerca de ella un árbol que sabe de calores y de fríos: el olivo. Símbolo de tantas cosas, a cuya sombra duermen en paz las tumbas de tres religiones.

Las lecciones de las ruinas. Sobre todo las más antiguas, las que reconocemos como de la Ciudad de David, en esa ladera que desciende en forma de pera o de lágrima. Por ella vagamos sin rumbo fijo, descendiendo siempre. Gritos y risas de niños le dan vida en el ardor del mediodía. Luego, frescura junto al estanque de Siloé y su bóveda de piedra. En sus alrededores se están haciendo hoy excavaciones. Y me parece que, en medio de tanta ruina, esa fuente que aún mana simboliza el espíritu que todavía fluye, muy débil, muy débil… Y me parece también que hay palabras que perduran con el agua: «Ve y lávate en el estanque de Siloé». Hoy la fuente acaso solo sea una lágrima entre niños que aún ríen para olvidar.

Sí, todo comenzó en estas ruinas: Ofla, Oflas, Ophel, Ofel… Restos de cuevas siempre, como esa bajo el monte Sión donde dicen que pudo estar —sin fundamento, me dice mi informada guía judía— la tumba de David. Hoy es una sinagoga. Confluencia, en cualquier caso, excepcional de lo sagrado, pues arriba está el Cenáculo, seguramente uno de los lugares primitivos más ciertos. En aquella sala que había en «la parte de arriba» alguien llamó medrosamente a su puerta, sopló y llameó el espíritu.

Las murallas tantas veces alzadas y derribadas de Jerusalén: un límite siempre constante y especial, porque delimitaban lo sagrado. ¿O porque defendían de las agresiones? A su amparo sucedieron infinidad de hechos extraordinarios. Esta obsesión por las murallas ya la mostró el salmista: «Dad vueltas a Sión y contad sus torres, / admirad sus murallas, fijaos en su palacio».

Paso bajo la puerta de Sión. Acribillada por los proyectiles de una de tantas guerras, de la última guerra contra los jordanos. Cae la noche y las sombras y el silencio traen la paz a nuestra memoria y a estas piedras. Se imponen no las crónicas de la sangre, sino la paz que reclamó desesperadamente el salmista: «Que reine la paz dentro de estos muros». Y a media que avanza la noche nuevas palabras, ahora las del salmo 122, tienen más honda significación: «La paz sea contigo».

Creen los turistas que estas murallas de hoy son las antiguas murallas de la ciudad, cuando son las que tardíamente levantó Solimán el Magnífico. Fue en el tiempo en que se tapió la Puerta de Oro. Solo se volverá a abrir esta puerta el día del Juicio Final, cuando en el cercano valle de Josafat se abran las tumbas y los muertos salgan de ellas.

En este instante de soledad junto a las murallas no tengo por menos que recordar un pasaje de la Vita Nuova de Dante, aquel en el que el poeta identifica a su ciudad (Florencia), con la de Jeremías (Jerusalén). Dante recuerda las Lamentaciones de Jeremías para lamentar el vacío de su ciudad que, a su vez, le evoca la ausencia de su amada: «¡Ay, cómo está postrada en soledad / la ciudad tan populosa…!»

Esta presencia fértil de las viejas piedras es especialmente simbólica en el Apocalipsis. Allí se habla ya de la Jerusalén Celestial, la que posee una muralla resplandeciente y, en ella, doce puertas en las que velan doce ángeles. También se habla de doce piedras que cimentan los muros. Es como si se hubiera cerrado el círculo de la ciudad del pasado y del presente y del futuro. La ciudad definitivamente abierta a una verdad que, a su vez, sella la piedra. Atrás quedaba aquella otra Jerusalén descrita por Tobías, toda ella deslumbrante de oro, zafiros y esmeraldas. Se necesitaba la llaneza de la piedra apocalíptica para que el símbolo de la ciudad recuperara su luz natural, perenne. ¿Utópica?

Entre las simbólicas puertas del Apocalipsis y las realísimas que vemos de Solimán, otras puertas que la ciudad tiene y tuvo: la Dorada, la Nueva, la de Damasco, la de Herodes, la de San Esteban, la de los Leones (también llamada de las Ovejas), la de los Mogrobinos (la más cercana a las escalinatas que llevaban al templo), o las ya mentadas de Sión y de Jafa. Junto a esta última, las ruinas del Palacio de Herodes, ya sin sus tres míticas torres.

Intenté entrar un día, a través de aquella puerta inesperada que me encontré al fondo de una de las galerías, repletas de gentes y de mercaderías, del zoco. Inesperadamente brotaba de aquella puerta la luz blanca y fogosa que siempre me ha perseguido en estas tierras durante mis dos viajes, pero ahora se derramaba en lo sombrío de la galería como un caudal incontenible. Llegué hasta ella, pero no pude pasar. Jóvenes palestinos sin uniforme, armados, la custodiaban. Allí, detrás de aquel umbral estaba la explanada del Templo, hoy de las Mezquitas, y una de ellas resplandecía ante mis ojos con su enorme cúpula azul.

No sabía entonces que había un día y una hora determinadas para poder pasar libremente a la explanada. Ahora accedí a ella desde el barrio judío, por lo que había sido el Arco de Robinson y sobre el que hoy sobrevuela una pasarela de madera. En el principio fue una piedra sobre este monte, el Moira. Esa piedra era una roca. Se trataba sin más de una especie de «centro del mundo», por utilizar la terminología de Eliade; se trataba de esa roca sobre la que —en un momento de radicalidad extrema y copiando aún los primitivos sacrificios humanos de los paganos—, Abrahan se dispuso a sacrificar a su hijo. Expresión máxima de fidelidad a la Divinidad tantas veces expresada de manera extremada en esta ciudad. Ese centro acabó siendo primero lugar de Dios y luego casa de Dios. De ahí el nacimiento, sobre esa roca inicial, del Templo que alzaría David, pero que sobre todo Salomón y Herodes el Grande embellecieron de manera extraordinaria. Luego, los hombres perdieron su armonía y el Dios abandonó el Templo, y vinieron las ruinas, y otros dioses y profetas. El mismo Mahoma abandono volando, desde este monte, la ciudad. Pero siempre la roca perdura: señala el lugar de lo inmutable. Antes, alguien pronunció unas palabras que nunca parecen hacerse realidad de una manera perenne: «Si también tú reconocieras hoy lo que te conduce a la paz». Y lloró. Pero le respondieron con la muerte.

Sensación de hallarse en otra realidad, y no por la presencia de las mezquitas. Lo que impone es el espacio vacío, la explanada. Es como si sintiéramos arder una hoguera sin llamas, o un volcán de luz que no acaba de estallar. Los monumentos o esa fresca umbría del umbral de la puerta Dorada nos remiten a la Historia; pero lo que importa es lo que no se ha escrito ni vivido, lo que no posee fecha, lo que duerme bajo la arenisca blanca y los cipreses. Acaso esas piedras del templo de Salomón que no se han sacado aún a la luz. O en esa gran piedra, la roca, que duerme con sus secretos bajo la cúpula azul, impenetrable.

Y salir luego como de un sueño, precisamente por ese ángulo donde un día estuvo la Torre Antonia y hoy la escuela para niños. Es como si desembocáramos a la manera de aquella luz que vimos penetrar el primer día en la galería del zoco. Desembocamos de un sueño y rehuimos de momento la muchedumbre que nos devuelve al mundo. Nos detenemos en la frescura de una tienda de antigüedades. Alguien nos ofrece en su interior un té. Luego, la misma persona pone en nuestras manos una lucernita de barro. Es del siglo i. ¿Quién la tuvo en sus manos en tiempos? Este símbolo en barro, que ha durado más que las manos que la moldearon y que nos llevamos, es la constatación de que el sueño que hemos dejado atrás fue un día realidad.

Abandonar la ciudad recordando de nuevo nombres míticos que son bien ciertos, como el de Betania. Seguimos la ruta en descenso continuo del desierto de Judea. Barranqueras calcinadas. Algún rebaño perdido. Asnos que vagan en soledad entre los cardos. Recuerdo aquí algunos episodios, como el de la parábola del samaritano. Un cartel nos recuerda que estamos ya por debajo del nivel del mar. El nido de águilas del monasterio ortodoxo de San Jorge, las cavernas y las quebradas por donde anduvo el profeta Elías, quizá la plataforma de la Tentación sobre los abismos abrasados del desierto. Abajo, las llanuras calcinadas de Moab, el resplandor del Mar Muerto. Ahora se agolpan los recuerdos en nuevos nombres: Jericó (quizá la más antigua ciudad del mundo), Guilgal (el primer campamento en la Tierra Prometida), el monte Nebo (con, en sus alrededores, la tumba —nunca encontrada— de Moisés).

Mar Muerto, Mar de la Sal, Mar de la Arabá: los desiertos de la luz. En sus orillas hay que recurrir a la poesía para interpretar el lugar, para expresar sensaciones. Nace el poema. Y sucesivamente, en dirección al sur, nuevos nombres cargados de una significación extraordinaria: Qunrán (donde la palabra se hizo luz, o la luz palabra, monasterio con estanques, cuevas de los secretos de los míticos «rollos»); Engadí (el sueño de palmeras en el verso del Cantar de los Cantares que aún resiste) y Masada (otra vez las alturas de la guerra, el territorio de las piedras fértiles, la ascensión a más luz. O a más sangre).

Superamos el control que no pudimos superar en nuestro anterior viaje. Hoy solo somos dos los peregrinos que tenemos el privilegio de llegar a Belén, frente a los muros de la robusta basílica que construyó Constantino. Lejos quedaron los días de las masivas peregrinaciones. Hoy esta ciudad es uno de los centros vivos de Hamas y en su paz hay tensión, pero nosotros vamos buscando la intrahistoria bajo tierra, en esas dos grutas —una más sencilla, otra llena de esplendores— en la que tuvo lugar el Nacimiento.

Ya hay un testimonio del siglo ii que nos habla del lugar del Cenáculo. Justo, Orígenes (en su Contra Celso) y Jerónimo nos hablaron tempranamente de este lugar. Este último escribió desde aquí unas sabrosas epístolas. En una de ellas nos transmitió este curioso testimonio: «En la gruta donde Cristo Niño dio sus primeros vagidos se lloraba al amante de Venus». Se refería Jerónimo a que el emperador Adriano paganizó el lugar con un templo que recordaba los amores de Venus y Adonis. Pero decaía el Imperio y sus lugares de culto. Pronto retornó el protagonismo cristiano del lugar y los mismos ciudadanos del Imperio fueron los mejores transmisores del cristianismo, lo llevaron hasta el mismo corazón de Roma.

En Cesarea Marítima. Aquí estaba el verdadero poder romano, que iba y venía trayendo sus órdenes a Jerusalén. La ciudad, espléndida en sus ruinas —sobre todo el hermoso teatro que tiene, al fondo de la escena, el mar como decorado maravilloso— me recuerda sobre todo a Pablo y a su prisión, que se narra en Hechos. Cesarea, a medio camino en la Vía Maris, la que iba de Egipto al Líbano, pasando por ciudades de nombres sonoros, algunas de las cuales aún perduran y las visitamos: Gaza, Ascalón, Asdod, Jafa, Dor, Tolemaida, Acra, Tiro Sidón…

Si el mar fijaba esta vía, las montañas y un río, fijaban otras dos, que igualmente iban de sur a norte. La primera de ellas era tortuosa y sólo se expandía en la llanura de Esdrelon y en el valle de Yesrael, que también hemos cruzado estos días yendo y viniendo a Nazaret. Espacio ayer para las batallas y hoy para la agricultura. Por los desfiladeros de Gofna y Gabaón entraron siempre los invasores. Era imposible tomar Jerusalén desde otras rutas. A veces, al lado de las carreteras vemos todavía los restos de los carros de combate de las últimas batallas.

Pienso aquí en la historia que me contó de su hijo M., la poeta sefardí. Iba dentro de uno de esos tanques que fue destruido por un misil. Murieron todos, menos su hijo. Hoy este se ha convertido en un pacifista radical. Ha abandonado la tierra por la que luchó, la de sus antepasados, y vive en París.

La otra vía histórica es la que ascendía a orillas del Jordán y que hemos hecho al partir del Mar Muerto: Masada, Engadí, Qunrán, Jericó, Guilgal (¡cuántas resonancias históricas junto a estas dos ciudades, en los pasos del río!), Fasaelis, Enón, Betsán (Escitópolis), Tiberias, Cafarnaun, Corazaín, Jasor, Dafne, y la otra Cesarea, la de Filipo, ya en las vertientes del monte Hermón. Ascendiendo por ella nos encontramos con controles militares que nos devuelven a la realidad de estas tierras siempre partidas y en tensión. Hacemos la ruta del Jordán y también la de los tres lagos: el de la Sal o Mar Muerto, el de Genesaret o Tiberiades y el de Semeconitis o lago Hulé, a cuyo lado cruzamos durante otro de nuestros viajes, cuando visitamos los Altos del Golán.

Al fin, el monte Hermón. En aquel primer viaje había dejado al grupo junto a la ermita del santón druso y tomé un camino de tierra que me parecía que no conducía a ninguna parte. Al dar una curva el camino, apareció de repente la mole majestuosa del monte, tan bellamente recordado en el salmo 42: «Un abismo llama a otro abismo / al fragor de tus cascadas».

Sí, llegando a estas tierras creíamos pisar el territorio de lo legendario, pero la realidad nos asalta a cada momento en la Poética de los Nombres. Estos nos remiten a la Historia en la que podría ser la cuarta ruta que iba del sur al norte. Es la que discurría al otro lado del río, en la Transjordania. La ruta que hoy parten dos países, Jordania y Siria; la ruta que quizá partía de las míticas Sodoma y Gomorra, que ascendía por Maqueronte (donde fue degollado el Bautista), Mádaba (hoy famosa por el mosaico que en ella apareció y en el que se recoge una de las más antiguas y sugestivas representaciones de la ciudad de Jerusalén), Filadelfia, Gerasa, Pella (donde en el año 70 buscó refugio la comunidad de los primeros cristianos), Hippos y Betsaida-Julias, con resonancias del dios Pan. Eran las antiguas y florecientes ciudades de la Decápolis. Solo una de ellas, Escitópolis, se hallaba a este lado del Jordán y hoy vemos sus ruinas.

Hacemos un alto en esta ciudad para contemplar, por encima de las alambradas de espinos, el otro lado del río, las tierras siempre unificadas y divididas por las contiendas. Aquí estuvo Escitópilis: hoy mar de ruinas. Antes de la próspera ciudad helenística fue la Betsán bíblica, ocupada a su vez por cananeos y filisteos. Al anochecer, dejamos la ruta de las aguas y a la altura de Magdala (¿la tierra natal de la hoy tan recuperada Magdalena?) nos adentramos a la izquierda, otra vez, por la llanura de Esdrelón. Al fondo, inconfundible, el perfil trapezoidal de un monte nos sale al paso: es el monte Tabor. En su nombre la guerra y la paz, las tensiones y el espacio para las apariciones se funden. El perfil de sombra y sueño del mítico monte es extremadamente real en este anochecer.

Hebrón, la ciudad en la que vivieron y fueron enterrados los patriarcas. ¿Dónde? Más al sur, detrás del desiertos del Negev, hoy la próspera ciudad de Beersheva, donde también vivieron los patriarcas. Siempre hacia los desiertos, hoy como ayer, mira y se abre el nuevo país con tres «puntas de lanza»: carreteras, tuberías de agua y líneas eléctricas. Del desierto siempre vino lo que mata y lo que salva, la condena y la esperanza.

Luego, cuando se desciende de Galilea a Judea se ve a la izquierda el perfil de otro mítico monte: es el Moré o «pequeño Hermón». Está en Siquen, detrás de alto muro de hormigón de ocho metros. Siquén, de la que ya se habla en el Génesis, con su encina sagrada; Siquén, entre los montes Garizín y Ébal, sagrados aún hoy para los samaritanos; Siquén, donde llegó a acampar Jacob y nació José. También bajo la encina de Siquén enterró Jacob «todos los dioses extranjeros». Algo más arriba, en Betel (Luz) había otra encina muy especial bajo la que fue enterrada Deborah. Por eso se la llamó «encina del llanto».

La sensación, recorriendo estas tierras, de que lo más legendario es lo más real. Cada nombre propio posee una significación histórica. Y la terrible constatación de que, después de tres mil años, la Historia se repite fatídicamente. Los samaritanos de entonces se rebelan aún hoy en Nablus, los asirios de entonces son los sirios de hoy, los filisteos son hoy los habitantes de la franja de Gaza y en las fronteras del Líbano hay las mismas tensiones de hace miles de años. Y, hoy como ayer, como hacían los galileos, hay que dar un rodeo para evitar la antigua Samaria.

Las piedras aparentemente muertas, pero que parecen tener siempre bajo ellas, en sus profundidades —un siglo y otro siglo— un secreto fuego que salva. O un polvorín dormido que siempre acaba estallando. ■ ■


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