Autor: 2 enero 2008

Santiago Beruete

ARTE DE TITULAR

Dios os libre, lectores, de chocar con un literato, con un genuino y estricto literato, con un profesional de las letras, con un ebanista de prosa barnizada. Sería una de las mayores desgracias que pueda sobreveniros.

(Miguel de Unamuno)

De todos es sabida la importancia que un buen título tiene en el posterior éxito de un libro. Hay quien dijo que las palabras escogidas para dar a conocer una obra auguran su porvenir. Tanto es así, que novelas malas de solemnidad han cosechado laureles merced a la sugestiva originalidad de sus títulos. Y no es menos cierto lo contrario. La historia está llena de obras maestras que han caído inmerecidamente en el olvido debido a una designación poco afortunada. Puede que, de no ser por el sortilegio de su título, creaciones tan emblemáticas de nuestras letras como La vida es sueño, Luces de bohemia o Cien años de soledad jamás hubieran alcanzado el reconocimiento que se merecen.

A la luz de estas reflexiones, cabe preguntarse si en el difícil arte de titular existe algún procedimiento infalible. Entre todos los estudiosos que, desde la Antigüedad clásica hasta nuestros días, han tratado de dar respuesta a esta crucial cuestión, tal vez Rubén de la Vega sea, si no el más eminente, el de ideas más originales.

Fruto de sus investigaciones surgió una nueva disciplina, más conocida como bibliomanía, que enseñaba el modo de titular una obra con vistas a alcanzar el éxito. Más que un método propiamente dicho, se trataba de un compendio de reglas, que, en aras de la brevedad, resumiremos en dos. Los endecasílabos brindan mejores auspicios que los eneasílabos, y estos a su vez resultan preferibles a los pentasílabos. La otra recomendación digna de interés que hizo fue que, salvo en contadas excepciones, conviene evitar el uso de nombres propios. Si para garantizar el reconocimiento de la posteridad bastase con cumplir estas elementales normas, Rubén de la Vega no sería hoy un completo desconocido. Este hecho no impide que, a la vuelta de los años, reconozcamos en su figura la audacia intelectual y la intuición casi visionaria que caracterizan al genio. Lástima que, como él mismo dejó escrito, una teoría sin descendencia no llame al reconocimiento.

HACERSE UN ROSTRO

Escribimos para ser lo que somos o para ser aquello que no somos. En uno o en otro caso, nos buscamos a nosotros mismos. Y si tenemos suerte de encontrarnos —señal de creación— descubriremos que somos un desconocido. Siempre otro, siempre él, inseparable, ajeno, con tu cara y la mía, tú siempre conmigo y siempre solo.

(Octavio Paz)

Se ha escrito que, a partir de los cuarenta años, una persona es responsable de su cara. Mario Arreola aún no había cumplido los veinte cuando se propuso «hacerse un rostro». Mediante esa expresión quería dar a entender su voluntad de convertirse en un escritor. Con la osada ingenuidad de la juventud creía que para tener algo que contar era preciso antes curtirse en la vida. Llevado por ese afán, envió a paseo sus estudios y se dedicó a correr mundo.

Su biografía era un cúmulo de aventuras, empezando por los años que sirvió en la legión extranjera y siguiendo por su estancia en diferentes países de América del Sur y el continente africano, donde desempeñó un sinfín de oficios a cada cual más insólito o arriesgado. Baste decir que trabajó de encargado en una plataforma petrolífera en Beirut, condujo camiones de mercancías a través del desierto del Sahara, actuó como guardaespaldas de un potentado carioca, llevó una vida de contrabandista en la Guayana y participó en una regata alrededor del mundo como navegante solitario. A medida que ampliaba su experiencia del mundo, los rasgos de su cara se habían ido perfilando hasta adquirir aquel inconfundible aire, mitad de sabio mitad de aventurero, que le caracterizaría en sus años de madurez. Por fin iba a poder hacer realidad un viejo sueño y escribir el libro para el que se había estado preparando toda la vida.

Ahora bien, no había tenido en consideración que una cosa es tener algo que contar y otra muy distinta saber cómo hacerlo. Después de pelearse con las palabras durante varios meses, se dejó dominar por la sospecha de que no sería capaz de verter al papel sus pensamientos. Con la decepción pintada en el rostro, cerró la pluma, se levantó de su mesa de trabajo y, atraído por las luces del ocaso, dirigió sus pasos hacia la ventana de la habitación. Un escalofrío le recorrió la espalda al contemplar su reflejo en el cristal. Por un momento, tuvo la desconcertante sensación de que un extraño con sus propios ojos le observaba desde el otro lado. Y, sin encender las luces, dejó que las sombras fueran invadiendo el cuarto mientras pensaba, no sin cierta nostalgia, en los libros que nunca escribiría.

LA VOLUNTAD DE ESTILO

El estilo no es un adorno como creen algunos, tampoco una cuestión de técnica, es —como el color del pintor— una cualidad de la visión, la visión del universo particular que cada uno ve, y que no ven los demás. El placer que nos da el artista es revelar un universo más.

(Marcel Proust)

Todo empezó el día en que Ricardo Jiménez leyó al otro inquilino de la casa, a la par que un amigo de toda la vida, el borrador de un capítulo de su primera novela. Mientras le escuchaba, Arturo Hernández, que así se llamaba aquel compañero de fatigas literarias, creyó percibir, no sin cierto disgusto, un eco de sus propios escritos.

El hecho de que dos aprendices de narrador se dieran un parecido aire al escribir no tiene nada de particular, pero que habitaran bajo el mismo techo resultaba ya menos usual. En tales circunstancias no debiera extrañarnos que se estable- ciera entre ellos la rutina, por no decir la obligación, de compartir la lectura de sus textos. Si bien ninguno de ellos quería ser el primero en incumplir ese tácito compromiso, cada uno por separado alimentaba la sospecha de que su colega, y ya para entonces rival, remedaba su estilo y, conscientemente o no, se apropiaba de sus logros. No importa que nada abonara tal presunción, tanto el uno como el otro sufrían imaginando que eran víctimas de un plagio.

En cuestión de unos pocos meses su antigua camaradería cedió el terreno a una mutua desconfianza y una pujante animadversión. A medida que iban abandonando la costumbre de leerse los borradores de sus escritos, empezaron a hablar con tapujos, encubrir sus intenciones y darse pistas falsas sobre la marcha de sus trabajos literarios. Pero cuanto más creían desviar la atención de su rival, más caían en las redes de su propio engaño y más también se mimetizaban el uno con el otro.

Pese al empeño que pusieron en preservar la originalidad de sus respectivas novelas, cuando, meses después, estas se publicaron, Ricardo Jiménez y Arturo Hernández pudieron comprobar con espanto su enorme parecido. Esta circunstancia no pasó desapercibida a los críticos, que destacaron las similitudes existentes entre sus técnicas narrativas, la construcción de sus frases y el tratamiento de los personajes. No faltó tampoco quien aventuró la posibilidad de que ambos libros fueran obra de un solo autor. Tales conjeturas terminaron por herir el amor propio de Ricardo Jiménez y Arturo Hernández, quienes, como si les fuera la vida en ello, se dedicaron a partir de entonces a cultivar sus diferencias y a dotarse de un estilo propio.

Pero esa era una empresa condenada al fracaso. Por más que se trasladaron a vivir a domicilios diferentes, adoptaron nuevos modelos y ensayaron otros géneros, sus textos acababan indefectiblemente pareciéndose. La maldición que parecía pesar sobre su escritura, les había hecho más de una vez deplorar su vocación literaria y fantasear con la muerte de su antagonista. Eso fue, finalmente, lo que ocurrió. Un accidente de automóvil acabó con la vida de Ricardo Jiménez a la temprana edad de treinta años.

No bien se vio libre de la opresiva sombra de su antagonista, Arturo Hernández se dijo que era la oportunidad que tanto tiempo había estado esperando y volcó sus esperanzas en escribir un relato absolutamente original. Pero no bien empezó a emborronar las primeras frases del texto, se dio cuenta de algo que hasta entonces no había tenido ocasión de notar: una voz interior le dictaba las palabras que vertía al papel. La sangre se le detuvo en las venas al pensar que obedecía la voluntad de Ricardo Jiménez. Cada palabra que ponía por escrito, evocaba su recuerdo y avivaba en su interior el rescoldo de una rivalidad que creía superada. Pero, esta vez, lejos de librar una batalla contra su antagonista, dejó correr libremente la pluma sobre el papel.

NUEVA TEORÍA DEL PLAGIO

Todo gran poeta nos plagia.

(José Ortega y Gasset)

Antes o después todo aprendiz de escritor debe renunciar a sus pretensiones de ser original y aceptar que todo está ya dicho. Ramón Lugones no era un caso excepcional. Tras cinco años de constante dedicación a la literatura, hubo de rendirse a la evidencia de que otros autores expusieran, incluso mejor que él, sus propios pensamientos. Consciente de que nunca llegaría a su altura, Ramón Lugones adoptó la costumbre de tomar nota de las frases que lamentaba no haber escritor.

Cuantas más citas reunía, menos convencido estaba de llegar a ser el novelista que hubiera deseado. Tal vez porque no se resignaba a abandonar su vocación literaria, concibió la disparatada idea de redactar una novela yuxtaponiendo fragmentos procedentes de distintas obras, Ramón Lugones no era desde luego el primer escritor que acariciaba la idea de redactar un libro compuesto únicamente de citas, pero sí el que llevaría más lejos ese absurdo empeño.

Durante años su principal ocupación consistió en rastrear lo más granado de la producción literaria en lengua española a la búsqueda de frases memorables. Y con una meticulosidad y paciencias dignas de mejor fin las fue trenzando hasta componer un relato que, si bien no incluía ni una sola palabra de su cosecha, dejaba traslucir una voz singular. A reforzar esta impresión contribuía muy especialmente la originalidad del argumento y el tono personal de la narración. Sin embargo, el escritor que se adivinaba detrás de esas páginas, distaba mucho de parecerse a Ramón Lugones. No podía ser de otra manera dado que esa novela era deudora de un sinfín de autores a cada cual más digno de admiración. El que ese coro de voces dispares entonase el mismo canto hablaba de la maestría de Ramón Lugones, quien vio con estupor cómo esos fragmentos inconexos se fundían para dar vida a una personalidad literaria con la que poco o nada tenía que ver.

El hecho de que no se identificase con el protagonista del texto no impidió, empero, que los lectores de la novela le imputasen sus opiniones, sus manías y hasta sus rasgos de carácter. Mal que le pesase, un desconocido con su mismo nombre empezó a suplantarlo ante los ojos de los otros. Su sombra le seguía a todas partes y su reflejo asomaba en la mirada de las personas más inesperadas.

A tal punto llegó esa situación que empezó a añorar el anonimato. No tiene, por tanto, nada de extraño que un buen día dijera adiós a su vida anterior y se marchara lejos, donde nadie supiera de la existencia de ese libro. Esa huida hubiera cumplido su propósito si no fuera porque, a los pocos meses, un periodista descubrió su paradero.

A fin de evitar nuevas visitas, Ramón Lugones no dudó en cambiar de lugar de residencia, pero una vez más le va- lió de poco. De ahí en adelante, se vio sometido a una in- cesante persecución por parte de biógrafos y editores, críticos y fotógrafos. Cuanto más se obstinaba en preservar su intimidad, más fascinante y singular se tornaba su figura a los ojos de los lectores y más también atraía el interés de los medios de comunicación. El futuro no podía haber seguido cursos más opuestos para Ramón Lugones y su novela. Mientras esta cosechaba éxitos de crítica y público, y se convertía en una referencia obligada para cualquier amante de la literatura, aquél se resistía a conceder entrevistas y a dejarse fotografiar, y se refugiaba en un silencio cada vez más inquebrantable.

Tras casi treinta años de persistir en esa actitud, Ramón Lugones llegó a ser una leyenda. Resulta incalculable el número de relatos que corrían acerca de su misteriosa figura. No era el más increíble que el nombre de Ramón Lugones era un seudónimo, tras el que se ocultaba un célebre perso- naje del mundillo artístico. Más difícil de admitir era la hipótesis de quienes sostenían que, incapaz de soportar el peso de la fama, sacrificó sus ambiciones literarias para llevar una vida corriente. Pese a que esa posibilidad planteaba más dudas de las que aclaraba, ofrecía la nada desdeñable ventaja de explicar su desaparición de la escena cultural. Después de todo, no tenía nada de extraño que prefiriese cometer un anonimato a vivir bajo la permanente tiranía del éxito. Frase, esta que, si bien había salido de la pluma de Pío Baroja, se podía leer en la novela de Ramón Lugones, donde cobraba un nuevo y original significado.■ ■


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