Autor: 29 noviembre 2006

El ala y la cigarra. Fragmentos de la poesía arcaica griega no épica
Traducción de Juan Manuel Rodríguez Tobal
Hiperión, Madrid, 2005

Seguramente, el lugar más común al que se suele acudir cuando se reflexiona sobre la traducción es el célebre adagio que hay que enunciar en ese dialecto del latín conocido hoy como “italiano” para no despojarlo de su indudable gracia: me refiero a aquello de traduttore, traditore, o sea, “el que traduce, traiciona”. Con él se ha pretendido siempre reflejar la resignada insatisfacción que necesariamente invade a quien intenta trasladar un texto elaborado en un determinado código lingüístico y literario a otro diferente: de una lengua a otra, vaya.

Dejando a un lado otras reflexiones, quiero detenerme someramente en algunas de índole etimológica que pueden arrojar diferente luz sobre el adagio de marras. El segundo sustantivo que lo forma, traditore, deriva del verbo latino tradere (pronúnciese esdrújulo, si no es molestia), cuyo significado primario es ‘entregar’. Cuando su complemento directo es un objeto, concreto o abstracto, puede adquirir el sentido de ‘transmitir’ o ‘legar’; cuando es una persona, llega a tener el mucho más restringido de ‘traicionar’. Por tanto, una traditio es, antes que una ‘traición’, un acto de ‘transmisión’ o de ‘legado’, vía por la cual el vocablo ha devenido en una de las más sagradas palabras de nuestra tribu: la tradición.

Ignoro si quien acuñó el mentado y manido adagio quiso jugar con esa doble etimología, por otra parte bien sencilla y al alcance de cualquiera medianamente enterado; aunque así no fuera, creo que no está de más reparar en la mucha miga que encierra ese dicho, si se atiende a tal significado primario del sustantivo traditor(e): “el que traduce, entrega, transmite un legado”, “el que crea tradición”.

Y es que nada más ni menos que eso han hecho todos los traductores —de cualquier lengua a cualquier lengua— que en la historia de la literatura han sido, más allá de sus inevitables “traiciones” a la fides que debían tanto al texto de origen como a sus posibles lectores. Han sido una de las vías esenciales no solo de transmisión del legado literario propio de la cultura en la que laboran (del griego al alemán, pongamos), sino también de admisión y asimilación de otros muchos legados exóticos que, sin el esforzado concurso de esos traductores, jamás habrían tenido acceso a esa cultura: piénsese, por poner tres entre miles de ejemplos, en Omar Khayam o Ibn Hazem y en el haiku.

Y al llegar a este punto uno se pregunta si quien hoy traduce al castellano un texto escrito en griego o en latín está haciendo lo primero (mantener y entregar un legado milenario propio) o lo segundo (acercar al cultísimo lector de la España del siglo xxi algo tan foráneo casi como las odas de un poeta del Turkestán o de Sri Lanka). Como me parece irrefutable —y penoso— que cada vez va siendo más lo segundo, pienso que es muy necesaria y muy de agradecer la tarea de quienes, además de ser estudiosos profesionales en los saberes clásicos y legatarios en su propia poesía de la inmensa herencia greco-latina, hacen el gozoso esfuerzo de traducírnosla y actualizárnosla. Y debo citar aquí otros tres luminosos ejemplos actuales (esta vez no puedo escoger entre miles; ojalá así fuera): Aurora Luque, Juan Antonio González Iglesias y el poeta objeto de este palique, Juanma Rodríguez Tobal.

En los tres casos, el hecho de ser, como digo, expertos en la materia —léase filólogos clásicos— supone que el riesgo de “traición” se aminore en gran medida y que el lector confíe en que la “tradición” que contribuyen a crear es de buena ley. En el caso del segundo de ellos, su condición de profesor universitario obliga a estarle más agradecidos si cabe, teniendo en cuenta los raquíticos y absurdos parámetros con los que miden un ejercicio tan arduo y tan comprometido como es la traducción (y no digamos la de poesía…) los mentecatos y modorros que en este país juzgan y valoran (??) la llamada “investigación” universitaria. Piensa uno si las ricas uvas de la traducción —de la buena y verdadera traducción, tan poco habitual— no les parecerán demasiado verdes a esas zorrillas.

Pero al grano. Después de haberse medido —nunca mejor dicho— a Safo, Catulo y Ovidio, el zamorano Rodríguez Tobal se ha empeñado en traducir a los poetas que, junto a la de Lesbos, forman una de las pléyades más esplendorosas de la literatura occidental, los líricos griegos arcaicos (por emplear el título de la obra pionera y necesaria de Juan Ferraté). Una amplia antología con catorce poetas de fecha tan imprecisa, que solo sabemos que vivieron entre, más o menos, el año 700 y el 500 antes de nuestra era; esto es, entre Homero (o los extensos poemas épicos que al tal se atribuyen) y Píndaro, el primero de los grandes que, después de aquel, han tenido la fortuna de que nos haya llegado íntegra alguna de sus obras.

La tradición indirecta, gracias al hecho de haber sido citados en obras de otros autores, y los ocasionales y periódicos hallazgos de papiros en los desiertos de Egipto nos han permitido conocer algunos poemas completos y, en gran parte, fragmentos de otros que, en diferentes zonas de la Hélade y en algunos de los varios dialectos del griego antiguo, escribieron los que pueden considerarse, con pleno derecho, padres de la lírica de Occidente.

Así, el forzoso —más que donoso— escrutinio del azar nos deja hoy, como el poso de un vino con más de dos milenios y medio, la exhortación a la gloria de caer defendiendo la patria en el único fragmento conservado de un tal Calino o en las arengas de Tirteo, junto al burlón cinismo de un Arquíloco que conoce bien el valor de poder seguir comiendo y bebiendo en este mundo, aun al precio de tener que reconocer que se rajó en plena batalla y arrojó su escudo para aligerar la fuga. O el dolorido y melancólico sentir de Mimnermo ante la inminente vejez; la delicadeza y sensualidad de Alcmán, quien afirmaba conocer “las melodías de los pájaros todos”; la cómica misoginia moralista y el pesimismo existencial de Semónides; la sobria lucidez de Solón en el dolor por su patria, Atenas; la comedida invitación a la vida y al goce en Alceo y Estesícoro; la elegante ironía, no carente de mala leche, en el juguetón Hiponacte; la fina expresión del sentimiento amoroso en Íbico; la traviesa picardía de Anacreonte; el relativismo pesimista, mas comprensivo, de Simónides; y Safo…Todo esto —y mucho, muchísimo más— en alfabeto griego y en las páginas de la izquierda, según se mira y lee el libro. En las de la derecha, una traducción, la de Rodríguez Tobal, siempre elegante y en no pocos momentos verdaderamente exquisita, dotada, además, de un helénico equilibrio entre precisión (respeto a la lengua de partida) y claridad (inteligibilidad absoluta en la lengua de llegada).

Como perfecto compendio de tales virtudes, propondría la versión del Himno a las Musas de Solón.Pero son dos, a mi juicio, los valores, más concretos, que sobresalen en esta traducción, ambos evidentemente conectados con las consideraciones del párrafo anterior. Uno es el hecho de que Rodríguez Tobal, más allá de las lógicas peculiaridades de cada poeta, derivadas de los asuntos que trata y del léxico que emplea, ha sabido conferirles en su versión el tono particular que cada uno demanda desde su singularidad, que es mucha. Y para ello ha sabido también manejar los recursos que la tradición, tanto de la literatura española como de otras exóticas, ponía en su mano. Quiero decir que, además de atreverse (y es muy plausible) a verter en moldes de haiku un fragmento de Arquíloco (así el 213, pág. 33), en sus versiones resuena, con los mejores ecos, lo mejor de la tradición poética española; y así, uno puede escuchar a un Alceo con acento entre garcilasiano y de Fray Luis (“¿Cuándo será que de mis tantos duelos…?”); al Quevedo (o Lope o Góngora) tanto amoroso (“En ninguna estación amor descansa”) como moralista (“Respeto al uno inspire, al otro miedo”); o ecos manuelmachadianos en Mimnermo (“Me coja a los sesenta la suerte del morir”), juanramonianos en Alcmán (“Posándose en lo alto de las flores / —¡ay, que no me las toques! — de la juncia”) y borgesianos en algún otro (“que a la eterna corriente de los ríos […] / contrapuso la fuerza de una estela”).El segundo valor que no quiero dejar de destacar es que estamos ante una versión en absoluto obsoleta, ni amanerada, ni rancia: esto es, de esas que tantas veces —por la culpa de poco avezados traductores, que también los hay— nos han hecho pensar (aunque no nos atreviéramos a decirlo): “¡pero qué raro hablaban estos griegos y romanos, y qué cosas tan abstrusas escribían…!”. Las recreaciones poéticas de Rodríguez Tobal están del todo cercanas al lector de hoy, y son los elementos que pudieran, relativamente, “alejárnoslas” solo los que, de manera inevitable, rinden tributo a la época y circunstancias de estos poetas. Aun así, la traducción no presenta ni una sola nota explicativa, ni falta que hace. Y es que en una buena traducción de un texto antiguo, esos elementos han de servir de ornato y encanto, no de lastre añadido a la pesadez de un texto que no se ha sabido traer a nuestro tiempo.En fin, si traducciones como esta no mantienen y recrean tradiciones que fecunden la poesía presente y futura, no será por incuria del interpres, sino porque estos tiempos, Fabio, ¡ay dolor!, son “de tanta incultura y de mal gusto” (Catulo dixit).

Pedro Conde Parrado


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