Autor: 16 julio 2008

Óscar Hahn: Poemas de la era nuclear
Bartleby Editores, Madrid, 2008

Poemas de la era nuclear es el título que Óscar Hahn da a una antología que recoge poemas escritos entre 1961 y 2008, inéditos en buena parte. Cinco son las partes o secciones de este conjunto, pero el mencinado título general, tan alarmista, tan llamativo, parece aludir sobre todo a los textos iniciales, los más numerosos y, desde luego, los más impactantes o apocalípticos. Una cita, en efecto, del Apocalipsis de San Juan encabeza, con cierto sentido esotérico, las seis (666) primeras composiciones: «Y salió otro caballo, rojo…»

La guerra, el armamentismo, son los signos del mundo contemporáneo, de los nuevos viejos tiempos, pues la semilla del mal parece estar enraizada, como una maldición, en el corazón del hombre. De índole visionaria son, entonces, el vocabulario y las imágenes; imágenes que en su delirio podrían recordar las ilumninaciones de Rimbaud o la estética del surrealismo: «Ciudad en llamas», «un sol al rojo blanco en mi interior», «el prado luminoso de lava y zafiros». Hiroshima, Pompeya y las ciudades malditas de la Biblia vienen a ser la misma ciudad acechada por el ojo implacable de un dios iracundo. Son también, en su destino trágico, la indefensión de la inocencia frente al absurdo de una lluvia de fuego: «Los amantes sorprendidos en la cópula, / petrificados por el magnesium del infierno», «y la mujer de Lot / convertida en columna de uranio». «Sólo al muerto en incendio / le es dado ver esas canciones». Sólo a quien está mudo le sería dado el nefasto privilegio de narrar el horror. Más lírico y paisajista es «Batalla de Stalingrado, 1943». Revela el poema, además, otra vertiente de Óscar Hahn: el clasicismo, la retórica del barroco, el guiño dirigido a la tradición entre Manrique y Góngora. «O púrpura nevada o nieve roja» es, una vez más, la sangre derramada de los inocentes; de un soldado anónimo al que recuerda una muchacha mientras su rostro fluye hacia la mar «en ríos de albas flores / los líquidos cabellos de la nieve». Se observa aquí que un verbalismo estetizante se impone por encima del alegato antibelicista. «Adolfo Hitler medita en el problema judío» me recuerda, de alguna forma, el poema de Mandelstam dedicado a Stalin. Se nos presenta el hecho atroz de matar multitudes como el pasatiempo de un psicópata automatizado. Como en el esperpento, el siniestro personaje está muñequizado grotescamente. Asistimos al automatismo de los montruos sin conciencia, o con una conciencia pervertida: «Levanta el pie despacio. Así mismo. Tritúralos», «Pásame el insectario, / los alfileres negros. Toma este matamoscas / y extermina a los ángeles». «Dominó» trata sobre una fecha trágica: el 11-S. Los rascacielos de Manhattan son piezas verticales de dominó: «Viene el diablo y sopla». Ironía también sobre la fuerza de un imperio que salta por los aires hechos añicos. «Los jinetes del Pentágono», los Señores de la Guerra, acorazados, bunkerizados, inexpugnables frente a los que se agazapan «tras murallas de paja y papel». El tono sapiencial de los Salmos o de los Proverbios resuena en versos como «tarde o temprano será polvo la carne / castillo de cenizas barridas por el viento». Sólo el «Hueso», materia más poderosa que el olvido, diríamos parafraseando a Quevedo, prevalece frente a la nada. «Familia americana» funciona como antítesis de «Retrato de familia iraquí». «Padres blancos y rubios / y de ojos azules / visitan Disneylandia con sus hijos / de rasgos árabes o asiáticos». Es decir: por encima del idilio aparente, el idilio como máscara que redime la mala conciencia, está el cinismo que entraña cualquier forma de violencia; está la contradicción que delatan ciertos actos piadosos. Mezcla de clasicismo (renacentista) y de modernidad es el paralelismo que se establece entre San Juan de la Cruz en el calabozo y Miles Davis en el calabozo también. Se podría hablar de pastiche, o de simbiosis, o de una fusión de contrarios que en el fondo, el fondo de la noche, convergen. Toledo y New York, el siglo xvi y el xx pueden ser un único espacio y un solo tiempo mediante la magia de los versos y del jazz. A una trompeta que «flamea serpentea relampaguea» puede suceder «la música callada la soledad sonora». No muy distintas, en realidad, deben ser las visiones de la mística y las de los alucinógenos: «Es el Arcángel que me llama desde el futuro», «en el aire flotaba una Aparición fulgurante». El cine americano de los años treinta ha creado una mitología en blanco y negro que le permite asimismo decir al poeta: «Es el año 1930 y todavía no me toca nacer / Estoy en el Cotton Club de Harlem». Flota «esa tristeza de un color irreal» que se identifica, en realidad, con la nostalgia de un pasado ajeno asumido como propio, un pasado hecho de imágenes y sonidos. De un libro tan variado destacaría también, para ir acabando, los poemas de amor, o quizá mejor, los poemas eróticos. De dudoso buen gusto me parece «Torres gemelas», dadas las connotaciones del tema. La simbología fálica, por otra parte, es groseramente obvia; y jugar con el doble sentido de alguna palabra («nube de polvo») una simple frivolidad reñida con el tremendismo apocalíptico de la primera parte de la antología. Óscar Hahn tampoco es ajeno, como el Nicanor Parra de los antipoemas, a un cierto prosaísmo ingenioso que en poesía (en poesía lírica) suele resultar, a la larga, irritante. En tal sentido estaría el poema «Nacimiento del fantasma» que puede reducirse a un breve esquema narrativo. Cuento de terror, humor y desamor en el que alguien sale de un cuarto de baño con una sábana, dibuja un nombre en un espejo, mira una cama vacía, se considera desoladamente un «fantasma recién nacido» vagando por el amplio espacio de la soledad recién estrenada. Sin tanto alarde de invención y con eficacia (me parece uno de los poemas más bellos y sencillos del libro) sorprende «En una estación del metro.» Desventurados los que se enamoran a primera vista y luego están condenados «a vagar sin rumbo por las estaciones / y a llorar con las canciones de amor / que los músicos ambulantes entonan en los túneles». Observo, en general, que la memoria cultural de este poeta chileno, nada telúrico en el sentido tópico en que lo son muchos autores hispanoamericanos (en Chile destacaría a Gabriela Mistral y a Pablo Neruda), es sobre todo europea. Europea y norteamericana. Reside, de hecho, en Estados Unidos. «Como los personajes de Pessoa / somos almas sin cuerpo: dos amantes / que penan en las noches de Lisboa» se dice en otro texto. ¿Cómo acabar esta reseña sin citar «Lolitas», «Ocho horas en el cielo», «Ninfas en jeans a la cadera» que me recuerda, salvando distancias, el memorable «Himno a la juventud» de Gil de Biedma…? Sí, decididamente el poeta que aterriza en la cotidianidad, el que prescinde de lo novedoso a ultranza, el que olvida vagos cuadros alegórico-catastrofistas, vagos despachos de psicoanálisis, es el que más me interesa. El poeta irónico. El hijo de vecino, como quien dice.

Eugenio García Fernández


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