Autor: 12 enero 2007

Lucía Cortina García

Los archivos de la prensa española contienen tres iniciales que era frecuente hallar firmando las críticas de los estrenos teatrales madrileños o al final del comentario a la última novela de Baroja o de Pérez Galdós: “B. G. C.”, es decir, Bernardo González de Candamo, que en ocasiones utilizaba su nombre completo, aunque lo más frecuente era encontrar la siguiente signatura: “Bernardo G. de Candamo”. Este crítico, que se movía como pez en el agua por el Madrid intelectual y bohemio en el que daba sus últimos coletazos el siglo xix y se abría paso el xx, fue descrito por Víctor Ruiz Albéniz, Chispero, de esta manera: “Menudito, muy miope, eterno ironista, gran cultura, buena pluma, pero acusando excesivamente su constante afán de encaramarse tras de las innovaciones triunfales, a las que, por cierto, siempre llegaba con retraso y para caer de ellas inmediatamente”. Por su parte, Rubén Darío, en su Autobiografía, lo incluye en la relevante nómina de amigos españoles del fin de siglo: “Me juntaba siempre con antiguos camaradas, como Alejandro Sawa, y otros nuevos, como el charmeur Jacinto Benavente, el robusto vasco Baroja, otro vasco fuerte, Ramiro de Maeztu; Ruiz Contreras, Matheu y otros cuantos más, y un núcleo de jóvenes que debían adquirir más tarde un brillante nombre: los hermanos Machado; Antonio Palomero, renombrado como poeta humorístico bajo el nombre de Gil Parrado; los hermanos González Blanco, Cristóbal de Castro, Candamo; dos líricos admirables, cada cual a su manera: Francisco Villaespesa y Juan R. Jiménez; Caramanchel, Nilo Fabra, sutil poeta de sentimiento y de arte; el hoy triunfador Marquina y tantos más”.

Candamo también estableció fuertes y sólidos lazos con autores como Unamuno y la nueva savia de la literatura española. Así Luis Calvo, en una semblanza dedicada a nuestro crítico, articulista y literato —de origen asturiano— con motivo de su muerte, no duda en declarar que “en vez de ‘Los del 98, y Candamo’, hubiera debido decirse: ‘Candamo y los del 98’. Pues fue el engarce de aquellos hombres dispersos e individualistas que formaron la generación de 1898”.

Aunque nació en París en 1881, asegura su hijo, el también periodista Luis González de Candamo —que en la actualidad tiene 84 años—, que “mi padre siempre tuvo ilusión por Asturias”. Cuando don Bernardo era un niño, su familia se trasladó a Oviedo, donde estudió la enseñanza primaria con Ramón Pérez de Ayala. En la misma ciudad comenzó sus estudios de Bachillerato, que concluyó en el Instituto San Isidro, de Madrid, ciudad donde también estudió Filosofía y Letras. Sus viajes a París eran frecuentes. Y fue precisamente en la citada ciudad donde se introdujo en el mundo de los primeros poetas modernistas, como el guatemalteco Gómez Carrillo, con el que Candamo mantuvo una estrecha amistad. Con más o menos 18 o 19 años, don Bernardo regresó definitivamente a Madrid, donde se instaló y comenzó su incursión en el mundo de la literatura y del periodismo. En el año 1900, cuando contaba con tan solo 19 años, publicó su libro Estrofas (en realidad y posiblemente debido el afán finisecular de anular los límites convencionales entre las formas literarias, son textos en prosa más o menos poética), mientras comenzaban sus colaboraciones con las principales publicaciones de carácter cultural del momento, trabajos que se mantuvieron durante toda la primera mitad del siglo xx, prácticamente hasta su fallecimiento, en septiembre de 1967. Quizá merezca la pena destacar que el polifacético periodista fue corresponsal en París para el diario El Mundo durante la primera guerra mundial, además de escribir ya desde finales del xix en Gente Vieja, Cosmópolis, Revista Nueva, Helios, Madrid Cómico, Vida Literaria, Santo y Seña, Nuestro Tiempo, Juventud, la barcelonesa Revista, La Hoja del Lunes, de Madrid —en la que firmaba con el seudónimo de Iván d’Artedo—, Vida Nueva, La Lectura, Arte Joven o El Fígaro.

Desde 1899 Candamo fue miembro del Ateneo de Madrid, donde pronto la presidenta de la sección de Literatura, doña Emilia Pardo Bazán, lo propuso para ostentar el cargo de secretario de la misma sección. Leyó don Bernardo con motivo de su nombramiento un ar­tículo en el que, bajo el epígrafe de “Opiniones literarias”, realizaba el autor un exhaustivo análisis de la generación de fin de siglo. En el texto, que suscitó numerosos comentarios por parte de sus coetáneos, se hallan varias de las premisas que definen a Candamo. Una frase es particularmente reveladora: “Y puse sobre mi corazón las Elegías de Ventura Ruiz de Aguilera, y puse sobre mi cabeza El sombrero de tres picos”. Es decir, el “parisino” reconocía en el pasado inmediato español una fuente importante de inspiración y enseñanza. Pero, como los del grupo en que está inscrito y en el que comenzó su andadura desde tan joven, también fue un gran defensor de la literatura que se cultivaba fuera de las fronteras españolas —especialmente la francesa y, destacando sobre el resto, la obra de Verlaine, del que se declaró ferviente admirador y discípulo—, y el “arte nuevo”. Este tema fue motivo de diversas digresiones aparecidas en artículos posteriores de don Bernardo, y resulta fundamental para conocer la opinión acerca de lo que debe ser la literatura el publicado el 19 de marzo de 1912 en la primera página de El Mundo madrileño y en el que, con el título de “Acerca del Neoclasicismo. Escritores y edi­tores”, arremete contra los que él denomina “casticistas”, a los que identifica como aquellos autores tan anclados en el pasado, concretamente en el nacional, que se niegan a abrir los ojos a las nuevas tendencias que llegan de fuera. Comienza el artículo así: “Se advierte en la literatura española contemporánea algo que vale por un caso de atavismo, de regresión a los viejos modelos, de vuelta atrás. (…) Algunos, muchos acaso, de los escritores jóvenes, procuraron dar a sus ideas y a sus sentimientos del día una expresión denodada y un vocabulario de edades pretéritas y remotas. El hecho es indu­dable. Desde Pedro de Répide a Diego San José está repitiéndose a diario el caso”. E incluye en el texto la postura de los que, como él, defendían la novedad: “El hecho de copiar el estilo viejo es para nosotros algo pueril, algo presuntuoso y que además va contra el progreso de una literatura que, como la española, se ha dejado influenciar por toda clase de elementos extraños, unos del Norte: ejemplo, los libros de caballerías; otros meridionales, y ahí están los poetas italianos, que trasegaron toda su espiritualidades el seco naturalismo del arte de Castilla”.

Como se señalaba anteriormente, confluyeron en Candamo la evidente herencia de la literatura pasada y autóctona con el arte moderno, tanto el que se cultivó en España como el que llegaba del resto de Europa y de América Latina, explicando que “esta aceptación de lo moderno, de lo espiritual, de lo informativo, de la cultura extraña, no se opone al respeto de la tradición, sino que aspira a entroncar con ella”. Así, en los distintos diarios y revistas para los que escribió, se convirtió en acérrimo defensor del arte de los jóvenes y fue especialmente crítico con los detractores de este.

Toda la literatura de finales del xix y, sobre todo, de la primera mitad del xx, llegó a manos de Candamo, que ilustró durante décadas a sus lectores con acertadas opiniones y comentarios objetivos sobre el panorama literario contemporáneo al autor. Obras de Baroja, Unamuno y Azorín; de los dramaturgos Arniches, los Quintero, el matrimonio Martínez Sierra o Jacinto Benavente; de hispanoamericanos como el poeta mexicano Francisco A. Icaza, pasaron por el tamiz crítico de Candamo, que supo recomendar al público español qué representaciones teatrales merecía la pena ir a ver o qué libros era imprescindible adquirir.

Pese a la extensísima producción periodística de Candamo, el crítico jamás recogió en un volumen sus colaboraciones críticas. Tan solo conservamos de él, en un libro como tal, la tempranísima colección de breves textos narrativos o, casi mejor, estampas, que es Estrofas, que lleva prólogo de Unamuno. Quizás el hecho de que lo publicado por Candamo esté desperdigado por los muchos periódicos y revistas de Madrid y Barcelona con los que colaboró sea una de las razones fundamentales por las que el asturiano es uno de los grandes olvidados del fin de siglo. Para paliar hasta cierto punto dicha situación, la autora de este artículo, que está realizando su trabajo de investigación de doctorado en la Universidad de Oviedo, está recogiendo de la prensa de la época de Candamo una parte significativa de sus abundantes colaboraciones periodísticas, de las que ahora vamos a ofrecer algunos ejemplos, pertenecientes a distintos campos de la escritura. Además, nos referiremos a su relación con Unamuno, el prologuista de su libro Estrofas.

En julio de 1905 aparece en la revista madrileña La Lectura su comentario al libro de Azorín La ruta de Don Quijote, texto que inicialmente se publicó por capítulos en El Imparcial. En el artículo, el crítico comienza explicando que La ruta de Don Quijote es un libro de fuertes grabados literarios, de apuntes febriles, de anotaciones rápidas, esbozados ante el natural, en la interminable soledad de la llanura manchega. Al recorrer una a una las vibradoras y recias páginas del libro, recuerdo las recias y vibradoras páginas del On the Trail of Don Quixote, ilustrado maravillosamente por el arte genial de Urrabieta Vierge.

También en La Lectura publicó Candamo una reseña a Cantos de vida y esperanza y de Los cisnes y otros poemas, de su amigo Rubén Darío. Dedica a la obra elogios como el siguiente: “He pasado unos cuantos días deliciosos; sobre ellos fue como la divina luz de un sol la lectura de este libro: Cantos de vida y esperanza. Fueron grandes fiestas en el espíritu y en el corazón, y yo quiero escribir mis impresiones aquí, en las páginas de La Lectura, para expandir mi alegría íntima, para mostrar mi admiración y para lanzar sobre Celui qui se comprend pas mucho desprecio”. Sin embargo, pronto parece olvidar el verdadero cometido de esta reseña y comienza a hablar acerca de Prosas profanas, otra de las obras de Rubén:

¿Conocéis Prosas profanas? Llegaron a mí hace ya varios años algunas de las composiciones que forman ese volumen en las páginas de un terrible florilegio coleccionado por el señor Romagosa. (…) Había en ellas novedad de procedimiento, de rima y de ritmo, y si traían alguna evocación de anteriores poetas era para denotar el más aristocrático abolengo; para que suscitasen los nombres de Verlaine y Mallarmé. (…) Prosas profanas fue un libro de plena juventud, de lozana y vigorosa juventud. Hay por todo él una gran confianza y mucha alegría. Fluyen armoniosos los versos del inagotable divino tesoro. Y como una apoteosis de luz y de fuego se abre sobre las cadencias de Sonatina, o sobre la melancolía de Margarita, la gran aurora pagana del coloquio de los centauros.

Quizás este Prosas profanas de su admirado y amigo Rubén Darío y que fue publicado en 1896 propiciara la aparición de Estrofas; en ambos libros existe un claro afán superador de la división tradicional de las formas y de los modos de expresión, pues, en contra de lo esperado y como ya dije, el libro de Candamo no contiene poemas, es una obra en prosa.Cabe destacar igualmente un artículo en el que, bajo el epígrafe “Del teatro” y que se incluyó en dos números de octubre de 1905 en Gente Vieja, Candamo realiza una crítica teatral sobre la puesta en escena de obras francesas en España escribiendo, por ejemplo, que “suenan bien en la prosa francesa de Merimée los diálogos españoles de Le Theatre de Clara Gazul. Hoy, Henri Lavedan, Maurice Donnay, G y P inspiran la grácil y moderna obra de Jacinto Benavente. Y nuestros viejos, nuestros formidables autores de antaño, se diría que resucitan en toda su grandeza genial para que el Cyrano de Bergerac rime su amor por la suave belleza de Roxana”.

En 1899, cuando Candamo tenía tan solo 18 años, la revista Vida Literaria, una publicación madrileña en la que escribían Benavente, Valle-Inclán o Martínez Sierra, incluyó en su número segundo el texto “Páginas bohemias”, una breve pieza en prosa con clara intención poética y con varias referencias al mundo del arte y la literatura que concluye con un verso del poema “Crimen amoris” de Verlaine. El texto es como sigue:

Después de una lectura

de varios poemas de Rubén Darío.

… Los rayos del sol naciente doran las cumbres de las montañas, que aparecen nimbadas de luz. La alondra, que escucharon los amantes shakesperianos, canta su canción monótona, y la brisa hace temblar los árboles misteriosamente. Un roble inflexible evoca la memoria de los tiempos antiguos. Las estatuas de mármol se pierden, cual mitos ya olvidados, en las frondosidades de los cedros, y un fauno de piedra sonríe sin cesar… Canta el surtidor en su concavidad de alabastro. Se oyen voces de princesas que suspiran y que lloran, voces guerreras de fieros paladines, y la sencilla canción de las vírgenes adolescentes —las Siete Virtudes— semejantes a las que Botticelli pintó en sus alegorías; canciones de amor, dulces y tranquilas, vibrantes como el canto de un ave. ¡Versos sonoros, desbordantes de rimas!… Allá, a lo lejos, sobre una cima, dorada por el sol que nace, se recorta en el fondo azul del cielo el castillo austero y venerable, habitado por los satanes adolescentes, el rico palacio del que habla el poeta:

Dans un palais, soie et or, dans Ecbatane.

Bernardo González de Candamo, un espíritu inquieto y a buen seguro devorador de todo tipo de literatura, también escribió algún que otro poema. Reproduzco uno de los pocos que hasta ahora he encontrado, “El Lago”, apareció publicado en la revista Arte Joven —de la que él mismo fue uno de los fundadores—, en el número de marzo de 1901:

ORACIONES PANTEÍSTAS

El lago

Copias el cielo azul, las blancas nubes;

retienes en tu seno el sol radiante

y a la pálida luna; las estrellas

brillan también cual puntos luminosos.

Eres imagen de lo bello. El bosque

cobra hermosura en tu cristal tranquilo.

¡Hermoso lago, espejo deslumbrante!

Cuentan historias viejas y sencillas

de aventuras sin fin que sucedieron

en tus riberas o en tu linfa clara.

Hubo ondinas en cuevas misteriosas

de tu fondo insondable.

De ti surgieron todas las leyendas

de poesía dulce y sonriente.

¡Hermoso lago evocador! Semejas

al alma inconmovible de los genios,

de los grandes poetas cuyos ojos

miran lo eterno y miran lo infinito.

Evocas todo un mundo de pasiones,

de miradas de fuego, de sonrisas

por tu inmensa pupila retratadas.

Yo recuerdo una noche de poeta

en que mi alma ansiosa

me llevó a tus orillas. Te venero

desde la noche aquella. La mirada

se perdía en tu vasta superficie,

y sentí la emoción honda y profunda

que se siente en las horas de promesas

cuando se asoma el alma al infinito.

¡Hermoso lago, imagen de los genios!

Bernardo 
G. de Candamo 
y su relación con Unamuno

El hecho de que fuera don Miguel el elegido para prologar en 1900 Estrofas dice mucho de la relación mantenida entre el escritor vasco y el crítico de origen asturiano. Por otra parte, lustros más tarde, don Bernardo fue el encargado de escribir el prólogo a los Ensayos del primero. Unamuno conoció a Candamo cuando él contaba 35 años y el articulista era un adolescente. El escenario de tal encuentro fue la redacción de Revista Nueva (Madrid), publicación fundada por Ruiz Contreras, uno de los “descubridores” de Candamo, y donde el joven periodista comenzó su andadura. Cuenta el propio Unamuno en el prólogo de Estrofas cómo fue esa primera aproximación al que después se convertiría en su amigo, don Bernardo: “Un día que entré en casa de Ruiz Contreras hallábase allí, escribiendo, un jovencito lampiño. ‘Es Candamo —me dijo sobre poco más o menos Contreras, presentándomelo—, habrá usted leído lo que publica en la Revista; es un joven que promete, si no nos lo echan a perder’. El joven me saludó, contestó a dos o tres preguntas que por decirle algo le dirigí, y no volvió a abrir la boca; oía, sonreía y callaba; sonreía con una sonrisa muy seria. Después he mantenido con él conversaciones y correspondencia epistolar, y le he cobrado cariño”.

Al autor vasco le gustaba el trato con la juventud que, como Candamo, suponían un soplo de aire fresco para el panorama cultural español, y así escribe el autor de Niebla en ese prólogo a Estrofas que “pocas cosas me interesan tanto como un joven que se busca, y se busca en los demás, admirando ya a este, ya a aquel, e imitando —conscientemente o no— hoy al uno y mañana al otro”.

Bernardo G. de Candamo presenta en su libro escenas o estampas bucólicas que se desarrollan en un mundo de ensueño al que llega un jovencísimo e inexperto autor —de tan solo 19 años en el momento de la publicación de la obra— en busca, según él mismo declaró a su prologuista, de “la eternización de lo momentáneo”. Estrofas es una obra de un ingenuo erotismo explicitado en diez textos breves, algunos de los cuales fueron publicados en revistas de la época, como es el caso de la pieza “Medieval”, dedicada a Juan Ramón Jiménez, publicada en la revista literaria Vida Nueva el 11 de marzo de 1900 y de la que escribe Unamuno que es su favorita, explicando de ella que es una “lástima que no esté en verso”. He aquí un fragmento de la pieza predilecta de don Miguel:

La celda solitaria del viejo convento, guarda, entre sus muros de piedra, al monje que dibuja en el amarillento pergamino la mayúscula ornada de oro y de flores.

Llora el monje ante el libro. Sus ojos se llenan de lágrimas. Sus sollozos se pierden con el silencio de la noche.

Escucha y nada oye; mira en derredor y nada ve. Su rostro macilento y descarnado, su figura larga y delgada se destacan en el fondo de la celda.

A partir de ese momento se inició una vasta correspondencia epistolar que duró varios años y que, según apunta Luis González de Candamo, “se vio disminuida desde el año 1908, cuando Unamuno comienza a tener más trabajo como escritor”. El contenido de esas cartas, muchas de las cuales han desaparecido o están dispersas por diversas universidades, goza de un gran interés en cuanto que recogen comentarios de ambos sobre los principales autores del momento, como Baroja, Azorín, Maeztu, y discusiones aún vigentes hoy acerca de si el 98 y el movimiento modernista son dos maneras de designar un mismo fenómeno. Explica el hijo de Candamo que “a Unamuno le interesaba mantener esa correspondencia con mi padre ya que este podría leer después esas cartas en el Ateneo a todos los literatos nuevos y hacer llegar así su mensaje a ese grupo de escritores jóvenes”.

Candamo quiso poner en contacto a don Miguel con el arte moderno que comenzaba a gestarse y que al segundo tanto interesaba. Los nombres de Juan Ramón Jiménez y Pablo Picasso, nacidos como el periodista de origen asturiano en 1881, empezaban a oírse en los círculos culturales cada vez con más frecuencia. Con el pintor trabajó don Bernardo en la revista madrileña Arte Joven, de la que Picasso era su director artístico. Según relata Luis González de Candamo a modo de anécdota, su padre habló a Unamuno del joven Picasso y le enseñó una pintura del último para que su exigente amigo le diera el visto bueno. Al autor vasco no le agradó demasiado la obra del que pronto se convertiría en uno de los pintores más importantes de la historia del arte, rechazando casi sus pinturas porque “no eran concretas”.

A la persona y a la obra de Miguel de Unamuno dedicó Candamo su atención crítica. Al respecto, en el presente artículo nos haremos eco de dos textos aparecidos en El Fígaro de Madrid. El 14 de octubre de 1918, el diario dedicó sus páginas a Galdós, Cavia y Unamuno, con motivo de un acto de homenaje a los tres escritores celebrado en el hotel Palace de Madrid la jornada anterior y en el que Candamo fue uno de los 600 comensales asistentes y uno de los encargados de realizar su particular loa a Miguel de Unamuno en el diario. La página 18 de El Fígaro se llena de elogios al escritor, del que don Bernardo efectúa una descripción física para imbuirse después en la particular personalidad del inventor de la nivola; aunque no está exento el texto del articulista asturiano de una cierta crítica cuando habla de la de por aquel entonces reciente afición de Unamuno a inmiscuirse en temas de política. Bernardo González de Candamo rememora los últimos años del xix, momento en el que comienzan a despuntar un grupo de jóvenes entre los que él mismo figura, y también momento en el que conoce a un individuo que pasaba de los treinta y que se paseaba por Madrid “con sus barbas negras, alrededor de un rostro redondo, de vasco, con su pelo recortado en forma de cepillo, con sus gafas de espejuelos radiantes y su chaleco hasta el cuello, para eludir el uso de la corbata, y su sombrero flexible y semiesférico. Recordamos los ojos, aquellos ojos que miraban penetrantemente, inquisitivamente”. Candamo no tarda en entrar en materia literaria, para incluir en el artículo una breve opinión de varias de las obras publicadas hasta el momento —otoño de 1918— por Unamuno y cada una de las cuales tiene como leitmotiv uno de los rasgos que construyeron el carácter del escritor homenajeado. Así hace hincapié Candamo en la “aspiración mística” que arranca en El sentimiento trágico de la vida y que según el crítico asturiano estará presente en todas las obras unamunianas. En la novela Paz en la guerra, en la que se narra el sitio de Bilbao, y el ensayo La enseñanza superior en España, opina el crítico que Unamuno practica la “revisión de valores”, y se autorretrata como un “hombre del porvenir” en el también texto ensayístico Nicodemo el fariseo, del que Candamo destaca su “novedad en el pensamiento”, presente en toda su bibliografía, pues como explica el crítico, “Unamuno mostraba el descontento de los hombres cultos en una sociedad inferior, en un ambiente de baja burguesía, de plebeyez y de analfabetismo”. En el año 1905 se publica la que a ojos del asturiano es la “obra maestra” del vasco: Vida de Don Quijote y Sancho. Vuelve el autor del artículo a elogiar los ensayos de Unamuno en las líneas dedicadas al comentario de El perfecto pescador de caña, inspirado en The compleat Angler, de Izaak Walton, escribiendo de su versión española que “es tal la belleza de este sorprendente estudio, que no vacilamos en instalarlo entre las verdaderas obras geniales que los escritores contemporáneos hayan podido producir”, y añade que esta obra “nos aproxima a un Unamuno poeta”. Concluye su repaso por las obras del autor vasco recordando el momento en comenzó a gestarse en el Ateneo madrileño, en 1915, El Cristo de Velázquez (un poema que se publicará en 1920), del que Bernardo González de Candamo declara con firmeza que llegaría a convertirse en el “testamento literario de Unamuno”. Sin embargo, un artículo del periodista no podría estar exento de un toque de acidez, de la tan famosa “eironeia” de la que Cansinos-Assens, entre otros, hablan al referirse al carácter y estilo de Candamo. Y es que decide cerrar este texto de homenaje haciendo mención a una de las facetas de la vida del vasco que más críticas suscitaron: sus opiniones políticas. Según relata el Candamo, durante los actos del Palace don Miguel leyó un discurso en el que decidió tocar tan escabroso tema, lo que lleva a Candamo a escribir lo siguiente:

Pero la política… Unamuno se ha atrevido a inmiscuirse en la burguesía política española. Ayer mismo habló en el Palace Hotel, y dijo cosas terribles, cosas tremebundas. Nadie le regateó el aplauso.

¡Unamuno político!… Admirable cosa. Pero es más admirable todavía el Unamuno de El Cristo de Velázquez o de los maravillosos ensayos.

Aplaudir no significa comprender.

Casi un año después, el 24 de octubre de 1919, aparece en El Fígaro madrileño otro artículo de Candamo acerca de don Miguel de Unamuno. En este caso el motivo para hablar de nuevo de su amigo es la posibilidad —o más bien el deseo de muchos— de que retome su puesto de rector en la Universidad de Salamanca tras la dimisión de Luis Maldonado, su sucesor en el citado cargo. Candamo pudo presumir de ser uno de los afortunados que consiguieron desentrañar los misterios de la personalidad del escritor, algo que, según explica en este artículo, fue mucho más sencillo de lo que muchos creyeron:

Para el vulgo, Unamuno es un hombre raro; para los que no forman en las filas de los pobres de espíritu, Unamuno es un pensador sin secreto, un poeta sin complicaciones, un novelista a base de ingenuidades.

La misma pulcritud y claridad que Candamo defiende en la literatura del autor vasco es la que admiraban todos aquellos que anhelaban que Unamuno volviera a adquirir un cargo que, según relata el crítico, le fue arrebatado y que ejercía con maestría en calidad de catedrático de griego. Ningún rector volvería como él a pasear “con sus alumnos por las riberas del Tormes, y recitando en la Flecha las prodigiosas estrofas de Luis de León”, escribe el autor del artículo.

Para finalizar esta brevísima muestra de la personalidad crítica y vital de Bernardo González de Candamo, digamos que Luis González de Candamo afirma que su padre “sentía una gran admiración y un gran afecto ­hacia Unamuno”.


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