Xuan Bello
Hace tres años, con motivo de su 80 cumpleaños, la revista Clarín me propuso hacerle una entrevista a Ángel González. Se la hice, en la cafetería del Hotel El Magistral, pero nunca llegué a transcribir las palabras del poeta, que hoy me sonarían si cabe más llenas de sentido y emoción, y la cinta magnetofónica, con dos horas largas de charla, se me quedó en el cajón de los proyectos como tantas cosas importantes que algún día, si el azar y la necesidad tejen su red, me vería en el punto de hacerlas; me había propuesto, en la mañana del entierro civil de Ángel González, transcribir la entrevista y comprobar esa cercana reserva que tenía su voz: me parecía la mejor forma de homenaje a un poeta que, a pesar de todas las apariencias, no ha muerto. Ha muerto el amigo, el compañero de farra, el devoto amante, el sutil merodeador de la realidad que era Ángel González: el poeta, ya les digo, sigue vivo. Las cenizas que esparcieron sus cómplices más cercanos son las cenizas del amigo, no las de quien supo decir el áspero mundo en solución de armonía. Basta con que abran sus libros, amigos lectores, para que las palabras respiren, para que un tiempo distinto a este cobre vida en sus vidas. Me había propuesto, ya digo, quedarme en casa, aplicado en el licor del ayer, que sabe a memoria y amistad, dándole forma a aquella conversación que, recuerdo, comenzó en las luces de Rubén Darío, tan coruscantes, y acabó en el mismo antes de ayer de la poesía, que casi es hoy y es aún todavía; pero al final, ya se sabe, a uno le puede el momento, la fatiga del momento: ¿me perdonaría acaso no estar donde debería estar, diciéndole adiós a quien, sin exageración ni imprecisión ninguna, puedo llamar grande?
Uno va a un entierro con la sensación definitiva del golpe de tierra, del silencio que pesa y cae. Se encuentra allí con amigos con la misma sensación de pérdida: algo de nosotros mismos, que no sabemos, se queda para siempre en la ladera del cementerio de El Salvador, frente a esa ciudad que nos gustaría, como en el poema, convertir en yegua para darle una palmada sonora en sus nalgas. La discreción es una cualidad que derrama a manos llenas quien posee el don de la grandeza. Será Oviedo una ciudad repipi, adocenada y pija bajo un cielo gris, todo lo que quieran, pero sabe estar y ser. (Quien está sin ser ni está ni es.) Mientras entraba por las puertas del cementerio sonó mi móvil. Era Pepe Feito. ¿Sabía yo que Ángel González, en 1965, había estado en Helsinki visitando con él al general Líster? Allí habían coincidido, en una fotografía que prometía enseñarme, con Bertrand Russell. No, no lo sabía, podríamos hablar de ello un día de estos. ¡Sé aún tan poco de la vida, tan poco de las corrientes profundas que se mueven bajo la transparencia de la realidad! Poco a poco, me fui acercando al lugar de la ceremonia, tan poco ceremonioso: a Ángel, sin duda, le hubiese gustado (aunque estoy seguro que, de poder, habría evitado el paso y se habría ido, con la música a otra parte, a tomarse por ahí un vermú eucarístico y rebelde). Lola Lucio y Juan Benito Argüelles, a una distancia cariñosa, observaban el cortejo; José Luis Suárez, Pimpe, y Luis Mugueta templaban su dolor como dos paisanos, llevándolo por dentro (les pregunté por Faustino Álvarez, y me dijeron que estaba un poco más allá, pero no lo vi y bien que me pesó); Alfonso Iglesias me saludó con un guiño; los chicos de la prensa, como se decía antes, hacían su trabajo salpicando la pena de sonoros flashes de silencio. Estábamos todos y no estaba ninguno pues no estaba ya quien todos quisiéramos que estuviese. Oí la voz de José Luis García Martín recitando un poema; a un lado, sentado sobre una cripta, José Manuel Caballero Bonald refrenaba su pena por el amigo perdido: no sé por qué imaginé que estaba componiendo en su desasosegado silencio unos versos, enjoyados y preciso como todos los suyos, por si se daba el caso incierto de la eternidad y algún día futuro, tras la muerte segura y la improbable resurrección, había oportunidad de compartir, en una noche que fuese de la vida su más perenne símbolo, esa broma tan graciosa de la admiración que es la inteligencia.
Oí entonces la última carta, la última carta de Ángel González a su esposa, Susana Rivero, en la voz estremecida de Luis García Montero; quien muere amando no se muere del todo, pues se queda en quienes ama, en quienes lo aman, para siempre y más. «Algún día habría de suceder esto, trata de ser feliz, un beso muy largo». Poco a poco todos se fueron yendo a su costumbre: nosotros nos fuimos, por los caminos de este enero tan transparente, al restaurante El Chato, en Santa María de Piedramuelle. Ángel González sabría decirles por qué.
Días más tarde, a petición generosa e insistente de José Luis García Martín, me puse a transcribir las palabras de la entrevista. El pudor, y la técnica literaria, me impide ahora hablar de mis lágrimas.
—Acabo de leer tu libro, La poesía y sus circunstancias, y he descubierto en él una visión apasionada y apasionante de la poesía española del siglo xx. Por cierto, me parece un manual excelente, un libro que vale por muchos cursos universitarios.
—Bueno, me alegra que te haya gustado. Como crítico, como en casi todo en esta vida, fui un autodidacta. La verdad es que enseñar literatura en Nuevo Méjico me obligó a escribir estos artículos. Cuando enseñas repites la lectura de un autor, de un poeta, vas viendo cosas, vas reflexionando sobre las intuiciones que se te ocurren. Una y otra vez, año tras año, volvía sobre los mismos poetas y el resultado, creo yo, es este libro. Yo no soy un erudito ni he pretendido nunca serlo. Son interpretaciones personales, lecturas personales.
—¿Crees que un poeta lee de manera distinta?
—Yo creo que sí. Un poeta lee de manera distinta a como lo hace, por ejemplo, un erudito, un catedrático. El poeta yo creo que hace una lectura más absoluta, con más implicaciones con el resto de la vida y con el resto de la literatura.
—Percibo en tus estudios críticos muchas afinidades electivas, una vertiente casi militante. Te interesa, sobre todo, aquella poesía que propende a lo claro, que se aleja del hermetismo.
—Defiendo la poesía como realidad e iluminación. No me interesa la oscuridad, no me interesa el hermetismo. Simplemente es la poesía que me interesa a mí, la que yo aspiro a hacer y es la que, en cierto modo, se puede medir. Porque lo que es muy oscuro, muy hermético, no tiene para mí el don de la sugerencia y, por lo tanto, no veo nada en ella. No entiendo qué puede traer la confusión a un mundo que ya es confuso de por sí.
—¿Cuál es a tu juicio la razón por la que un poeta escribe signos confusos, balbuceos y galimatías?
—Sinceramente creo que no saben hacer otra cosa. Es así de sencillo. Y que cuando intentan hacer otra cosa no les sale. Mira, ahí está el caso de Gamoneda, un poeta cuya obra responde a estas características oscuras y herméticas. Una poesía que tiene mucho éxito últimamente, que tiene aciertos y destellos, no lo niego, pero a la que no le veo consistencia. Gamoneda, cuando era poeta social…
—…Recuerdo ahora su «Blues castellano», un libro que me gustó…
—¿Sí? Pues a mí no me parecía un buen poeta social, simplemente, no me parece que se las arreglase muy bien con el discurso que exige la poesía. Gamoneda se ha quejado, ha dicho que el grupo generacional del 50 lo ha excluido… No sé. Me parece simplemente que no era un buen poeta realista. Ahora ha encontrado otro tono, y va sacando cosas, pero a mí no me interesan demasiado.
—Hace tiempo asistí a una conferencia que dictaba Antonio Gamoneda y venía a decir, grosso modo, que la poesía que se entendiese no era tal poesía, sino un instrumento lingüístico al servicio del Sistema.
—No, yo no creo en eso. Para luchar contra el poder hay que buscar un lenguaje verosímil.
—¿Te sigues considerando un poeta social?
—Es una etiqueta que no me molesta. Al contrario, estoy en cierto modo orgulloso de esa etiqueta. Fue tan denigrada, tan criticada, tan mal vista… pero era por razones políticas. No creo que el tema salve la poesía. Un poema de tema social o político puede ser muy malo o muy bueno. Lo mismo te digo de un poema de tema religioso. Los enemigos de la poesía social argüían que simplemente con buenas intenciones no se hacía buena poesía. Ni con buenas ni con malas. La buena poesía se hace escribiendo buena poesía. El tema es lo de menos, no es algo que condene a un poeta.
—Sí, vamos a hablar, si te parece, de esa poesía que analizas en La poesía y sus circunstancias, esa que prefieres como lector y autor, esa poesía de línea clara, ascendente, y que exploras en la tradición española a partir de Meléndez Valdés, Bécquer, Rubén Darío…
—El primer Rubén Darío, al primerísimo me refiero, era un calco de Campoamor. Azul es un libro en el que no se ve ese afrancesamiento que señalaba Valera. Salvo en los poemas en prosa, se nota una línea muy clara que sigue una tradición española del siglo xix. Ahí está el enganche con Meléndez Valdés, con esa tradición realista.
—¿Y Campoamor?
—Campoamor es un poeta mucho más interesante de lo que se suele considerar. Comprendo que su obra poética en conjunto tiende a veces a lo vulgar, a lo chabacano, pero es un poeta interesante, inteligente, en muchos aspectos. Como crítico era excepcional, aunque escribió tantísimo que en su obra se pueden encontrar ejemplos de todo, para bien y para mal. Como crítico era muy lúcido y defendió muy bien las posiciones de la buena poesía realista, incluso con tonalidades sociales. Es un poeta interesante y un excelente teórico. La Poética de Campoamor es buenísima. No sé si fue Vicente Gaos quien decía que era la poética española más interesante después de la de Luzán. Fue una poética que pudimos aprovechar en su día los poetas sociales; pero Campoamor por aquel entonces estaba tan desacreditado que no lo hicimos. Pudo ser el miedo a que nos tildaran de campoamorianos, no lo sé; yo tal vez no la había leído todavía… Sí, efectivamente, la leí mucho más tarde, cuando ya habíamos teorizado por otras vías la poesía que íbamos haciendo.
—En tu libro hay reivindicaciones que a algún lector le pueden parecer arriesgadas. Defiendes, por ejemplo, la poesía de Ramón Pérez de Ayala.
—¡Es que a mí no me parece ni mucho menos tan mala como dicen algunos! Me han dicho que alguien le preguntó a José María Valverde por qué no había incluido en su antología a Ramón Pérez de Ayala y que este le contestó que Pérez de Ayala no era poeta. A mí me parece un poeta reseñable… también era un buen antecedente para una poesía de tono realista, comunicativa que muchos hacemos. Ya te digo que a mí me interesa su poesía y tengo muy buen recuerdo de sus novelas. Como ciudadano don Ramón era lamentable, pero era un escritor muy bueno.
—Los que ganaron la guerra civil, perdieron la guerra literaria.
—Sí, eso es verdad, pero yo no creo que sea el caso de Ramón Pérez de Ayala. Por mucho que se disfrazase, él seguía siendo el autor de AMDG.
—Esa generación que ganó la guerra, pero que perdió la literaria, es muy curiosa. Me refiero a Agustín de Foxá, a González-Ruano, a Eugenio Montes, incluso a Eugenio d’Ors… ¿Cómo los veíais los jóvenes del entonces?
—Puedes añadir a esa lista a Edgar Neville. Eran gente interesante, lo que pasa es que estuvieron tan implicados… Hablo por mí, pero creo que también por muchos de mi grupo generacional. Hubo un rechazo inicial a veces sin leerlos. Lamento mucho ahora no haberme acercado a ellos, haberles conocido. Por ejemplo Neville, cuando le dieron el premio Ruedo Ibérico, tuvo un momento de brillo, digamos. Iba mucho al Óliver de Madrid, donde yo también iba mucho. Se acercó un día a mí, diciéndome que había leído una cosa mía, y yo prácticamente le di la espalda, cosa de la cual ahora me arrepiento mucho. Es un autor interesante y me hubiera gustado mucho charlar con él. Estuvo en Hollywood, trabajó con Chaplin, tal vez un escritor menor pero con mucho talento. Yo no lo quise tratar ni quise saber nada de él por motivos políticos. Hasta mucho tiempo después, que empecé a tratar a Luis Rosales… Pero en aquellos días del 50, ni a Panero ni a Rosales ni a nadie que estuviese implicado de una manera u otra con la dictadura.
—Publicar un libro de poesía entonces tendría otro significado al que tiene ahora.
—Sí. Era más difícil. Se publicaban menos libros. Duraban mucho más las novedades en las librerías. En todo caso, el accésit del premio Adonais, que tiraba unos quinientos ejemplares, tenía grandes dificultades para distribuirse. Aparte de Adonais, no había editoriales como ahora dedicadas a la poesía. Ahora tienes Hiperión, Visor, Pretextos, Renacimiento… Entonces no había.
—Vuestro antecedente general inmediato, entonces, ¿era la Generación del 27?
—Sí, claro. La Generación del 27 supone un fulgor dentro de la poesía española en general, especialmente dentro del siglo xx. Es curioso cómo fue evolucionando la percepción que teníamos de ese grupo, cómo iban sucediéndose las figuras de prestigio. Primero fue Lorca, después Aleixandre, luego tuvo su momento Rafael Alberti. Finalmente, fue Luis Cernuda quien más nos interesó. Yo me quedo con Cernuda, con Lorca —que es un poeta que me sigue gustando mucho—, me quedo con parte de la obra de Alberti (aunque reconozco que es demasiado excesiva). Mira, te lo confieso, me gusta también Gerardo Diego, un poeta menor si lo comparas con otros, pero que tiene partes que a mí me siguen interesando. Cuando los lees por primera vez, y te producen una impresión fuerte, eso nunca se olvida. A mí la poesía vanguardista de Gerardo Diego, en la fase ultraísta o creacionista, me conmocionó cuando la leí. Fue tal vez mi introducción a la vanguardia. Me divirtió mucho. Recuerdo de memoria muchos de sus poemas, aunque se me cayó al suelo cuando leí alguno de sus sonetos. ¡Hay uno detestable que escribió sobre la catedral de Oviedo! Ese en el que le dice al General Aranda «Allá voy». Lo leí y se me cayó el poeta que era al suelo.
—¿Trataste con Gerardo Diego?
—Hablé con él algunas veces. Le hice una entrevista, cuando me buscaba la vida en el periodismo.
—Tus crónicas periodísticas se reunieron en un volumen, 50 años de periodismo. A ratos y otras cosas, que publicó la editorial Nobel. Son, a mi juicio, un claro ejemplo de periodismo literario. En la presentación de este libro, a la que asistí de espectador, estuve a punto de intervenir desde el público cuando los directores de los tres periódicos del país, que te acompañaban en la presentación, se lamentaban de que ya no existiese periodismo literario. Me apeteció levantar el dedo y decirles: «No existe porque ustedes no lo pagan».
(Risas)
Entonces, cuando yo me dedicaba a esto, tampoco lo pagaban muy bien, no pienses.
—Hablábamos del entrañamiento de las primeras lecturas, cómo germinan en la conciencia del poeta… Hablas en tu libro de ello. De la impresión, por ejemplo, que te produjo Blas de Otero.
—Sí, el poeta tiene una serie de lecturas que son parte de él y que le salen cuando escribe. En mi experiencia es así. Hay unos versos que están dentro de mí, que no los busco sino que me salen. No pretendo acogerme al culturalismo cuando me salen esas citas, simplemente me salen. Creo que le vienen bien al poema. No me molesta que salgan versos ajenos cuando estoy escribiendo los míos.
—De alguna manera, ¿un poema siempre es un diálogo con otro poema?
—Sí. Todo poema procede de otro poema. Esto lo leí muy tempranamente en un crítico canadiense y me impresionó mucho. Por mucho sentimiento que tengas, por mucha sensibilidad que poseas, si no lees poesía, nunca vas a escribir poesía. Un joven poeta ha de leer mucha poesía, mucha buena poesía; y, a partir de ahí, ha de empezar a escribir. El sentimiento, la sensibilidad… muchas veces son lugares comunes; lo que importa es la forma en que está dicho.
(Se detiene la conversación momentáneamente pues el camarero se ha acercado y ha preguntado si nos ponía otra copa. Ángel González sonríe, le dice que sí, y me comenta que, más o menos en una hora, está citado con Josefina Martínez para comer en Casa Conrado. ¿Me quedaré con ellos a cenar? Le digo que sí, tras apartar de mi mente la nocturna turba de nocturnas aves, y charlamos unos minutos de Ramón Pérez de Ayala, que, tras el suicidio de su padre, y la reacción de la buena sociedad ante este hecho, decía que a Oviedo no volvía ni a recoger patacones de oro. Nos reímos de la expresión, y un poco solidarios, miramos tras las ventanas del hotel las calles de Oviedo, lluviosas. Nos fumamos otro cigarrillo hablando del Oviedín del alma, un sistema de familias que necesita tener en su casa puerta para el servicio para tener cabeza. Vuelvo a encender la grabadora.)
—¿De qué estábamos hablando?
—Pues no lo sé.
—Bueno. Da igual. Seguimos, si te parece, con las partes que más me han llamado la atención de tu ensayo sobre la poesía española. Un poeta que representó la poesía social y realista fue Gabriel Celaya, hoy un tanto denostado…
—Sí, Celaya escribió demasiado. No se puede censurar, creo yo. Cada uno escribe como escribe. Celaya escribía desde la superabundancia, es cierto, pero la parte de Juan de Leceta, aquello de Tranquilamente hablando, me parece muy bueno, muy inteligente. Era un poeta muy lúcido, como Campoamor, y muy culto. Ese poeta social, que algunos presentan como plano, vulgar y pedestre, era una persona cultísima, finísima. Había estudiado en la Residencia de Estudiantes, había vivido toda esa época destellante. Tenía copiados a mano todos los caligramas de Apollinaire. Quiero decir que era un hombre muy fino, muy culto. A mí me enseñó muchas cosas hablando con él. Yo creo que era un poeta excelente, muy consciente de lo que estaba haciendo. ¡Se ofendía tanto cuando yo hablaba bien de su Tranquilamente hablando, como reprochándome que hacía de menos el resto de su obra! Hay que ver las obras de los hombres en su contexto: la militancia comunista de Celaya le llevó a plantear la poesía de una manera muy precisa e intencionada; pero eso no quiere decir que no fuese consciente de sus capacidades, que las tenía y muchas y bien demostradas.
—Ángel, ¿tú sigues siendo rojo?
—Con los años me he vuelto muy conservador: sigo siendo tan rojo como lo era a los veinte años.
—Se percibe en estos años últimos una vuelta al compromiso, a la reivindicación de la utilidad de la poesía como instrumento de transformación.
—Sí, se nota. Es difícil que esa intención, tan presente en nuestra generación, desaparezca del todo. El artista, el poeta, el cineasta, a fin de cuentas es un ser humano. La denuncia de la injusticia, de una manera u otra, acaba apareciendo en lo que escribe.
—La calidad moral, ¿tiene entonces algo que ver con la calidad poética?
—Es lo que hablábamos antes: un poema no tiene más deber que ser un buen poema. Eso lo he defendido. Pero aparte de eso, un buen poema puede ser también otras cosas. Como decía Antonio Machado —yo soy devoto de Antonio Machado, pero no beato— con la palabra se puede hacer música, se pueden hacer muchas cosas, pero sobre todo se habla.
—El compromiso, el documento social tal como hoy se entiende en algunos extremos, tiene a veces la apariencia de la verbalización de un esquizofrénico.
—A mí también me lo parece. Y, no sé por qué, eso tiene su público. Leopoldo María Panero, por lo menos para mí, tiene a veces destellos sorprendentes, pero no es el tipo de poesía que me gusta.
—Defiendes a Celaya, defiendes a Blas de Otero. En determinado momento, reaccionas ante lo que consideras una intemperancia de la crítica y afirmas que la poesía de los novísimos simplemente es la poesía en boga del Franquismo.
—Claro, eso es lo que me parece a mí, ni más ni menos. Eso está publicado en La Poesía y sus circunstancias. Los novísimos, como personas, eran gente politizada, que no estaban de acuerdo con la Dictadura, pero como poetas nunca se opusieron a ella. Yo decía, y digo, que era un tipo de poesía que a la Dictadura le convenía. Cuando salieron a la luz, parece por sus obras que el Franquismo estaba liquidado; pero el Franquismo estaba ahí y seguía matando, seguía la represión. Los novísimos obviaban eso, hablaban de Venecia y de otras cosas. Yo creo que era una poesía que le convenía al Franquismo de la misma manera que, en su momento, le convino el postismo. Algunos críticos dicen ahora que ellos, los de Carlos Edmundo, eran los verdaderos revolucionarios, los verdaderos rebeldes. No sé… Si la revolución era irse al Café Gijón con la chaqueta al revés, con el forro vuelto… Sí, era la revolución que le encantaba al ministro de Información Aparicio, que los fomentó bastante. Era una revolución que no afectaba en nada a las esencias del régimen. Con los novísimos pasó igual. Decidieron que el Franquismo era cosa del pasado y empezaron a hablar de otras cosas.
—Un intento de escapismo, supongo…
—Sí, era eso. Decían que toda la literatura realista era verdura indigesta. Al pobre Benito Pérez Galdós lo habían llamado garbancero y nosotros éramos los de la berza. A Jaime Gil de Biedma lo respetaban, más por razones biográficas que por razones poéticas. Jaime me decía: «Estos a mí no me leyeron». Hubo como un miedo, un pánico, a quedarse marginado. Recuerdo a Goytisolo que llegó a decir: «Yo nunca escribí sobre España, la palabra España no está en mis poemas». No sé si eso es verdad o no, pero me extraña. Yo no me asusté. Defendí mi postura, que entendía sincera y limpia. Una cosa era que yo fuese mejor o peor poeta, pero los principios que regían mi poesía me parecían válidos, sólidos y defendibles. ¿Por qué debía yo arrepentirme de nada de lo que había hecho? Yo creo que fui el único que plantó cara.
—Sin embargo, a pesar de esa crítica al escapismo, tú has defendido como pocos a Juan Ramón Jiménez.
—Sí, es cierto. Juan Ramón Jiménez tenía esa vocación de poeta enorme. Creo que hay algunos poetas con tanta vocación de poetas que no pueden hacer otra cosa más que escribir poesía. Blas de Otero, en este sentido, es una figura paralela a la de Juan Ramón. Ninguno de los dos dio golpe en su vida, nunca trabajaron. Yo creo que no podían hacer otra cosa. La poesía les absorbía tanto, que no les permitía dedicarse a otras actividades. Tal vez por eso encontraron a dos mujeres que los ayudaron mucho, Juan Ramón a Zenobia y Blas de Otero a Sabina de la Cruz. Vivieron sin dar un palo al agua. La poesía fue para ellos algo tan determinante que no les era posible hacer otra cosa.
—La vigencia de Juan Ramón, ¿sigue siendo tan intensa?
—No sé cómo lo verán ahora los jóvenes, no sé si lo leerán. No sé, la verdad.
—¿Crees que le puede pasar como a Bécquer, que su discurso esté ya tan asumido que se dé por sabido incluso sin leerlo?
—No lo sé. A la poesía de Juan Ramón quizá le falte una dimensión, que tiene la de Machado, y es la de la relación con el mundo. La poesía de Juan Ramón Jiménez se centra en la parte estética, en el trabajo del poeta, y es solo eso.
—Hace unos años, recuerdo que en una reunión que tuvimos con José Luis García Martín, Silvia Ugidos, José Luis Piquero y otros nos comentaste que tenías pensado escribir un ensayo comparativo sobre el poema «Tabacaria», de Álvaro de Campos, y el «Espacio» de Juan Ramón Jiménez.
—¡Ah, sí! Lo pensé escribir, sí. El poema de Fernando Pessoa comienza «No soy nada. / No puedo ser nada. / No quiero ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo»: el «Espacio» de Juan Ramón, recuerda, dice aquello de «Los dioses no tuvieron más sustancia / que la que tengo yo. Yo tengo, como ellos, / la sustancia de todo lo vivido / y de todo lo por venir». Son comienzos diametralmente opuestos: me parece que el poema de Álvaro de Campos se resuelve mejor, es más intenso y desentraña mejor que el de JRJ la condición humana. Tal vez lo escriba, sí, ahora que me lo recuerdas.
—¿Me hablas un poco de tu grupo generacional? La ironía con la que analizas en tus ensayos a la Generación del 27, ¿viene aquí a cuento?
—Pues no sé si yo sería capaz de esa ironía en este caso, al estar yo tan implicado; se habla mucho de la Generación del 50, aunque yo creo que es mucho más propio hablar del Grupo Poético del 50. Dentro de la Generación del 50 hay muchos poetas que no tienen nada que ver conmigo, pero sí que hubo un grupo bastante coherente cuando nació. Yo había conocido a Valente y a Claudio Rodríguez en Madrid. Después estuve un año viviendo en Barcelona. Tuve que dejar Madrid porque en mi trabajo, en el Ministerio de Obras Públicas en 1954, ganaba menos de lo que me costaba la pensión. Me fui a Barcelona, ya te digo. Por mediación de Manolo Lombardero conseguí trabajo como corrector de estilo. Ganaba muy poco, pero ganaba para la pensión por lo menos. En ese momento es cuando conocí a Carlos Barral, a Jaime Gil de Biedma, a José Agustín Goytisolo, a Castellet, a Ferrater… Me sentía muy identificado con ellos. Teníamos una misma manera de pensar, en términos políticos y poéticos.
—¿Fue entonces cuando te confundieron con un policía?
—Sí. Fue así. Fíjate. Yo recién llegado de Madrid, con gabardina y bigotito. En la primera reunión en casa de Carlos Barral no hablé nada, ni una palabra; por una razón: aparte de que era tímido, aquel día les dio por hablar francés. Estaba Goytisolo y su mujer, que era francesa, y todos se pusieron a hablar en francés de corrido. Yo entendía, pero no hablaba. Estaba allí como un loro, con los ojos muy abiertos fijándome mucho. Pensaron que yo era un policía. En aquella reunión, sobre todo, se habló sobre política. José Agustín Goytisolo, al día siguiente, fue el que llamó a Carlos Barral: «Oye, ¿este no será un policía?» Cundió el pánico. Al final, claro, todo se resolvió. Yo me sentía muy afín a ellos, y ellos conmigo. Teníamos parecidas opiniones políticas, una misma idea de lo que debía ser la poesía. Hubo un grupo poético generacional muy potente, fue una suerte que nos encontrásemos. Luego cada uno fue por su lado. Valente se marchó por su camino… Pero sí, hubo un momento en que éramos un grupo coherente, aquel en el que surgimos a la luz.
—Así, a grandes rasgos, ¿te apetece hacer un juicio de algunos tus compañeros de grupo? Podemos empezar con José Ángel Valente.
—Valente fue un poeta que siempre me interesó mucho. Me interesa más el primer Valente que el último. El último ya entra en el terreno de esa poesía que yo ya no entiendo y que no veo mucho detrás de ella. La Poesía del Silencio… no sé. Esa parte de Valente, que es la que más se valora ahora en él, por lo menos por una parte de los poetas que lo sobrevivieron y por alguna crítica, es la parte que a mí menos me apasiona. Me gusta mucho el primer Valente: era un poeta realista, social, muy incisivo, muy irónico. Ese Valente me interesó y me interesa muchísimo.
Otra cosa, Valente como persona era muy cordial, muy cariñoso, que de alguna manera nada tenía que ver con el personaje poético que se había creado. Ya sabes: ese personaje odioso, esquinado y antipático que era capaz de poner a caldo a un compañero de promoción, de quien era o había sido amigo, recién fallecido. A Jaime Gil de Biedma le pegó una puñalada al día siguiente de su muerte, en cuanto fueron los periódicos a preguntarle. Como poeta Valente era un antipático. Como persona era todo lo contrario: cariñoso, incluso zalamero. La última vez que vi a Valente estuvo enormemente cariñoso conmigo. Un personaje raro. Como personaje literario, ya te digo: esquinado, malévolo; en el trato personal, lo contrario, tremendamente cariñoso.
—Me da la impresión de que tenía el síndrome de Juan Ramón.
—Tenía complejo de número uno. Decía por ahí que en España solo había poeta y medio, citando por lo bajo a Clarín. Todos nos preguntábamos quién sería el medio, porque lo que estaba claro era que para él el poeta era él mismo.
—Jaime Gil de Biedma.
—Jaime Gil de Biedma es quizás el que más me interesa y con el que yo me siento más afín. Una parte muy importante de su obra está dentro del realismo crítico. Eso se tiende a olvidar. También está ese otro poeta, que también existe, que habla de sus problemas personales, pero yo creo que su obra, con lo brevísima que es, está dentro del realismo crítico. Tiene excelentes poemas, que admiro mucho.
—Alfonso Costafreda.
—A Costafreda lo leí muy pronto y lo conocí antes que a nadie. Leí en su primer cuadernillo poemas que me impresionaron mucho, que luego aparecieron de una manera u otra en mi poesía. Después de publicar alguno de mis poemas reconocí mi deuda con Costafreda. «Como una casa grande y despoblada / se me ha llenado el corazón de trigo». Esos versos son de Costafreda y de alguna manera ese temblor sale en mis versos. Era muy buen poeta, que tuvo tal vez poca suerte. Estaba integrado en el Grupo de Barcelona, que yo creo que no hay tal, y era amigo de Carlos Barral, de Jaime Gil de Biedma. Sobre todo era íntimo de Carlos. Tuvo algún roce con Jaime Gil, que en determinado momento le puso el veto. No salió en la antología de Castellet, que era en ese momento importante, y fue por el veto de Jaime. Jaime lo reconoció con mucha sinceridad y honestidad después de la muerte de Costafreda. Hubo ahí un problema de celos. Jaime era muy susceptible y parece ser que Costafreda criticó un poema suyo. Sé que le sentó como un tiro. En fin, son cosas. Alfonso Costafreda fue un poeta con un destino triste y desgraciado.
—José Agustín Goytisolo.
—Es un poeta que a mí me gusta. Tiene grandes aciertos, aunque yo creo que es un poco más plano que Jaime Gil de Biedma. Escribió un libro fundamental para todos nosotros, Salmos al viento. Ahí aprendimos todos el uso de la ironía. Muchas veces lo hablamos Jaime Gil de Biedma y yo, cómo bebimos ahí. Es un libro magnífico, que aguanta, un libro precioso, que creo que es lo mejor de José Agustín.
—Gabriel Ferrater.
—Lo leí poco. Escribía en catalán, una lengua que yo no domino. Eso me separó un poco de sus poemas. Tenía un prestigio enorme. Jaime Gil de Biedma le tenía una admiración loca, quería mucho a Ferrater. La gente no solo lo admiraba como poeta, sino como persona inteligente, sabia y culta. A Jaime Gil de Biedma le di yo en los primeros sesenta un ejemplar de la poesía de César Vallejo y Jaime se lo dio a Ferrater. A Gabriel Ferrater, César Vallejo no le interesó nada. Jaime reaccionó de una manera más positiva, pero Ferrater dijo que qué era aquello. A mí me extrañó mucho. Era aquella edición que tiene un dibujo de Picasso en la portada, creo que la primera edición de la poesía completa de Vallejo que circuló por España. Jaime me lo pidió prestado, porque le interesaba conocerlo; pero a Ferrater no le interesó nada. ¿Es curioso, no?
—Muy curioso. ¿Qué te parece a ti Vallejo?
—Me gusta mucho su etapa modernista, tienen mucho encanto sus distorsiones. Después tiene poemas que no creo que entienda nadie, la mayoría de los de Trilce, pero incluso en los peores poemas de Vallejo se agazapa la sorpresa verbal. Me gusta la primera parte que aún está en la órbita del modernismo, que ya no es ni mucho menos el modernismo de Rubén, y la última parte más comprometida, la que habla de España. Es emocionante.
—Acabas de cumplir 80 años. ¿Sigues escribiendo poemas?
—Escribo. Lo que pasa es que lo último que he escrito no lo veo, no lo veo. Son poemas escritos en momentos duros. No sé si son demasiado un vómito personal de mis problemas; no sé si son poemas o simplemente ejercicios de autopsiquiatría. Si estuviera más seguro de ellos, me gustaría publicarlos; tal vez necesite tener más para hacer una selección, una reelaboración de esos poemas. También estoy escribiendo, hace muchos años que lo estoy haciendo, un libro de poemas teóricamente para niños o adolescentes que se va a titular, si lo termino, Almanaque. Hay un poema dedicado a cada mes del año, pero llevo tres años con ello. Se me ocurrió entonces un poema sobre una tormenta de verano, lo escribí y me pareció que podía dar para un libro. Son poemas con rima, un poco con receta. Teniendo una idea inicial, premeditada, se puede escribir casi en horas de oficina. Pero la verdad es que llevo tres años trabajando en este libro y solo he escrito seis poemas. Los seis poemas que tengo son bastante extensos y a veces se me ocurre ponerle una línea en medio para convertirlos en doce. Pero no sé.
—En tu poesía, entre otras muchas cosas, percibo un sentido del pudor muy acusado (una característica que Pérez de Ayala señalaba, por cierto, de los asturianos). ¿Cómo influye el pudor a la hora de publicar tus poemas?
—Sí, sí, a eso se refieren mis dudas sobre mis últimos poemas. Yo no sé si estaré siendo demasiado impúdico. Los tengo ahí en cuarentena, ya veré. Si los publico o no, primero; cómo los publico, después.
—Eres un maestro de la ironía, esa niebla risueña que se interpone entre el yo y el mundo para protegerse.
—Esa niebla irónica es muy importante, pero en mis últimos poemas no la encuentro. Todos tenemos momentos difíciles, duros y… ya veré. Son poemas que mantengo inéditos, salvo algunos en revistas, poemas muy breves, de uno, dos o tres versos. Por ejemplo: «La distancia más corta entre dos puntos: / la que media entre el tigre y la gacela». O: «Sed en Castilla: / mi gozo en un pozo»; tengo bastantes así: podía armar un libro. Siempre los armo con tonos distintos y temas distintos. Me preocupa mucho lo que señalas, la veladura irónica, la distancia. De momento tengo unos cuantos desahogos sentimentales, con una gran virtud terapéutica y espero que el tiempo pase para convertirlos, si es posible, en poesía. La verdad, no tengo prisa.■ ■
18 agosto 2015 a las 23:52
[…] Entrevista de Xuan Bello al poeta en la Revista Clarín (06/01/2008) […]