Autor: 25 septiembre 2008

Pelayo Fueyo

Jueves, 8 de noviembre de 2007. Estoy cansado de conversar con las cosas de mi casa. Como soy poeta, ellas quieren que les otorgue una nueva función. Quizá ser metáforas de una alegoría que yo no represento. Y es que soy una momia. También se me pasan por la cabeza ideas que son imágenes mágicas. Pero nadie podría constatarlo. Es de noche, y el reloj de arena se ha roto por el centro. Tengo un sueño que se parece a la eternidad.

Viernes, 9 de noviembre de 2007. Conservo un espejo amaestrado que tiene más de cien años. Cuando se cumple el aniversario de mi muerte, me enfrento a él con gran esfuerzo, y siempre veo la imagen de un joven adulto que tiene cuarenta años. Aunque pase el tiempo siempre me quedaré fascinado por ese rostro, y mi envidia no es la de un esqueleto, porque soy una momia.

Sábado, 10 de noviembre de 2007. Todo mi testamento se reduce a unos pocos poemas y unos recuerdos. De los segundos, apenas me quedan engramas que los representen: mi conciencia está virgen de supersticiones inmaduras. Sin embargo, tengo una bola transparente donde no veo el futuro sino los pasajes del pasado de los que he aprendido. Si la agito, vislumbro figuras amigas en situaciones distintas, como la de poetas de otro tiempo en un largo diálogo en esta mesa sobre la que escribo.

Domingo, 11 de noviembre de 2007. Tengo decoradas todas las paredes de mi casa con poemas escritos desde la niñez a la senectud. Los primeros representan la abolición de la nostalgia; los segundos, de la soledad. Están todos expuestos sin orden cronológico ni temático, y, cuando echo un vistazo, me sorprende aún más el contraste de calidad y estilo. A veces corrijo una coma o una palabra, y así me voy distrayendo contemplando la vejez de los papeles, mi personal museo del horror.

Lunes, 12 de noviembre de 2007. También las momias nos podemos enamorar. En la adolescencia era fácil: nos excitábamos con las mujeres que veíamos en las revistas pornográficas. En la juventud, entre afinidades, no se dudaba en entregar el cuerpo a otra persona. En la madurez ya todo está establecido: el amor es una cuadrícula donde se juega por el poder, la rutina y el cuidado de los hijos. Mi amor, que ha sido todos esos amores, es ahora una estatua griega que me regaló la última mujer que amé. Ambos —la figura y yo— sentimos de igual modo el paso del tiempo.

Martes, 13 de noviembre de 2007. Nunca cierro mi puerta con llave, al igual que los locos. Hay noches que, en estado de duermevela, oigo pasos en mi habitación, y a la mañana siguiente, encuentro rosas grises en el jarrón del comodín. Entonces, buena parte del día miro cómo las flores de la terraza se van marchitando, y eso me consuela porque siento lineal el paso del tiempo. Porque, a pesar de la idiosincrasia de las momias, no estoy muerto del todo: el presente me duele, y no añoro el pasado.

Miércoles, 14 de noviembre de 2007. Cuando me aburro, cojo el globo terráqueo y empiezo a darle vueltas. Me estimulan los colores y las líneas; me asombra que el mundo pueda reducirse a esa concreción. Gracias a mi cultura, podría decir algo de cada país: su historia, política, economía, naturaleza, poesía… Puedo imaginar por encima de la orografía la niebla de las guerras y las emigraciones. Pero, lo que me sorprende es que, cuando era un niño y jugaba con el globo, a falta de cultura, soñaba despierto sobre aquellos dibujos.

Lunes, 19 de noviembre de 2007. ¿Es un delito procurar olvidar a tus seres queridos cuando estos están muertos? ¿No llega un momento en que la amnesia los convierte en fantasmas? Tengo varios libros de fotografías repletas de polvo y algún gusano que, si no fuera una momia, me devoraría. Quizás esté ensimismado en demasía, pero sin anhelar todos los rostros que padecí en vida. ¿Volveré un día a los álbumes? ¡Ah, las fotografías: esas perras en celo del olvido!

Martes, 20 de noviembre de 2007. Hay en casa una marina que tiene tantos años como mi espejo. Como en el lienzo solo aparece el mar sin referencias a las casas que lo rodean, bien pude ser el mar de estos días, porque no tiene tiempo. El que aparece en el cuadro es ahora aquel donde me bañé con mi familia cuando era joven; el pintor ya debe estar muerto, como aquellos. Me sumerjo en este mar de mentira, y me imagino cómo rompen las olas al ritmo de mi corazón.

Miércoles, 21 de noviembre de 2007. «La lluvia sucede en el pasado», decía Borges. Y Camilo José Cela, en Mazurca para dos muertos, «llueve mansamente». Las figuras que recordamos parecen diluirse poco a poco tras el cristal. Allí, la lluvia repiquetea como un eterno mensaje en morse, trayendo noticia de ese ayer que fue muchos ayeres. La lluvia no me estorba; ya no hay palabras que retrotraer al presente. Sí la conciencia de que siguen aquí golpeando sin cesar, calando en el recuerdo los cabellos de un niño.

Domingo, 25 de noviembre de 2007. Ya dije que hago pocas concesiones a la nostalgia, pero ahora, que miro a un estante de mi biblioteca no puedo esquivar la mirada de un muñeco que tuve cuando era niño. Me da la impresión de que se ríe, no sé si de mi aspecto monstruoso o si sospecha mi renovado interés. Es el testigo de todos los rostros que padecí, y aun es posible que añore los últimos juegos que compartimos. Seguro que recuerda de la infancia más cosas de las que yo recuerdo. Lo salvo del estante y le pregunto: «¿Qué sientes?»

Lunes, 26 de noviembre de 2007. Me acusan de misántropo porque me aparto de mis amigos. Es verdad que no frecuentan mi casa, porque no saben cómo tratar a una momia. Yo los amo desde lejos, y, aunque me niego a recordar las viejas tertulias, los tengo presentes en mi corazón, así como sé que ellos me admiran y me reconocen entre el acuerdo y la inevitable discordia. Pero también es cierto que les asusta mi estado. «No estoy muerto ni vivo, tan solo ensimismado».

Martes, 27 de noviembre de 2007. «Los niños pequeños andan como si estuvieran ebrios del paraíso», dice Almuzara citando a Victor Hugo. Yo estoy ante una botella de ginebra, sin compañía alguna que me evite caer en la nostalgia de otros paraísos de mi vida: el del amor leal, el de la amistad noble, en la ternura paternal, con todas sus figuras y rituales sociales. Estoy ebrio, pero mis evocaciones siguen firmes, forman una línea como una película. Si en mi infancia, casi a gatas, jugaba en una fuente, ahora en mi copa de ginebra bucean peces rojos. Soy un sueño.

Miércoles, 28 de noviembre de 2007. Si la vida me ha enseñado muchas cosas, más aún lo han hecho los libros. Quiero decir: la vida me ha enseñado las normas de la sociedad, mientras que los libros han enriquecido el sedimento de mi vida interior. Tengo unos miles de libros en mis anaqueles, donde predominan los libros de poesía y filosofía sobre los de narrativa. Cuando sueño una aventura se lo debo a las novelas; cuando reflexiono sobre la vida y la muerte, recurro a la filosofía, pero donde me reconozco es en la poesía.

Jueves, 29 de noviembre de 2007. Hoy he abierto la ventana de mi habitación para que el viento la aireara de malos espíritus y residuos de conciencia. De pronto, se sube una paloma al alféizar. Yo hago un gesto para que entre, ofreciéndole migas de pan. Me extrañó que llevara una anilla atada a una pata. Tenía una nota que decía: «X: te sigo amando a pesar de los años». Primero me quedo sorprendido; luego enfadado por la evocación íntima. Finalmente incrédulo al pensar en la edad que tendría la paloma.

Domingo, 2 de diciembre de 2007. Mi locura es tan dulce como ese rayo de luna que atraviesa mi ventana. Torturado por las normas sociales he dedicado toda mi sensibilidad a mi familia, pero sobre todo a humanizar la muerte. Es cierto que tengo pequeños detalles excéntricos, pero mi voz, que es suave cuando adjetivo las pequeñas cosas, se hace grave cuando entrego mi conciencia a un «más allá» que no es recuerdo, sino «nostalgia del olvido»; un agujero y sedimento que corroe, como insinúa George Bataille, dejándome solo con mis alucinaciones incorruptas.

Martes, 4 de diciembre de 2007. Algún día tendré que escribir una «Historia de los sueños». En un grueso volumen he recopilado sueños de todas las épocas de mi vida. Me interesa releerlos porque no actúan en mí con la deuda grosera del recuerdo, sino que intensifican detalles nimios con la pátina de una imaginación simbólica. Sé que en ellos la idea de la durée temporal no existe, aunque beban de la experiencia vital. Es el sótano donde duermen todos mis poemas antes que pasen por el filtro de la conciencia. Sí: tengo que encontrar un vínculo entre mis sueños. ¿Qué otra cosa puede hacer una momia?

Miércoles, 5 de diciembre de 2007. «Fumo mucho, demasiado. / Fumo para frotar el tiempo», decía Leopoldo M.ª Panero en un poema. Y las cenizas son restos de un animal adiestrado para una mala costumbre. Luego abro la ventana y dejo que pase el humo como un desahogo profundo. Allí va mi alma, y desde aquí hago señales de humo como los indios, pidiendo un poco de comprensión, pidiendo algún tipo de compañía. Fumo con la avaricia de llenarme de algún secreto maligno de la nada de los días, como un niño mamón que ha sido destetado por un sueño.

Sábado, 8 de diciembre de 2007. Yo fui un joven muy tímido, que enrojecía ante la mirada de una muchacha. El primer amor llegó tarde y se esfumó como un fantasma gemelo. Concurría a las tertulias poéticas, y fui creciendo como hombre en mi relación con los otros y con los escritores clásicos. Acabé casándome con una mujer inteligente, que trabajaba de bibliotecaria, mientras yo vivía de mis artículos. Tuvimos dos hijos: un niño y una niña. Éramos felices, pero un día un accidente de automóvil segó sus vidas. Cuando digo que desprecio la nostalgia es por el mucho dolor y rabia que me causa no haber perecido con ellos. En realidad, debería ser un vigía de sus vidas, mas me da miedo, y me basta con sentir lo que ellos sentían.

Domingo, 9 de diciembre de 2007. No salgo nunca de casa. Tengo una asistenta que se encarga de los asuntos prácticos sin prejuicios de tratar a una momia. Tengo agorafobia, como es lógico. También voy perdiendo la conciencia de mi edad. Temo parecer un monstruo a los transeúntes; que llamen a la policía acusándome de cualquier extravagancia mía, además de mi rostro. «Mi reino no es de este mundo», decía Jesucristo sin sospechar mi estado. Sé que he pasado decenas de años desde que compartí una tarde con un amigo poeta. ¿Qué vida tendrán ahora? ¿Habrá muerto alguno? Algún día lo habré de comprobar. ■ ■


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